El hombre esperanzado
La esperanza se funda en una convicción: la que dice que la adversidad, por más que hoy pretenda paralizarnos y nos dañe, no tiene ni tendrá la última palabra.
Esquilo llama "ciega" a la esperanza, para indicar que su persistencia desafía toda prueba que pretenda desalentarla. Asimismo, la célebre vasija de Pandora, de la que en tropel brotaron todas las desgracias vertidas sobre Epimeteo, guardaba en su fondo a Elpís, la tenaz esperanza, cuya presencia en medio de ese compendio de males va contra toda "razonabilidad". La esperanza es el rasgo distintivo del ser que insiste en ser. Es empeño convertido en acto. Quien de veras la conoce sabe que la esperanza jamás aflora en la antesala del escenario en el que luego tienen lugar los hechos. No es un preámbulo expectante. No es un elixir que predispone a aguardar lo mejor. Tampoco precede ingenuamente al insospechado infortunio ni confía en que él no incidirá en el curso de los acontecimientos. La esperanza, en cambio, puede ser reconocida allí donde el desencanto ya ha desbaratado una expectativa o donde nada indica que pueda haberla, y aun tras el golpe más cruento que parece haberlo echado todo a perder. El escándalo de la esperanza consiste en ocupar los sitios donde nada, en apariencia, la invita a florecer.
La esperanza no soslaya el trato con el dolor ni deja de frecuentar el desencanto: los atraviesa. Es un gesto de indignación y afirmación ante los horizontes que se dicen clausurados o ante la obstinación con que se presenta la pesadumbre. "No nace -como bien dice Claudio Magris- de una visión del mundo tranquilizadora y optimista, sino de la laceración de la existencia vivida y padecida sin velos, que crea una irreprimible necesidad de rescate." La esperanza es el gran lapsus de la agonía. A tal punto intima con el padecimiento y la frustración, que el hombre auténticamente esperanzado no es sino el mismo que conoce el sinsabor de la derrota y no el espíritu virginal que confía en eludirla.
A propósito de Sísifo
Lejos de inmunizar contra los desenlaces desgraciados, la esperanza se nutre, más bien, del fruto áspero de esos desenlaces y se templa metabolizando lo ingrato y la desdicha a través de una alquimia prodigiosa que extrae jugo de donde no parece haberlo y convierte al vencido nuevamente en luchador. Seguramente esta convicción mucho le debe a la de Albert Camus, cuando a propósito de Sísifo sostuvo que "el esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre". Esperanzado es quien no deja de proseguir y, por lo mismo, de recomenzar allí donde nada indica que haya lugar para hacerlo. Esperanzado es el hombre que busca porque, como dice el Evangelio, ha encontrado. Es el hombre que quiere, que intenta y no el que da crédito a la suerte o asegura, sin sombra de duda, que habrá de llegar adonde se propone. Quien confía en la suerte apuesta: es un jugador. Quien no duda de sus fuerzas ni vacila se acoraza en la suficiencia. Ni el azar ni la certeza son recursos propios del hombre esperanzado. Suyo, en cambio, es el convencimiento de que, en un momento dado, es la sujeción misma al padecimiento la que, a fuerza de ser moralmente extenuante, termina por impulsarlo a la rebeldía.
El hombre esperanzado, entonces, no es fruto de una ocasión propicia en la que el dolor ha quedado atrás, sino el creador de su oportunidad en medio del dolor. Caer es algo ineludible, pero no implica resignarse a la postración. Ni la inmovilidad impuesta conlleva una aceptación de la pasividad. Lo dicho induce a creer que este perfil del hombre esperanzado es consecuente con los rasgos que Edgar Morin adjudica a la auténtica racionalidad. "La verdadera racionalidad -nos dice-, abierta por naturaleza, dialoga con un real que se le resiste." Convengamos por eso que la adversidad es mucho más que un contratiempo. Es un aliciente de esa misma subjetividad que la enfrenta y la combate, que cae frente a ella y se vuelve a levantar. "El dolor de hoy es parte de la felicidad de entonces", advierte el personaje al que da cuerpo y alma Anthony Hopkins, al evocar, en el film Tierra de sombras , las horas de alegría compartidas con la mujer que ama y muere, admirablemente encarnada por Debra Winger.
Escepticismos congelados
Ajeno al relativismo, al que por lo demás concibe como una fácil claudicación, el hombre esperanzado no afirma que todo puede ser sino que nada está llamado a serlo todo. Justamente lo distintivo tanto de la desesperanza como de la ilusión es esto: son vivencias excluyentes, refractarias. No admiten otro paisaje que el que ellas imponen, que aquel teñido de cabo a rabo por el tono exclusivo con que ellas lo pintan todo. Donde gobierna la ilusión o la desesperanza nadie más lo hará.
Al sentirnos esperanzados no negamos que las cosas sean como parecen: negamos que en esa apariencia se agote lo que ellas son. La disposición al matiz propia del hombre esperanzado no es búsqueda sino hallazgo de una alternativa, y desde ella se enfrenta a los voceros de las catástrofes terminales, a los escepticismos congelados y a los diagnósticos que se quieren definitivos y que no solo son banderas de funebreros sino también de los que confunden las utopías con bastiones asequibles al deseo, negándose a advertir que ellas son siempre, espléndida y únicamente, un aliciente, un aguijón, un cebo. Muy suyos podrían ser en este sentido los versos del gran Píndaro: "Oh, alma mía, no aspires a la vida inmortal; / agota, en cambio, el campo de lo posible."
Los fundamentalismos, en cualquiera de sus configuraciones pasadas o presentes, los clásicos totalitarismos de hierro o los más recientes, urdidos con la seda del consumo, tanto mediáticos como estéticos, tanto políticos como científicos, son expresión del hombre desesperanzado, del que sólo cree en la historia como una herramienta llamada a extirpar del tiempo lo que tiene de riesgoso, de impredecible y de saludablemente conflictivo. El tiempo heterodoxo, en cambio, es el que el hombre esperanzado reivindica, pues, bien pensado y bien vivido, es aquel que nos pone a cubierto de la dictadura de la eternidad y el que nos resguarda, asimismo, de lo real como mera sucesión, de la diversidad sin cauce, provecho o convergencia.
Por último, si el hombre esperanzado es una incontestable realidad subjetiva allí donde el tiempo ha sido asumido como flujo y alternancia, como constancia y renovación, empieza también el espíritu de ese hombre a hacerse evidente como una acuciante necesidad social, objetiva, en esta época convulsionada por el derrocamiento de incontables exitismos y no menos abultados pesimismos â la page .
Entre la índole de la democracia y la de las convicciones del hombre esperanzado, la correspondencia no podría ser más íntima. De igual modo, la crisis de los ideales democráticos, como bien se lo ve y se lo padece por doquier, es siempre y al unísono la del hombre esperanzado, la de ese hombre que no cree en el futuro como salvación sino en el tiempo como tarea. Como ofrenda que nos estimula a obrar e incógnita que nos interroga y nos responsabiliza. Así como los ideales democráticos y las convicciones del hombre esperanzado se alzan juntos cuando hay lugar para cualquiera de ellos, así también juntos se desploman cuando se intenta sostener a unos a expensas de su indispensable complemento.