El inconfesable encanto de ser un perfecto impostor
Cuando se descubrió que era falso el relato de cáncer y resiliencia del chileno Rodrigo Rojas Vade, se sumó otro nombre a la larga lista de fabuladores que a lo largo de la historia se empeñaron en ser otros
- 9 minutos de lectura'
No fueron tan cortas las patas de la mentira que sostuvo por dos años Rodrigo Rojas Vade, unos de los líderes más sonados de las revueltas chilenas de 2019, cuando devino sinónimo de bríos y resiliencia por enfrentar a los Carabineros, poniendo el cuerpo –averiado, intervenido con catéter a causa de una declarada leucemia– para denunciar los altos costos de la sanidad. Uno de los tantos reclamos de aquellas manifestaciones masivas, que decantaron en la formación de la Lista del Pueblo. El pasado mayo, esta agrupación fundada por los referentes de las protestas fue la tercera fuerza más votada para redactar una nueva Constitución en el país vecino. Elegido vicepresidente constituyente, el Pelao Vade –como le dicen– debió renunciar recientemente al cargo tras revelarse que… jamás tuvo cáncer. Un fraude que ha consternado a la sociedad chilena, aún patidifusa por el engaño ramificado de un hombre que contaba con pelos y señales –en entrevistas, en su blog, en sus redes sociales– su imaginario padecer, sobre el que cimentó una carrera exitosa como rostro visible de la renovación política.
“El impostor usurpa una identidad e inventa una historia que no es suya hasta creer, ocasionalmente, esa mentira”, dice el filósofo francés Jean-Bertrand Pontalis respecto de una figura tan cautivante sobre la que mucho se ha indagado, teorizando algunos expertos que un embaucador de alto calibre acaso sea: un psicópata, un narcisista, una mente maquiavélica, alguien con sed de aventura o, por qué no, con una necesidad imperiosa de cariño y reverencia. Apenas algunas hipótesis en torno de estos actores, para los que el mundo efectivamente es ese escenario del que hablaba Jacques, el melancólico en Como Gustéis. Aducen ciertos psicólogos que sus historias fascinan tanto al público porque llevan al extremo lo que, en pequeña escala, todos practican: el arte de las apariencias. Y es que, siguiendo la etimológica, en su origen latín la misma palabra “persona” significa máscara.
Cómo no dejarse atrapar por el subyugante romance que recreó Cronenberg en el film M. Butterfly, basado en la increíble pero verídica relación del cantante de ópera chino Shi Pei Pu, a la sazón espía, con el diplomático francés Bernard Boursicot. Shi convenció durante más de 20 años a su amante de que era poco menos que una geisha, apelando a recursos excesivos como fingir embarazo y parto… Cómo no sonreír con indulgencia frente a la picardía del jubilado parisino Claude Khazizian, otrora vendedor de lotería, que solía colarse en celebraciones políticas pretendiendo ser el embajador de Armenia ante la ONU, y llegando a salir en foto histórica con sus mejores galas: detrás de Chirac y Mitterrand en la cumbre por el 50 aniversario del fin de la Segunda Guerra.
En los años ochenta, el futbolista brasileño Carlos Henrique Raposo pasó de equipo en equipo en renombradas ligas de su país, de México, de Estados Unidos, de Europa, estableciéndose como deportista de elite, aunque no se le diera nada bien la pelota: simulaba lesiones hasta conseguir nuevos contratos, triquiñuela que sostuvo por dos décadas. El dúo pop Milli Vanilli amasó popularidad y premios, como el Grammy Revelación de 1990, para conocerse más tarde que todo era una pantomima; los bonitillos no cantaban, solo se limitaban a gesticular.
Unos niños de pecho en comparación al fabulador Enric Marco, tenido por “el Picasso de la impostura”. Entrado en sus cinco décadas, el hombre –que este año cumplió 100 añitos– se inventó un pasado épico como heroico combatiente republicano, víctima del Holocausto y militante antifranquista. En verdad, había sido un mecánico de taller con vida promedio y niñez triste, hijo de una mujer maltratada y esquizo. La red de patrañas que Marco tejió durante más de 30 años ciertamente rindió frutos: sin chapa alguna (salvo las imaginarias) fue líder sindical anarquista y presidente de la Amical de Mauthausen, entidad que agrupa a supervivientes españoles de los campos de concentración nazis. Además de ofrecer incontables entrevistas y discursos, recibió la Creu de Sant Jordi, máxima condecoración civil que otorga la Generalitat de Cataluña. Que devolvió nada más ser desenmascarado en 2005 por el historiador Benito Bermejo. “Mentí para resaltar la verdad, ¿debo pedir perdón por eso?”, profirió el defensor de causas justas (que tomaba prestadas sin pedir permiso). Desanda los periplos de este falsario la celebrada novela sin ficción El impostor (2014), del escritor y periodista extremeño Javier Cercas, que encontró en su estrambótica historia una oportunidad dorada para “hablar de la angustiosa necesidad de ser aceptados y admirados, de cómo todos somos novelistas de nuestras biografías”.
Fascinación morbosa
Ningún impostor ha sido capaz de producir escalofríos de igual manera que Jean-Claude Romand, cuyo espeluznante caso despertó fascinación morbosa en el público amén de la consagratoria novela non-fiction de Emmanuel Carrère, El adversario (2000), luego llevada al cine en forma admirable por la directora Nicole Garcia. Nadie sospechó que Jean-Claude mentía al decirse prestigioso galeno con importante cargo en la OMS. Maletín en mano, empero, cada mañana vagabundeaba hacia ninguna parte: por rutas, bosques, estacionamientos, valiéndose de estafas a parientes y amigos, alegando inversiones fallidas en Suiza, para mantener a su esposa y dos hijos. Acorralado por las deudas y temeroso de que se desbaratara la fachada que había montado desde los juveniles 19, perpetró lo atroz en enero del ‘93: tomó un palo de amasar y golpeó a su mujer hasta dejarla sin vida; con un rifle, les disparó a sus párvulos de 7 y 5 años. Tomó varias balas y viajó a casa de sus padres, asesinándolos a sangre fría tras una cena apacible. Pausó el reguero de sangre para visitar a su amante. Y al día siguiente, ingirió una cantidad obscena de barbitúricos y prendió fuego a su casa de Prévessin-Moëns, esperando la muerte. No ardió como pretendía, salvado por los bomberos de las llamas. Le tocó prisión perpetua, achicada la pena en 26 años. Ahora Romand vive entre rezos en una abadía benedictina en el centro de Francia.
En clave más ligera, un turbante y un idioma de fantasía fueron suficientes para que, en 1817, toda Inglaterra le creyera a Mary Baker, que aseguraba ser la princesa Caraboo, aristócrata de Javasu, una isla de mentirillas. La encontraron errando a la vera de la costa de Bristol, farfullando en lengua inventada; gracias a un traductor/secuaz, confiaron en su palabra: que había sido secuestrada por piratas, que había escapado a nado después de saltar del barco. Una imagen suya impresa por la prensa desbarató la torre de naipes: la reconoció una vecina de Devon, que expuso el engaño. Ni sangre azul ni qué ocho cuartos, Baker se ganaba el pan limpiando casas, hija de un zapatero pobre. Con el tiempo, los locales no le tendrían en cuenta la estafa, reconociendo que les había salpimentado la monocorde rutina durante algunos meses con sus excentricidades. Hoy una placa la recuerda en el número 11 de Princess Street, apropiada dirección donde pasó sus últimos años.
Aún más rocambolesca fue la superchería de George Psalmanazar que, en el siglo XVIII, convenció a intelectuales londinenses de que algunos jesuitas lo habían raptado de la isla de Formosa (Taiwán). La biografía del falso asiático –que era rubio, tenía ojos azules y habría nacido en Francia– está plagada de detalles delirantes; por ejemplo, embucharse carne cruda con cardamomo, costumbre proveniente de su patria ficticia. Jamás había pisado Oriente, pero lo que le faltaba en kilometraje lo compensaba en imaginación. En su best seller Descripción histórica y geográfica de la isla de Formosa, de 1704, trazó hábitos gastronómicos y ropajes típicos, un alfabeto y un sistema numérico de su supuesta tierra de origen.
Habrá quien piense que en la actualidad sería prácticamente imposible adjudicarse raza ajena, a lo Psalmanazar. Error. Hace solo 6 años, quedó al descubierto que Rachel Dolezal llevaba años logrando ese imposible. Reputada activista por los derechos civiles, profesora de estudios africanos, presidenta de la organización NAACP en Washington, la proclamada afronorteamericana no era tal: sus padres destaparon la olla, subrayando que por su ADN corría sangre checa y germana. También sacaron a relucir fotos de juventud donde se la veía blonda natural, un look muy distinto al que adoptaría más tarde, de cabellera morena y rizada, oscurecida su piel unos cuantos tonos. Lejos de disculparse en las decenas de interviús que dio en la TV, aseguró que se autopercibía negra, sacó la autobiografía Full Color y adoptó el nombre nigeriano Nkechi Amare Diallo.
En materia de reinvención, pocos más duchos que el estadounidense Ferdinand Demara, que pasó por tantas personalidades como profesiones, ocasionalmente apelando a una muerte fingida para resetear nombre y biografía. Fue monje, carcelero, psicólogo, camillero, maestro; también cirujano en los años 50, llegando incluso a operar con éxito tras hojear velozmente manuales médicos. Precisamente por su hazaña con el bisturí durante la Guerra de Corea, alistado como médico en la Marina, su rostro llegó a los periódicos, lo reconocieron y terminó saliendo a la superficie su largo historial de artimañas. Aún así logró conjurar otras ficciones hasta que la fama involuntaria –por una portada en revista Life y, más tarde, por el film El gran impostor, de Robert Mulligan, inspirado en su vida– lo obligó a frustrar la vocación camaleónica.
A raíz del 20° aniversario del atentado a las Torres Gemelas, ha vuelto a reflotar otra historia de esta guisa, la de Tania Head que, ávida de atención y flashes, solía narrar con dramatismo su dantesco salvataje de la Torre Sur. La epopeya la llevó a trabar amistad con otros sobrevivientes y se convirtió en presidenta de la Asociación de Víctimas del 11-S. Mucho después, en 2007, el New York Times notó que ciertos detalles no cuadraban y desentrañó que Tania… jamás había trabajado en el World Trade Center, no tenía un novio muerto en la Torre Norte, tampoco había estudiado en Harvard. Ni siquiera estaba en Estados Unidos en ese momento, sino en Barcelona, su ciudad de origen. Su nombre real era Alicia Esteve, y si acarreaba una minusvalía en un brazo era por un accidente automovilístico, de vieja data.