El inefable diamante de la juventud
En los años lejanos de la primera infancia, pasar de los hermosos libros de la editorial Sigmar, profusamente ilustrados y coloridos, a los compactos volúmenes de la colección Robin Hood (texto abigarrado para el ojo niño, escasa concesión al alivio del dibujo) suponía acceder a una cierta mayoría de edad como lector. Además, los suculentos libritos amarillos, no bien abiertos, regalaban una postal del paraíso. En la retiración de la portada y la primera página se desplegaba -en blanco y sepia- una escena de perfecta placidez hogareña, en la que una mujer joven y bonita (¿la mamá?), cómodamente instalada en el que imaginábamos su sillón preferido, disfrutaba junto a sus cuatro hijos la variedad de títulos (para todas las edades, parecía querer promocionar la editorial Acme sus productos) que cada uno era libre de tomar con entusiasmo de la surtida biblioteca familiar.
La imagen, además, prenunciaba un delicioso contraste con lo que nos aguardaba a la vuelta de la hoja. Una burbuja cálida y protectora desde la que podríamos zambullirnos, ávidos de emociones fuertes, en mares borrascosos, junglas peligrosas, castillos tenebrosos y melodramas lacrimógenos, según tocara la historia del día. Era la maravilla de soltar amarras rumbo a la aventura. Y ahora, mucho tiempo después, algo de aquella felicidad límpida vuelve al cuerpo con las páginas de El diamante de Moonfleet.
Ya hemos mencionado aquí que la novela de John Meade Falkner inauguró la flamante editorial Zenda Aventuras. Lo que no se ha dicho es qué encontrará en ella quien se le acerque por primera vez. La acción transcurre en 1757, en el pueblo imaginario de Moonfleet, hervidero de contrabandistas próximo al Canal de la Mancha. El narrador es el protagonista, John Trenchard, que cuenta, ya adulto, los extraños sucesos que le tocó vivir cuando apenas era un adolescente de 15 años. Conveniente a la empatía necesaria con el lector, John es un muchacho solitario e incomprendido; ha quedado huérfano y al cuidado de una tía hosca y rígidamente moralista, que en la inquietud y curiosidad del joven solo ve la torva herencia espiritual de su padre estraperlista.
Como no podía ser de otro modo, hay desde el comienzo un malvado odioso, que hace un uso hipócrita de la ley para cometer un crimen imperdonable, un sacristán bonachón que vive y deja vivir, una niña de la que enamorarse y, sobre todo, el enorme Elzevir Block, hombre de mar y ética propia, personaje inolvidable, duro y tierno a su pesar, que de a poco adoptará a John como el hijo cuya vida le fue arrebatada vilmente. Hay, también (no podía faltar), la leyenda de un tesoro oculto: el diamante que da título a la versión en castellano del libro, y que habría pertenecido a Barbanegra, el último de los Mohune, clan de poderosos y guerreros que desde siempre dominó el pueblo y cuyos miembros descansan (poco, en verdad) apilados en una cripta ominosa.
Una violenta tempestad y un peligroso malentendido terminan de torcer por completo la trayectoria vital del viejo marino y su joven discípulo. John vive obsesionado con la idea de encontrar el diamante, pero solo lo quiere para hacer realidad las fantasías de cualquier chico de buen corazón y flaco bolsillo: ayudar al bondadoso cura párroco, comprarle un barco nuevo al díscolo sacristán, regalarle un vestido de seda a su amarga tía y, por supuesto, enamorar con su brillo a la chica de sus sueños.
El viaje iniciático que el muchacho emprenderá en compañía del viejo traerá todo tipo de vicisitudes y también de inesperadas riquezas, de esas que no siempre son materiales y que suelen llegar por caminos tortuosos. Un tesoro de abundancia que también hará rico al lector, bendecido con la ilusión de recuperar, al menos durante lo que dura una novela, el inefable diamante de la juventud.