El hombre providencial
Cuando una comunidad revela que necesita o depende imperiosamente de un determinado individuo, también revela que sus instituciones son débiles. Y revela algo peor: una patética inmadurez.
Son numerosos los países que integran esta lista, más de los que se preveía para este fin de siglo en las jubilosas semanas que siguieron a la caída del muro de Berlín. Entonces prevaleció la esperanza de que el planeta avanzaría hacia una mayor cuota de armonía, sensatez y democracia.
No fue así. "El miedo a la libertad", según la definición que acuñó Erich Fromm en los años 60, no había disminuido. Por el contrario, ha empujado hacia vergonzosas regresiones: xenofobia, fundamentalismo y personalidades carismáticas, salvadoras o irreemplazables.
Vergonzosas regresiones
Estas personalidades no se caracterizan por la ética, visión e integridad de líderes que el mundo tuvo en esta canturria -Mahatma Gandhi, Churchill, De Gaulle, Ben Gurión, Adenauer-, sino por ser hombres que aman el poder por encima de todas las cosas. Muchos de Aquellos líderes no hesitaron en abandonar el mando apenas lo insinuaron la ciudadanía o las instituciones. Estos, en cambio, no dudan en manipular a la ciudadanía o en doblegar las instituciones para que el mando jamás se les escape de los dedos.
En América latina padecemos una siniestra herencia autoritaria que favorece la irrupción de estas personalidades llenas de ambición y pobres de altruismo. Es cierto que muchas veces "el pueblo quiere" ciertos jefes, pero ya es hora de enterarse que el pueblo a menudo puede ser hipnotizado, seducido, engañado o forzado a optar por lo que, a largo plazo, le será perjudicial.
No olvidemos que el poder, en nuestras latitudes y desde los lejanos tiempos coloniales, no funcionó para mayor beneficio de sus habitantes sino para goce de quienes lo ejercieron. Durante siglos nos habituaron a que "los que mandan" pueden hacer lo que se les antoja, incluso con la ley.
Los conquistadores establecieron un paradigma vigoroso al manifestar que a las cédulas reales "las acataban, pero no las cumplían". Era una definición maravillosa: condensaba hipocresía, burla, omnipotencia y, sobre todo, piedra libre.
A los conquistadores sucedieron los encomenderos, quienes en lugar de organizar y educar a los indígenas a cambio de su trabajo, los convirtieron en mano de obra esclava y se olvidaron de su misión.
Leyes y legalidad
Los sucesores de los encomenderos, en todo el subcontinente, se llamaron caudillos. No mejoraron el rumbo heredado sino que también se consideraron dueños de vidas y haciendas y confundieron el patrimonio de todos con el suyo individual. Les debemos el haber enriquecido nuestros mitos y leyendas, pero también les debemos el haber dejado un tendal de abusos e injusticias.
Esos hombres poderosos y temibles podían hacer lo que se les viniera en gana, incluido inventar leyes o cambiarlas a su medida. Pero una sociedad civilizada no sólo promulga leyes, sino construye la legalidad.
Nuestra legalidad se instaló con firmeza en 1853. Durante décadas avanzó por su camino esforzado pero recto. Fueron los años del crecimiento económico, político, demográfico y cultural. No uno, un hombre providencial, sino varios, quizás muchos.
No hicieron falta reelecciones ni re-reelecciones ni manipulaciones de la Constitución para convertirnos en uno de los países más promisorios del orbe. Las instituciones exhibían fuerza y la ciudadanía progresaba hacia mayores cuotas de madurez, no de infantilismo dependiente.
lanacionar