El hombre que renunció al paraíso
En El día que maté a mi padre, ahora reeditado, Jorge Sigal narra el doloroso abandono de las certezas y las falsas idealizaciones
Hay una sentencia que retrata a Jorge Sigal. Una idea que lo define como demócrata y pensador de lo político: "Todos combatimos con solo media verdad contra una mentira entera". La frase no es suya sino de Arthur Koestler. Pero El día que maté a mi padre (Sudamericana) prueba que es una convicción asumida por su autor. Quizás, la convicción que más le costó ganar y, a la vez, la decisiva. Sin ella, ese libro no hubiera podido ser escrito. Poco importa aquí si esta obra se inscribe o no entre aquellas a las que cabe llamar de ficción. El arte de escribir, en Sigal, desborda los géneros, los subordina a un propósito mayor y sabe sostenerse, con igual eficacia, en registros disímiles: la crónica, el ensayo, el encuadre teatral.
Sí importa, en cambio, en qué invierte el autor la versatilidad de su elocuencia. Qué destino argumental supo imprimirle Sigal a ese desvelo narrativo que lo impulsó a componer el retrato de una pesadilla de la que pudo, sin embargo, despertar. Un día, abrió los ojos y supo que ya no era un devoto de "las sagradas escrituras bolcheviques". En doscientas páginas desplegó la historia del ascenso y caída de una fe tal en la dictadura del proletariado que lo llevó a concebirla como herramienta redentora de la humanidad y configuró su vida como acatamiento a un mandato revolucionario.
Sin duda ese despertar no hubiera tenido lugar sin una íntima ineptitud para el culto de lo inequívoco. Sin un afortunado bicefalismo que facultó al protagonista que, dicho sea de paso, es el mismo escritor, para ver al unísono el anverso y el reverso de lo que se pretendía hacerle creer. Es ese bicefalismo, por lo demás, el que comparte, en escenas conmovedoras, con José Antonio, cercano y lúcido compañero de militancia. "Mitad sacerdote, mitad hereje", como el propio Sigal.
Salvadas todas las distancias que se quiera, su drama guarda con el de Sören Kierkegaard un llamativo parentesco: es el de dos hombres que lo hubieran dado todo para proceder como no pudieron. Y terminaron haciendo, de esa impotencia, la materia fecunda de una reflexión autocrítica y creadora que los reconfiguró como seres libres. Un logro, claro está, al que Sigal accedió a los tropezones, lenta, dolorosamente.
Tan apasionante como el relato de ese despertar es el de esa larga etapa previa consagrada a la subordinación incondicional a la palabra santa del dogma comunista. En él, ser y obedecer eran sinónimos. Lo eran pensar y creer. Lo personal y lo partidario, una sola y misma cosa.
"Tras la salida del Partido, de ese alejamiento que tuvo tanto de autoexpulsión", a Sigal no le aguardaba la exaltación del júbilo sino la melancolía, esa herida en la que lo perdido parece devorarnos por entero. Había dejado de ser un hombre del Partido para convertirse en un hombre partido. Al igual que a Caín, la tierra que le tocó habitar a partir de allí, fue la de los errantes. El suelo sin luz de los desterrados. Él no había matado a su hermano. Pero había matado a su padre. Con el derrumbe de su fe en el Partido, conoció por segunda vez el desamparo de la orfandad. Al primero, que nunca había dejado de sentir –el de la pérdida de su padre, ahogado en las aguas de un río cuando él no era más que un adolescente–, se añadía ahora el que le infligía la extinción de un credo que no se había sumado a su identidad sino que la había constituido. ¿Quién se es cuando ya no se es aquel que se ha sido siempre? Largamente deambuló Sigal por días sin metas, sin apego a nada, sin espejos en los que reconocerse.
Las páginas en que lo cuenta son inolvidables. Ajenas a todo sentimentalismo, las dicta una conjunción perfecta de sagacidad analítica, intensidad expresiva y sobria contención.
Sigal cargó, además, con el mote de traidor. Lo fue para muchos de sus excamaradas. Hombres y mujeres con ideas calcáreas, ganadas de una vez para siempre, impermeables a la duda. Ese fue su estigma entre los militantes de lo inamovible. Una prueba más, por si fueran pocas las que ya tenía, de que la casa de la que se había apartado estaba habitada únicamente, a esa altura de las cosas, por la quietud de los cementerios.
Los días que pasaban solo parecían traer desolación. Sin embargo, la cimiente de algo nuevo se iba gestando en ellos hasta que, finalmente, se hizo ver. Como un proyecto y como ofrenda de un encuentro fraternal. Ese encuentro fue el de un nuevo y gran amigo. Alguien que, desde entonces, ya no dejaría de serlo. Otro autoexpulsado como él pero, en este caso, del credo peronista: Jorge Fernández Díaz. El proyecto, a su vez, obró en él como un vendaval. Lo arrancó a la carrera de Derecho que estaba por finalizar y lo lanzó al periodismo. Una aventura que en él iría ganando más y más profundidad.
Lo esperaba, a partir de allí, un buceo radical en sí mismo; una exploración, hasta entonces inédita en su vida, en la sociedad argentina, en sus conflictos y perspectivas de desarrollo. Perdido el repertorio de certezas provisto por el comunismo, lo interrogaba el significado de la política, la fascinación que en tantos ejercía el dogmatismo, el arduo desafío del ideal democrático.
En el año en que, por primera vez, fue editado El día que maté a mi padre (2006) –recuerda su protagonista– ya habían tenido lugar "la desintegración de la URSS, la crisis del ‘campo socialista’ y el curioso giro guevarista del Partido Comunista Argentino, luego del apoyo crítico a la dictadura (una anomalía contra natura)".
Todos estos hechos, entiende Sigal, fueron nutriendo "la diáspora en esa fe". Su libro los analiza y aborda, al hacerlo, lo que el proceso de descomposición de la izquierda dejó a la vista: la inconsistencia de un repertorio de idealizaciones, dogmas y miopías en el pretendido discernimiento de la realidad argentina y mundial. Y la astucia con que Néstor Kirchner, convertido en presidente de la Nación, supo ofrecer hospedaje y aliento a muchos de esos desamparados de la mitología.
Así fue afianzándose, en el Sigal de estas páginas, el hombre de convicciones democráticas que hoy reedita su libro y le añade un oportuno epílogo. A su vez, Fernández Díaz lo prologó con una formidable semblanza del autor y del libro que es reflejo, al unísono, de esa amistad sustantiva nacida entre dos defraudados por el pensamiento autoritario que aprendieron a pensar con libertad. Y apuesto, por eso, que un Jean-Paul Sartre ajeno aún a las idolatrías totalitarias hubiera ganado la adhesión sin reservas de ambos al señalar, como lo hizo, la diferencia entre fatalismo y esperanza: "No importa lo que la historia ha hecho del hombre, sino lo que el hombre hace con lo que la historia hizo de él"
El día que maté a mi padre introduce en el escenario convulsivo de los populismos de la hora un mensaje desafiante formulado por Julio María Sanguinetti: "La libertad recompensa". A la palabra única que ordena acatamiento, le contrapone Sigal la palabra dialógica, esa palabra abierta que va en busca del otro; ese otro que podrá no pensar como nosotros pero que, al igual que nosotros, entiende que es indispensable pensar libremente para sembrar pluralismo y afianzar la convivencia pacífica.
Quienes se sumen a los muchos que ya han leído este libro advertirán qué certera es la observación de Alfredo Leuco: "El día que maté a mi padre es un alegato contra el fanatismo. Un libro sobre la ilusión, pero sobre todo acerca del duro despertar de la razón."