El improbable amor del alemán y la riojana
Un romance que no prosperó habla de un país que, en la primera mitad del siglo XIX, se forjó a partir de la atracción y el rechazo de lo diferente
Siempre habrá habido padres poco amigables, capaces de esgrimir los motivos más antojadizos para denegar la mano de una hija, en los tiempos donde aún ejercían esa potestad. Pero alegar contra el color de ojos del candidato matrimonial parece batir el récord de lo asombroso: "¡Jamás daré mi hija a un hereje que no tiene marca y que se parece en los ojos a un caballo ?Quitilipe'!", cuenta Guillermo Dávila (1870) que arguyó el padre en cuestión.
El pretendiente era un ingeniero alemán de familia hidalga: Carlos von Phforner (o Pförtner); la pretendida, una belleza criolla, probablemente morocha y de ojos oscuros, ya que los ojos "quitilipe" del aspirante le resultaban a su padre tan desagradables. Aunque aquí no se trataba solo de estética y ni siquiera de racismo. No es que faltasen en La Rioja notorios varones de ojos azules, desde el general Tomás Brizuela (apodado por eso "el zarco") hasta el mismísimo Chacho Peñaloza. El suegro disconforme, propietario rural sin veleidades de poeta, demostraba, sin embargo, buen instinto para los símiles. Los "ojos de caballo Quitilipe" definían breve y acertadamente toda una trama de inaceptables minusvalías y extrañezas.
Al asociar a Carlos von Phforner con un caballo albino, el padre de la novia estaba arrojándole un cóctel Molotov de menosprecio cultural. La buena prensa de los caballos blancos, tan fértil en los cuentos de hadas, los filmes y las iconografías escolares, se estrella contra los valores prácticos gauchescos. Según nos instruye Manuel Solanet, los caballos criollos de ese color deben su apodo de "quitilipes" a la denominación catamarqueña de un ave parecida al búho. Inadaptados al medio donde deben moverse para los trabajos rurales, tienen escasa resistencia al sol, son siesteros y cegatones; tropiezan fácilmente bajo los efectos de la luz intensa. Su mejor momento, como ocurre con los pájaros noctámbulos, empieza al atardecer.
Así, como un búho o un caballo "quitilipe" a mediodía, perdido en los vericuetos de una lengua ajena, sospechoso de hereje para los paisanos (aunque parece haber sido católico, no reformista), mareado por los violentos cambios en la política local, debió de andar el alemán desde que pisó la provincia (o el país). Iba a los tumbos, entredormido, y nada le salía según sus planes.
Phforner había sido contratado por la Provinces of Rio de la Plata Mining Association como capitán de mineros para las explotaciones que esta empresa pensaba realizar en territorio argentino, particularmente en Uspallata, Famatina y San Luis. Para cuando llegó a destino junto con su gente, a fines de 1825, todo el proyecto ya era un fracaso. El inglés Francis Bond Head, comisionado de la Rio de la Plata Mining, que se hallaba desde julio en el país, lo había dado por irrealizable al toparse con un complejo horizonte político, bastante distinto del que esperaba. Bernardino Rivadavia se había extralimitado prometiendo concesiones que la mayoría de las provincias en cuyos territorios se encontraban las minas, no estaban dispuestas a otorgar. En cuanto a Famatina (el destino pensado para los mineros alemanes), ya tenía su propia empresa autóctona: la Compañía de Minas de Famatina, también con participación de capitales ingleses y con una gemela en Londres (la Famatina Mining Company).
Sin haber clavado un pico, Pfhorner y los suyos fueron licenciados e indemnizados por Bond. No se quedarían mucho tiempo ociosos: la compañía local, titular de los derechos, estaba dispuesta a llevárselos a tierras riojanas, donde nada sería fácil. Iban a sumergirse en el hervidero de un país in the making, asediado por una guerra con el Brasil, que causaba todo tipo de pérdidas, humanas y comerciales, y por la guerra civil entre federales y unitarios. Como si esto fuera poco, los socios transatlánticos de la Famatina Mining dejaron de aportar capital. Phforner recibió la orden de despedir a parte de sus connacionales (que pleitearían, sin éxito, contra la Famatina). Los trabajos, que habían avanzado muy poco, se detuvieron hacia fin de 1827.
Aunque, como otros colegas, pudo haberse ido a Chile, donde sus títulos mineros hubiesen sido apreciados y bien retribuidos, Phforner, al parecer por amor, se quedó en La Rioja, que poco valoraba su linaje nobiliario y mucho menos sus ojos quitilipe de visión nocturna. Tal vez este último defecto hubiese pasado inadvertido, de haber sido bien acompañado por razones de pesos. O, como señala Dávila, de "marca". En efecto, el ingeniero alemán contaba con un alto capital simbólico de saberes, pero carecía de hacienda. "¿Cuántas mulas, cuántas vacas tiene su gringo prometido?", habría dicho al personero del alemán el suegro hostil. Quizá, si es que se trata de la misma persona, el padre exigente no era tan energúmeno como aquí se cuenta, aunque tuviera sus dudas: en el archivo del General Quiroga se conserva una carta muy ceremoniosa de Don Benito de Villafaña pidiéndole consejo al caudillo sobre el pedido de mano de su hija realizado por "Don Carlos".
Siguiendo a Dávila, el alemán compró una estancia en Guaco y se aplicó al crecimiento y la multiplicación de su ganado. El experimento pecuario ya estaba dando frutos cuando la guerra, en forma de confiscación de animales para abastecer a las tropas, derrumbó sus esperanzas de fortuna. Aquí relatos diversos proponen episodios tan dramáticos y emocionantes como incomprobables. Dávila conjetura que el ingeniero convertido en hacendado pudo haberse presentado ante Quiroga mismo para retarlo a duelo por daños y perjuicios. Que tal vez se batieron y que Facundo, como homenaje al valor, le perdonó la vida. O que no fue necesario: Quiroga habría sabido escuchar a su retador temerario sin encolerizarse. El ingeniero Courtois ya da por degollado a Pfhorner mucho antes, sin haberle concedido siquiera la oportunidad de trabajar en Famatina.
En muchos sentidos la historia de Pfhorner, que descubrí, anotada al pie, en la biografía de Juan Facundo Quiroga escrita por David Peña, es un caso testigo de cómo la perspectiva de los narradores, según sus antipatías o simpatías políticas y su visión cultural, construye los que llamamos "hechos". ¿Fue verdaderamente acosado, confiscado y hasta mandado ejecutar por el Tigre de los Llanos, según asienta Courtois, y finalmente también Dávila? ¿Siguió vivo, e incluso fue deudor de un préstamo concedido por el brigadier general, según prefiere David Peña? Una carta respetuosa y cortés de von Phforner a Quiroga, datada el 15 de enero de 1829, testimonia de manera fehaciente que no solo continuaba con vida, sino que le adeudaba dinero al caudillo, ante quien se disculpa por no poder saldar aún sus obligaciones, sabiendo su necesidad de recursos para la guerra. Sin embargo, a los pocos meses, el 21 de julio, una partida de defunción atestigua que Phorner "murió en el campo de su estancia de Guaco, preso por la justicia, haciendo resistencia en su defensa".
Un amor no se define por su final (menos aún, si es involuntario) sino por sus condiciones de posibilidad, por lo que lo llevó a existir. También en este aspecto la historia de Carlos von Phforner es un caso testigo. Los enamorados provenían de mundos étnicos y culturales muy dispares. Su mutuo exotismo, sus distancias, los atrajeron sin duda mucho más que el rutinario monólogo de los seres homogéneos.
Los amores del alemán y la riojana terminaron inspirándome un libro entero: Amores insólitos de nuestra historia, publicado el año pasado por tercera vez. Allí se entrelazan romances marcados por las asimetrías, la dificultad, la transgresión de diversos tipos y, en general, por la incomprensión de su contexto. Ya se tratara de personajes conspicuos o escasamente conocidos, en algún momento de sus vidas todos apostaron, con mayor o menor éxito, al diálogo y a la intersección de lo distinto y lo distante. Sería la marca de fábrica de un país destinado a forjarse como las metáforas vanguardistas: uniendo con audacia sorprendente términos en apariencia incompatibles.