El insólito caso literario que se dirime en tribunales
Katchadjian tomó el cuento de Borges El Aleph y lo intervino; Kodama, la viuda y heredera de los derechos de la obra del genial escritor, lo demandó por plagio
El asunto es así de sencillo: en marzo de 2009 el escritor y docente universitario Pablo Katchadjian (Buenos Aires, 1977) imprimió, en edición de autor, pagando todos los costos, doscientos ejemplares de un libro de cincuenta páginas titulado El Aleph engordado. Siguiendo procedimientos similares a los que ya había utilizado en El Martín Fierro ordenado alfabéticamente (2007), Katchadjian continuaba así con una serie de homenajes y experimentos con los clásicos de la literatura argentina, que se agregaban a su obra de ficción, entre la que se cuentan novelas como Gracias, Qué hacer o La libertad total y en las que la ironía, la reescritura, el ejercicio metaliterario y el divertimento son temas centrales.
Para quien todavía no lo sepa, El Aleph engordado es precisamente lo que su nombre indica: Katchadjian tomó uno de los cuentos más célebres de Jorge Luis Borges y lo intervino (en el sentido en que se suelen "intervenir" obras en el arte contemporáneo) agregándole grasa, es decir, palabras de más. Así, el texto pasó a tener más del doble de su peso original: de las saludables cuatro mil palabras de Borges a las obesas nueve mil seiscientas finales de Katchadjian. Una frase de Borges como "Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada: había en su andar (si el oxímoron es tolerable) una como graciosa torpeza" pasó a transformarse, por ejemplo, en: "Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada como una torre italiana; había en su andar (si el oxímoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis racional, una decisión involuntaria".
"El trabajo de engordamiento tuvo una sola regla: no quitar ni alterar nada del texto original, ni palabras, ni comas, ni puntos, ni el orden. Eso significa que el texto de Borges está intacto pero totalmente cruzado por el mío, de modo que, si alguien quisiera, podría volver al texto de Borges desde éste".
Jugando incluso con la posdata de Borges incluida en El Aleph, Katchadjian incluyó una segunda posdata, de 2008, en donde explicaba cuál había sido su ejercicio de "engorde": "El trabajo de engordamiento tuvo una sola regla: no quitar ni alterar nada del texto original, ni palabras, ni comas, ni puntos, ni el orden. Eso significa que el texto de Borges está intacto pero totalmente cruzado por el mío, de modo que, si alguien quisiera, podría volver al texto de Borges desde éste". Hasta aquí los hechos, de los cuales, en su momento, casi nadie tomó nota. Katchadjian regaló la mayor parte de los libros a amigos y allegados, y puso a la venta el resto, a un precio de 15 pesos. Este último acto, en apariencia intrascendente, le traería consecuencias inimaginables al día de hoy.
Tres años después, en 2011, cuando del libro de Katchadjian existía apenas un recuerdo y algunos ejemplares dispersos, María Kodama, viuda de Borges y heredera de todos los derechos de su obra, demandó al escritor por plagio, de acuerdo a la actual Ley 11.723 de Régimen Legal de la Propiedad Intelectual. ¿Habrá Kodama realmente pensado que Katchadjian copió a Borges intentando extraer alguna ganancia de aquel homenaje? ¿Habrá querido castigarlo por utilizar un cuento de Borges sin solicitarle autorización? ¿O en verdad pensó en convertir este caso en un ejemplo para evitar, en el futuro, que nadie se acerque con intenciones non sanctas a la obra de su ex marido? No lo sabemos. Lo cierto es que Katchadjian fue sobreseído dos veces, y todo parecía haber concluido, hasta que el 18 de junio la Cámara de Casación se hizo eco de la apelación del abogado de Kodama y decidió procesarlo, dictarle un embargo de 80 mil pesos sobre sus bienes y avanzar con la causa. Lo que puede derivar, en un hecho sin precedentes, en una pena para un escritor argentino de hasta seis años de prisión.
El 18 de junio la Cámara de Casación se hizo eco de la apelación del abogado de Kodama y decidió procesarlo, dictarle un embargo de 80 mil pesos sobre sus bienes y avanzar con la causa.
¿Cómo se llega a una situación así, a todas luces una suerte de malentendido literario-jurídico de dimensiones hipertróficas? Dejemos de lado algo tan evidente como transitado del caso, sobre el que se escribió bastante, ya que sería ocioso volver a hablar de arte, procedimiento y ready made: a nadie pueden caberle dudas de que Katchadjian no perseguía intereses comerciales con un libro de tirada reducida, que no fue distribuido en librerías, y cuyos ejemplares fueron en su mayor parte obsequiados. Un asunto así se saldaría con una compensación sencilla: supongamos que Katchadjian percibió 15 pesos por la mitad de la tirada que no regaló, unos 100 libros. Entonces le debería a Kodama unos 1500 pesos, o una actualización de ese importe al día de hoy, más intereses.
También es evidente que no hubo dolo ni defraudación, como argumenta su abogado, el también escritor Ricardo Strafacce: Katchadjian no pretendió engañar a nadie, ya que su broma está señalada desde el mismo título, El-Aleph-engordado. Cualquiera puede hacer la prueba ahora mismo y tipear en Internet: con apenas dos clicks se accede al texto completo de El Aleph verdadero. ¿Para qué querría un autor argentino plagiar una obra que se encuentra fácilmente en Internet y todo el mundo conoce? ¿No le provoca acaso mayores perjuicios económicos a Kodama la publicación online de El Aleph que las plaquetas de Katchadjian?
Argumentemos incluso por el absurdo: la misma ley que hoy procesa a Katchadjian permite a todos (incluido él mismo) la utilización libre de hasta mil palabras de la obra de cualquier autor, sin la necesidad de pedir autorización a agentes o herederos. El texto de Borges, como se dijo, tiene en su versión original unas cuatro mil palabras. Si en lugar de editar un solo volumen de El Aleph engordado Katchadjian lo hubiera impreso en cuatro tomos, cada uno de mil palabras, intercaladas con las de su autoría, ¿hubiera habido delito o consecuencias legales?
Son juegos a los que se presta una ley que no parece dar respuestas a un mundo que no es el mismo que la concibió. Uno puede tratar de entender, por forzadas que parezcan, las razones de María Kodama en su intento de perseguir y denunciar la utilización de la obra de su ex esposo, incluso si ese hombre fue el que nos enseñó que la literatura es sobre todo tradición, que no pertenece a nadie o, lo que es lo mismo, nos pertenece a todos. Más complicado es ponerse en el lugar del juez y de la Cámara, que primero creen en algo para más tarde volver sobre sus pasos, y que ponen, bien entrado el siglo XXI, a un escritor en la antesala de un juicio inédito. Cualquiera conoce el principio de igualdad ante la ley: las normas deben aplicarse a todos por igual. Pero también existen la lógica, el sentido común y los atenuantes. Cuando el texto de la ley no contempla el paso del tiempo, el devenir de la historia y los cambios culturales, es decir, cuando no vela por el bien del hombre, sujeto para el que fue creada, y pone por encima de él otros intereses, puede conducir a aberraciones como esta.
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