El hombre del arco iris
Creemos que lo compró en Mojácar, Almería. Que fue entre 1973 y 1974, cuando preparaba el traslado de toda la familia a España, forzado a ese exilio por "recomendación" de la multinacional para la que trabajaba. Pero también pudo haber sentido curiosidad por ese enigmático símbolo de chico, durante alguna de sus vacaciones en la Costa Brava, a la que viajaba desde su amada Jersey, un pequeño paraíso de vacas doradas y grandes mareas en el canal de la Mancha. Ni siquiera lo sabe ella, mi madre, su compañera durante casi 55 años, que lo conoció apenas él bajó del barco en el puerto de Buenos Aires, a los 20 años. Un británico que apenas balbuceaba el español y llegaba para trabajar en una compañía de té.
Confieso que el misterio sobre su origen es también parte del encanto. Sólo sabemos que siempre estaba ahí, en su cuello. Una cadena de plata de la que colgaba una figura: un hombre con los brazos extendidos, sosteniendo un semicírculo que representa el arco iris. El Indalo.
A lo largo de los años, nos acostumbramos a escuchar su explicación a quienes le preguntaban por su significado. Él, con minucioso detalle, decía que era un símbolo de protección, de la buena suerte. La imagen de una pintura rupestre del Neolítico encontrada en Almería, allá por 1868.
Esa figura está ahí, en todos nuestros recuerdos, en todas las fotos. Primero, en las imágenes en blanco y negro de los años de "exilio" en España; luego, en color, durante las vacaciones en Jersey o el regreso a la Argentina. Y en las más recientes, que desbordan nuestros celulares y nos enviamos casi a diario en el grupo familiar de WhatsApp.
Sólo aprendió a sacárselo cuando debía meterse en el mar, una de sus grandes pasiones, después de haberlo perdido en uno de sus tradicionales campeonatos de barrenada. Duró apenas unos días sin él: a la vuelta, encargó uno idéntico.
Con disimulo, casi con superstición, aunque él mismo hubiese odiado reconocerlo, se aferraba a ese pequeño hombrecito en cada despegue o aterrizaje de avión, en cada uno de los 40 países en los que vivió o que visitó. Desde los regresos a Jersey, donde seguía tratando de explicarles a su padre y a sus hermanas todo lo que había descubierto en la Argentina, hasta los viajes por trabajo a lugares tan lejanos como Israel, Sudáfrica, Perú y Venezuela. Y más especialmente en sus 16 travesías por el Amazonas, donde -nos confesó- enfrentó peligros con los que jamás había soñado.
Imagino también que se aferró a él casi con desesperación, como un ruego, cuando tuvo que huir del país en 1982, un británico que se resistía a creer que podían sospechar de él en su adorada Argentina.
Entre llantos, mis hermanos y yo se lo sacamos del cuello ese mediodía cuando nos dejó, hace apenas unas semanas. Fueron nueve meses de una larga lucha, en la que nunca perdió -ni perdimos- las esperanzas. Y en los que, seguramente, más de alguna vez, a escondidas, habrá tomado el Indalo entre sus manos con todas sus fuerzas.
Su sonrisa, sus consejos, su increíble memoria, sus mensajes por WhatsApp y sus visitas. Su característico "bueno" cada vez que quería que terminara una velada. Está en todo lo que nos rodea. En la música que desde chicos nos enseñó a escuchar y que hoy no podemos oír sin sentirnos atravesados por un dolor desgarrador.
Pero entre las cosas materiales es el Indalo lo que más lo representa. Mucho más que cualquier otro objeto que pudo haber acumulado a lo largo de todos estos años. Por ahora está allí. Lo tiene ella, su compañera, a la que en su carta final reconoció que quiso mucho más de lo que supo expresar. La que estuvo a su lado todas las noches cuando empezaban a cerrarse sus ojos turquesa.
Ya pensaremos qué hacer con ese símbolo, el Indalo. Enterrarlo, por ejemplo, en la casa que se convirtió en su refugio en la última década: Bicho Bolita, en Cariló, calle Paraíso. Su paraíso. El lugar donde pudo volver a dormirse con el sonido de las olas, como en Jersey. O aceptar la sugerencia de mi hermano y encargar copias mellizas para todos. O, como se animaron a proponer algunos de los nietos más audaces, convertir el homenaje en algo mucho más perdurable: un tatuaje.
Mientras tanto, seguimos esperando que empiece a menguar la tristeza, el dolor. Que dejemos de sentirnos todos como barcos sin amarras. Nos dicen que eso sólo empieza a suceder con el tiempo, que la intensidad del duelo se va desvaneciendo y que vuelve a salir el sol. Estoy segura de que tienen razón. Pero, mientras tanto, buscamos consuelo en la convicción de que, igual que hizo durante toda su vida, él está ahí, en algún lugar, protegiéndonos a todos. Él es el que ahora sostiene el arco iris.
Es nuestro Indalo.