El humanismo, una “telecomunicación fundadora de amistad”
Hannah Arendt y Peter Sloterdijk: ambos creen que los clásicos tienen mucho para decirnos; los libros son “cartas escritas para amigos desconocidos”, aun aquellos por nacer
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Hannah Arendt puede, con todo rigor, ser reconocida como la teórica de la praxis más prominente del siglo XX. Cierto es que cuando los hombres se asocian para lograr sus objetivos, generan poder y son capaces de suscitar cambios inesperados, pero nadie percibió esto con la claridad de Arendt. Estudiosa de los regímenes de Hitler y Stalin, la discípula de Karl Jaspers los concibió como esencialmente distintos de todas las formas corrompidas, denunciadas como desviaciones de las constituciones puras, desde los inicios de la reflexión sobre la política. Si los totalitarismos producen seres humanos superfluos, descartables o infinitamente moldeables en conformidad con las leyes raciales o históricas, es porque han logrado extirpar de raíz lo que nos hace humanos: la libertad, la comunicación y la capacidad de actuar mancomunadamente. La posibilidad de generar un hombre nuevo a imagen y semejanza de un patrón ideal, cuya multiplicación produce arios u obreros proletarios con la misma naturalidad con que un carpintero produce sillas, es el tópico totalitario que reorientó sus bríos intelectuales. Desde el 33, la joven Hannah abandonó las filas de la filosofía y la teología y se entregó de lleno a la teoría política.
Como asevera Peter Sloterdijk en Reglas para el Parque Humano, las estrategias para la generación de lo humano son tan viejas como el humanismo, pero la novedad que trajo consigo el siglo XX es haber pervertido la tradicional humanitas en el horror de las “antropotécnicas”. Una versión corrompida del humanismo, política, tecnológica y programática, que produce una manufactura del hombre como hechura susceptible de reproducción automática.
Sloterdijk, un maestro de la sospecha del siglo XX, corre el velo afable del humanismo tradicional y desoculta un panorama inquietante. La tarea de volvernos humanos mediante la paideia griega o la cultura animae latina siempre se presentó como un asunto binario donde la humanización se opone, resiste y domestica el salvajismo, la barbarie, el desenfreno o los impulsos desinhibitorios del “dominio feroz o del consumo bestial”. La humanización que produce cultura ha poblado los mitos y relatos antiguos que sugieren, como dice Sloterdijk, que “la lectura correcta domestica”. No porque ofrezca un instructivo sobre lo que tenemos que hacer, sino porque activa la imaginación y nos conduce a pensar. Sin imaginación no hay pensamiento. Al comprender una obra, nos comprendemos a nosotros mismos. Se trata de un proceso de formación.
Tanto Arendt como Sloterdijk creen que los clásicos aún tienen mucho para decirnos. Los libros son “cartas escritas para amigos desconocidos”, incluso para los no nacidos. El humanismo es una suerte de “telecomunicación fundadora de amistad” en torno a un “principio aristocrático de asociación”. Así entendido, se presenta como una gran sociedad literaria y epistolar fundada en la comunicación, cuyos “remitentes” y “destinatarios” traban una amistad a la distancia, que atraviesa tiempo y espacio. La vieja humanitas “lanza una seducción a la lejanía […] con el objetivo de comprometer como tal al amigo desconocido, y moverlo al ingreso en el círculo de amistades”.
Para Arendt, la humanitas refiere “una sensibilidad entrenada” para admirar lo bello. Humanizar el mundo y crear cultura exigen la medida humana acerca de lo que juzgamos bello, noble, justo y valioso. La humanitas, en consecuencia, “cuida, preserva y admira” la herencia del pasado. Además, una mente cultivada sabe elegir “su compañía entre los hombres, entre las cosas y los pensamientos, tanto en el presente como en el futuro”. Sloterdijk agrega: “La filosofía recluta a sus adeptos, escribiendo de modo contagioso sobre el amor y la amistad. No se trata solo de un discurso sobre el amor a la sabiduría, sino también de conmover a otros y moverlos a este amor”. El origen de esta peculiar aristocracia epistolar sembradora de humanismo fue Grecia y Roma. Los regímenes totalitarios amenazaron con sustituirla por técnicas de fabricación humana.
Para ambos autores, es imprescindible activar la memoria de esa comunidad literaria, que hace presente la herencia que ilumina e inspira, hoy. Hannah Arendt propone volver a los clásicos y leer sus cartas como si hubieran sido escritas para nosotros. Confiada en sus lecciones, hizo de Aristóteles su propio contemporáneo y descubrió tesoros ocultos, que solo la luz de la experiencia política del siglo XX podía conceder.
Disoció la praxis del registro de la fabricación o de las manufacturas y la concibió en términos estrictamente políticos. Tanto la palabra como la acción conjunta pueden operar cambios deseables, activar la resistencia ante un régimen opresivo o corrupto e incluso fundar nuevos cuerpos políticos mediante pactos y promesas. Como Aristóteles, sustrajo todo elemento de violencia física o verbal del campo público y político. A diferencia del carpintero, que para producir la mesa ejerce violencia sobre una materia prima y plasma la idea de su mente, el buen ciudadano sabe que para lograr cambios depende enteramente de sus iguales. Por eso, resuelve discrepancias hablando, despacha el chicaneo estéril y es capaz de debatir; declina todo recurso a la bravuconada y al “apriete”, que solo revelan su incapacidad para el discurso razonado y, sobre todo, su irrecuperable falta de credibilidad. En política, no hay nada que “producir”. No nos movemos entre “cosas”, sino en un ámbito interpersonal. La acción siempre es plural y se apoya en la igualdad. En consecuencia, demanda la persuasión, la búsqueda de consensos y la generación de poder. Solo así se puede cambiar el rumbo.
Si bien es cierto que la violencia siempre ha sido la ultima ratio en política, recurrir a ella es moverse en un ámbito foráneo, donde la acción concertada no tiene cabida. Arendt defendió la igualdad y la libertad, pilares de las repúblicas, en las que los ciudadanos por “amor a la igualdad y a las leyes” pagan gustosos el tributo que exige la virtud: deponer la voluntad de dominar y de oprimir, para que cada uno goce de la misma cuota de poder que su vecino. Las bendiciones republicanas se esfuman cuando los privilegios de las oligarquías, la naturalización de la corrupción y de la violencia, en cualquiera de sus formas, se filtra en la praxis política y corroe su peculiar naturaleza, transformándola en una producción, cuya forma extrema registró en los totalitarismos.
Aun extraviadas en los “sótanos de la cultura”, esas cartas olvidadas podrían volver a humanizarnos como lecturas “instauradoras de la memoria” que resisten “la resaca de ebriedad y […] salvajismo”. Arendt revisitó la experiencia política de las antiguas ciudades-Estado griegas, cuna de la democracia y del gobierno mixto. Activó la memoria y descubrió un tesoro eclipsado por el paso del tiempo. De esas viejas amistades literarias heredamos la sabiduría que discierne entre el poder y la violencia; entre la acción plural y el esfuerzo conjunto, por un lado, y la voluntad de dominación, por otro. Volvamos a los clásicos.
Doctora en Ciencias Políticas, licenciada en Filosofía