El infantilismo en la Feria del Libro
Una lectura del discurso de Saccomanno a través de sus inconsistencias
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Como cuando Bart, el pequeño hijo de Homero Simpson, pasa por la casa golpeando una cacerola para llamar la atención, el escritor Guillermo Saccomanno logró captar la nuestra y que en los medios se publicara íntegro el discurso que inauguró la Feria del Libro. En una sucesión un tanto desordenada, Saccomanno se refirió varias veces a sí mismo, al propio discurso que estaba desarrollando, al escenario en que lo leía, las condiciones en las que lo había escrito y cómo había logrado monetizarlo. Si bien la estructura autorreferente es una de las formas de lo moderno, mucho del contenido parecía más bien antiguo.
Muchas de las opiniones ahí vertidas tenían la consistencia de lo infantil: ese momento en que nos vamos encontrando con el mundo y nos irritan las limitaciones que descubrimos. A Saccomanno no le gusta la industria del libro y les contrapone la birome, el cuaderno y el bosque. Como un módico Thoreau, invoca su vida junto a la playa y los árboles como certificado de pureza contra la crueldad del comercio. Al mismo tiempo, se vanagloria de ser el primer escritor que cobra por ese discurso de apertura. En un mismo movimiento puede criticar la profesionalización de la figura del escritor y autofestejarse de sus beneficios.
Sus consideraciones sobre la crisis del papel son acumulativas pero contradictorias entre sí: pandemia, costo en dólares, inflación, utilización prioritaria como material de embalaje. Como corolario, quiere dar un dato que resulte concluyente: el costo del papel para publicar 2000 ejemplares de un libro de 160 páginas, nos informa en el discurso, es de 150 mil pesos. Los escritores progresistas no se llevan muy bien con los datos: la cuenta da que en un libro así, el costo unitario de papel es de 75 pesos por ejemplar, muy inferior al promedio del precio de venta de ese libro, que supera largamente los dos mil pesos. Si hay un problema con el papel y la industria editorial, no sería por el discurso de Saccomanno que nos enteramos.
Saccomanno es un escritor consagrado, si esa expresión tiene algún sentido en la Argentina. Lo cierto es que publica regularmente en una de las dos editoriales comercialmente más importantes del país, algunos de sus libros han recibido premios y el favor del público, incluso alguno fue adaptado al cine. Otras de sus obras, necesariamente, han tenido menos repercusión, lo cual es perfectamente lógico y no ofrece ningún dato sobre su calidad. En su discurso, el escritor describe amargamente que el autor recibe apenas el 10 % del precio de tapa de cada ejemplar vendido. Lo que él debe saber, como cualquier persona que alguna vez haya publicado, es que el sistema se hace sustentable gracias a los best-seller. La mayoría de los libros publicados generan menos plata que la que cuesta publicarlos. Son aquellos que venden cantidades descomunales de ejemplares los que permiten que la rueda de publicaciones, buscando al próximo exitoso, gire sin cesar. Para decirlo groseramente: es Stephen King el que permite que una editorial importante publique una ópera prima que probablemente venda algunos pocos centenares de ejemplares. Si alguien se va a quejar del 10 % que le corresponde al autor, lo honesto sería poner en la balanza que las editoriales no le cobran por cada vez que una edición provoca pérdidas.
A algunos escritores de izquierda les gusta esa narrativa en la cual se describen a sí mismos como jornaleros explotados, generando plusvalía (sí, Saccomanno usó esa palabra en el discurso) para el capitalista. Lo cierto es que es muy difícil vivir de la escritura en cualquier país en general: para que eso sea sustentable se necesita que mucha gente esté interesada en lo que uno escribe y eso, necesariamente, se aplica a unos pocos que, por buenas o malas razones, llegaron al gran público. Esa dificultad se hace más evidente en Argentina, un país quebrado, con la economía fundida y con urgencias que ponen a la lectura en un lugar muy alejado de las prioridades.
Aun así, en nuestro país se ha desarrollado una industria del libro al costado de las grandes casas editoriales. El cruel capitalismo, en su desorden creativo que Marx supo celebrar, generó las condiciones para que editar un libro no sea un sueño imposible y así hayan florecido decenas de emprendimientos pequeños, pero increíblemente fértiles. Imprentas que no requieren grandes tiradas para que el costo por ejemplar no sea prohibitivo, más la digitalización de todo el proceso previo a la imprenta, han hecho que la publicación sea accesible para una empresa pequeña. Saccomanno no describió en su discurso a ese sector tan dinámico de la industria del libro que, mes a mes, saca no solo ediciones nuevas de autores no especialmente populares o directamente nóveles, más la traducción de autores extranjeros no publicados previamente, sino que lo hace con un cuidado y un sentido estético que las grandes editoriales no están en condiciones de asegurar. Seguramente las editoras independientes tienen sus dificultades específicas en este país ruinoso, pero no fue por el discurso de Saccomanno que nos enteramos.
Por último, se habló de la valentía de Saccomanno al decir “verdades incómodas” en un ámbito adverso. Nada de eso es cierto. El discurso impreciso, poco documentado y con un tono abiertamente opuesto al comercio, goza de mucho prestigio entre sus pares y tiene la aquiescencia condescendiente de todos los miembros de la industria. Algo verdaderamente valiente habría sido denunciar que la ciudad invitada de esta edición de la Feria era La Habana, sede de la dictadura más añeja de América Latina, un régimen que ha hecho de la falta de libertad de sus escritores una decisión que lleva más de sesenta años y que no se ha modificado. A esta altura, las condiciones de precariedad en que trabajan los escritores cubanos no amparados por el régimen (similares a las de todos los habitantes de la isla) no es una versión dudosa proveniente de los excesos propagandísticos de la Guerra Fría: es un hecho sabido y constatado. En caso de que algún distraído histórico quedara con algún tipo de dudas al respecto, no habría sido por el discurso de Saccomanno que se hubiera enterado.