El inspirador aire del mar
Vivo en una ciudad donde el clima es apenas un indicador de cómo tengo que vestirme antes de salir de mi casa: si agarro el paraguas, me llevo un abrigo en la mochila; si me pongo sandalias o mejor zapatillas.
Pero ahora, que elegí irme de vacaciones frente al mar, lo primero que hago al despertar es mirar hacia el cielo para saber si está nublado, si hay sol o llueve porque será eso lo que dictamine mi día. Me entrego a que la naturaleza decida, como lo hace con todos los habitantes de este pueblo de pescadores.
Por eso a la mañana leo la tabla de las mareas a modo GPS, para saber a qué hora estará baja y podré salir a caminar o a qué playa iré, según de qué lado sople el viento. También estoy atenta al horario exacto en el que cae el sol y a la noche, antes de salir a cenar, miro la luna ya que de ella dependerá cuan iluminado estará mi camino de vuelta.
Son días livianos, en los que me reencuentro con mi cuerpo casi desnudo y después de un año de cubrirlo con ropa, lo acarició más que en invierno, mientras esparzo el protector solar, la crema hidratante o el repelente de mosquitos. Así descubro manchas y cicatrices que no sabía que estaban, mostrándome lo inevitable y natural del tiempo vivido.
Hace tanto calor que quiero estar siempre afuera. Pasar el día bajo el sol con el sonido de las olas rompiendo a un ritmo de mantra. Zambullirme en el agua sin temor a nadar contra toda esa fuerza bruta. Juntarme con amigos y tomar mate sobre la arena; sentirme salada y húmeda sin que me importe. Sé que podría ir a otro lugar, a la montaña, al bosque o una ciudad exótica, pero por alguna razón relaciono la cercanía del mar con cierta felicidad precaria. Una sensación de placidez y libertad que me obliga a volver una y otra vez.
Un paréntesis en el calendario a la intemperie que termina cuando regreso a mi casa y los días vuelven a regirse según el tráfico y el tiempo que demoro en llegar; los emails del trabajo y los mensajes que recibo en el celular y que leo con la cabeza levemente inclinada hacia abajo. Entonces sin darme cuenta, dejo de observar todas las mañanas el cielo y ya no me importa si hay nubes o de qué lado sopla el viento; si habrá sudestada o si la marea estará demasiado alta. Como si en la ciudad la naturaleza quedara opacada bajo la luz brillante de las pantallas y no existiesen atardeceres majestuosos ni noches tibias de luna llena para salir a mirar.