El incendio de los libros
Aquellos maravillosos escritores abrieron nuestra mente al mundo de las emociones y amores atravesados
"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo". Estas son las tres primeras líneas de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez.
El libro, editado en junio de 1967 en Buenos Aires, fue sin duda el más brillante del boom sudamericano. Aunque hay que mencionar una obra anterior , Rayuela, de Julio Cortázar, publicado en España en 1963, en una vena más urbana, bohemia y hasta beatnik, que estaba un poco lejos de los llanos, las selvas, los monos y las lluvias de Aracataca.
Esos libros marcaron a nuestra generación. Tal vez podríamos acompañarlos en el recuerdo de una adolescencia con acné y sueños húmedos, con un disco simple: Twist y Gritos, de Los Beatles.
Éramos chiquilines de colegio. Íbamos a nuestro primer empleo, o al cole y leíamos Rayuela o Cien años en el colectivo o en un banco de plaza
Éramos chiquilines de colegio. Íbamos a nuestro primer empleo, o al cole y leíamos Rayuela o Cien años en el colectivo, en el subte, en un banco de plaza. Aquellos maravillosos escritores abrieron nuestra mente al mundo de las emociones, las experiencias raras, los amores atravesados, los perdidos de la noche. Cada chica soñaba con ser La Maga (una uruguaya de nombre Lucía, que cuidaba en París a su bebe Rocamadour) y cada muchacho se creía Horacio Olivera, el chiflado aventurero argento de las orillas del Sena. Eventual propietario de un pequeño manicomio en Villa Devoto, Buenos Aires.
Este era el mundo de una juventud de clase media que conocía los libros. En efecto: cuando chicos tuvimos pocos juguetes, básicamente una pelota de fútbol para nosotros y una muñeca para ellas. No había televisión, ni playstation ni tablets ni celulares. En las interminables tardes de lluvia o invierno, tras un solo turno en el cole, no teníamos más remedio que recurrir a la biblioteca de casa. Siempre estaba ahí: grande o chica, según el nivel cultural de nuestros padres. Por lo común, había en ese modesto mueble una colección del Tesoro de la Juventud, o al menos cinco, diez, veinte tomos de aquel prodigio de información universal sin ideología, sin agresión. Los varones disponíamos de la magnífica colección Robin Hood, de tapas amarillas, donde se agrupaban Emilio Salgari, Julio Verne, Mark Twain, Roy Rockwood. Las niñas se abismaban en Mujercitas de Luisa May Alcott, que luego se prolongaría en Jane Eyre de Charlotte Bronté, y en los inevitables libritos de Corín Tellado.
Al llegar a los 16 años, pues, estábamos preparados para El Libro. A veces hacíamos un escalón en la historieta, que tuvo en la Argentina de los años 60 un florecimiento espléndido. Las revistas Hora Cero y Frontera, los dibujos de Hugo Pratt, los guiones de H.G. Oesterheld, las creaciones de Arancio, Solano López (¡El Eternauta!) Moliterni y otros cien grandes artistas, hoy radicados en España, los Estados Unidos y Francia, nos elevaron a un nuevo plano de imaginación.
En las interminables tardes de lluvia o invierno, tras un solo turno en el cole, no teníamos más remedio que recurrir a la biblioteca de casa
Como mínimo, todo hogar de clase media poseía un pequeño Larousse Ilustrado, una Sopena en cuatro tomos, un Atlas con mapas de todo el mundo. Y nuestros ojos ávidos recorrían aquellos caminos exóticos: la Ruta de la Seda, el cruce del Atlántico de Ciudad del Cabo a Buenos Aires que navegara Home Popham con William Beresford, ciudades fascinantes como Tobruk, Tánger, Nairobi, Oslo, Seattle. Nunca habíamos estado allí, pero nuestra imaginación volaba sobre los mapas y las palabras. ¡Cuántas tardes de lluvia hemos pasado leyendo, sencillamente, un diccionario, de la A hasta la Z!
En aquellos años de adolescencia se publicó también la obra de Ray Bradbury, empezando por Crónicas Marcianas y siguiendo por El Hombre Ilustrado. Después, vinieron otros títulos del gran autor americano, con mención especial para Fahrenheit 451. En esta obra se traza la caricatura de un repulsivo mundo futuro, donde los libros serían quemados, a la manera nazi o al modo de la Inquisición. El título contiene, precisamente, esa referencia: Fahrenheit 451 es la temperatura a la cual arde el papel y se consumen las obras de la cultura universal, de Gutemberg en adelante. Para los jóvenes de hoy, Fahrenheit es una marca de colonia. Se ignora, comúnmente, que los períodos más negros de la historia humana estuvieron signados por la quema de libros. ¡Y eso que pertenecemos a las religiones del Libro, el judaísmo, el cristianismo y el Islam!
De cualquier modo, aquel tiempo pasó. Se fueron cerrando las librerías y las salas de cine, desaparecieron los films de Antonioni, Visconti, Resnais, Truffaut, Kurosawa, Bergmann , Dino Risi, Federico Fellini, dejando lugar a innumerables sagas de superhéroes de pacotilla. Las salas de hoy tienen lugar para mil adolescentes, todos ellos capaces de masticar un balde completo de popcorn, y ajenos al libro. Nunca leyeron uno.
No fue necesario quemarlos en una hoguera. Alcanzó con el auge de la cultura populista del capitalismo, donde a cada cual se le proporciona su alcaloide, su anfetamina, su analgésico. La música de Los Beatles fue reemplazada por el chim pún de innumerables grupos de analfabetos. Ya no se baila con swing, sino que se brinca hasta aturdirse, en busca del golpe final, en un incomprensible pogo.
Las salas de hoy tienen lugar para mil adolescentes, todos ellos capaces de masticar un balde completo de popcorn, y ajenos al libro
El 60 por ciento de los estudiantes argentinos no entiende lo que lee, si es que lee. No obstante, muchos se anotan en los foros de Internet, donde descargan lluvias de insultos y palabrotas contra cualquiera. Impunemente, ya que están protegidos por el anonimato de nuestro tiempo. Ellos son "la gente".
En este contexto, no llama la atención que, al escuchar la radio y mirar la tele (o sólo con leer las revistas de actualidad) uno se encuentre con estas expresiones: "Llega el fin de semana...¡Bueno, disfrútenlón!"..."Esto es seguro, pongalén la firma, yo se los digo"... "Y ahora se enfrenta el Barcelona, y es la primer vez...". No tiene sentido tirarse de los pelos. Obvio: Yo se los digo es una aberración castellana. Yo digo algo, es decir lo digo. Os lo digo a vosotros, es decir yo se lo digo. La primera vez, la segunda vez, la tercera vez: todas las veces son femeninas, hasta la última vez. En cambio, el primer tiempo ha perdido la "o" de primero por una razón eufónica, ya que también podría decirse "el tiempo primero".
Es indudable: a nuestros hijos y nietos les falta cole, señorita maestra, profesor de Historia, de Lenguaje, de Física. Les falta la hondura del libro, eso que ahora quieren reemplazar por una tablet de utilería: no he conocido a nadie que lea a Charles Bukowsky o Ricardo Güiraldes en un e-book. Sencillamente, ese fenómeno es como los dragones o los centauros: muy bonito, pero no existe.
No creemos que todo tiempo pasado haya sido mejor, porque en el pasado están la erisipela, la escarlatina, la lepra, la viruela, la polio, la inquisición, las muelas arrancadas sin anestesia, los santos inmolados en la hoguera, la guillotina, la revolución comunista de 1917 y sus sangrientas secuelas. O sea: todo tiempo pasado no fue mejor. Qué va. Pero aquella adolescencia nuestra de calles libres y bibliotecas caseras, sin duda, fue mucho mejor que esta juventud iletrada. Con el odio de los ignorantes, que podemos sentir en los foros de Internet: cataratas de insultos, obscenidades y amenazas lanzadas desde el anonimato. Un perfecto pronóstico del "hitlerismo".