El horrendo “efecto rebote” que sacude a la Argentina
Tenía doce años, excelentes notas y una conducta intachable, y era sobre todo un chico muy educado y querido en aquel colegio mixto de Valencia. “Formado en el respeto a las niñas y la igualdad, Pedro era de los que no pasan por alto un comentario supuestamente machista, una frase hecha, un lugar común –narra Arturo Pérez-Reverte, que es un espíritu ecuánime e independiente, y es además amigo de su padre–. Valoraba al otro sexo porque había sido educado para ello por sus padres y profesores. En esa materia era puntilloso, implacable como un gendarme prusiano. Sin embargo, llegó el día fatal”. Una niña de su edad, que había protagonizado ya varios incidentes con otros alumnos, sin que mediase acto previo ni provocación le propinó una cachetada en la calle, y Pedro se la devolvió. El episodio no pasó a mayores, y hubiera caído en el olvido, si no fuera porque los padres de la niña pusieron una denuncia en la escuela y se reunió el consejo directivo para analizar el asunto. A su turno, Pedro alegó: “Me pegó y le pegué sin pensarlo, es verdad. Nada más. Castigadme si lo hice mal, pero también ella lo hizo, y además me pegó primero. Así que castigadla también a ella. ¿No decís que los chicos y las chicas somos iguales?”. Luego de algunos cabildeos, la sentencia final fue contundente: suspendieron a Pedro una semana “por agredir a una compañera” y pusieron una nota negativa en su legajo; la niña fue absuelta. “Es injusto –les dijo Pedro a sus progenitores–. Me habéis estado engañando con eso de las chicas”. El amigo de Pérez-Reverte, que es un hombre cabal y moderno, está muy preocupado: “He notado algo y no me gusta. Ahora, cuando estamos viendo la televisión y hay una escena de reivindicación feminista, alguien defiende los derechos de la mujer o habla de la igualdad o algo parecido, no falla: cada vez, Pedrito, impasible el rostro, cambia de canal o se levanta y sale de la habitación con algún pretexto…Y a su madre y a mí nos llevan los diablos”.
La pequeña anécdota, narrada hace un tiempo por el autor de La isla de la mujer dormida, ocurrió en España, pero podría haber sucedido en cualquier país occidental, y sin duda en la Argentina, e ilustra y explica a la perfección cuantiosas encuestas donde se percibe que los varones jóvenes –educados bajo la apoteosis de la cultura woke– han encontrado en La Nueva Derecha quienes encarnen su rabia reprimida, su rebeldía y su revancha. Un votante tradicional de la centroizquierda, otro gran escritor español llamado Javier Cercas, le puso cifras al fenómeno mundial, reivindicó los adelantos en materia de igualdad que se hicieron durante estas dos décadas, pero recordó acertadamente lo que la historia enseña: “Toda revolución comete errores, incurre en excesos, perpetra abusos y padece sus pícaros y canallas; también muestra que son los propios revolucionarios quienes más interesados deben estar en evitarlos o denunciarlos”. No se detiene allí: “Toda denuncia falsa de acoso sexual o violencia machista es letal para el combate contra ambos”. Según el autor de Anatomía de un instante, los peores enemigos de las revoluciones han sido siempre los extremistas de la revolución o los oportunistas que se aprovechan de ella: en ese grupo anidan los más “grandes fabricantes de contrarrevolucionarios”.
La insolente imposición de un relato oficial blindado provocó algo peor que una lógica resistencia para recuperar el sentido común y evitar las desmesuras; creó lisa y llanamente un resentimiento social que va configurando una caricatura opuesta pero tan injusta y peligrosa como la que vino a combatir. Ahora los que patrullan y hostigan son los que fueron perseguidos y cancelados
Esa fábrica incesante, que abona el voto derechista, se suma a otros errores del progresismo, que obsesionado por las minorías perdió de vista los intereses de las grandes mayorías: mucha de la nueva y vieja clase trabajadora –los ciudadanos de a pie, el proletariado, los pobres– corren entonces a los brazos de sus antagonistas ideológicos. Una autocrítica honesta y despegada de la habitual “superioridad moral” del mundo progre debería incluir semejante paradoja economicista, pero este artículo no se concentra en ese plano –aquí la prédica machacante de esa deidad denominada Estado engendró con su reiterado fracaso el endiosamiento del mercado total–, sino de cómo la tiranía de lo políticamente correcto, la imposición de un lenguaje intrusivo (Birmajer dixit), el patrullaje disciplinador, las cancelaciones al arte o las delaciones a determinados “desobedientes”, el asfixiante adoctrinamiento escolar y televisivo, y la partidización de causas virtuosas generaron una réplica de contornos espantosos, una reacción desfachatada y retrógrada donde todo lo que estaba mal de pronto está bien y donde resulta divertida la tarea del nuevo iconoclasta: dinamitar lo que se veneraba hasta hace cinco minutos, para reimponer los antiguos y rancios prejuicios y costumbres que encima quieren hacer pasar por ideas novedosas y flamantes.
Ejemplos extremos de ese horrendo “efecto rebote” son la actual negación de cualquier feminismo, el desdén por el respeto a la diversidad sexual y la creciente homofobia, de la que se vanaglorian jocosamente algunos caciques de las Fuerzas del Cielo. Hay miles de comentarios contra la homosexualidad en las redes sociales e incluso en boca de algunos dirigentes, pero la escena más significativa tuvo lugar hace dos semanas en el Teatro Broadway, donde uno de los máximos referentes libertarios dijo: “El que se mueve es gay”. El cronista Matías Moreno, que estaba presente en esa sala llena donde también se encontraba –exultante– Santiago Caputo, narró así el momento: “Apenas termina la frase, las cámaras enfocan al público con un paneo. Todos sobreactúan una postura rígida. No vuela una mosca en el ambiente. Daniel Parisini y sus secuaces monitorean desde el escenario las expresiones. Ante el mínimo suspiro de un joven, el Gordo Dan echa una mirada enfática y se exaspera. Señala con el dedo índice a ese plateista: ‘¡Se movió! ¡Puto, puto, puto!’, grita. Y los fans aplauden a rabiar”.
La insolente imposición de un relato oficial blindado provocó algo peor que una lógica resistencia para recuperar el sentido común y evitar las desmesuras; creó lisa y llanamente un resentimiento social que va configurando una caricatura opuesta pero tan injusta y peligrosa como la que vino a combatir. Ahora los que patrullan y hostigan, y quizá pronto censurarán, son los que antes fueron perseguidos, agredidos y cancelados. Inquietante péndulo que no encuentra su justo medio, y que como una bola de demolición va rompiendo a un lado y a otro lado los frágiles edificios de la sensatez.