El hombre de la sonrisa cuantiosa
Fui primogénito de toda primogenitura. Primer hijo, primer nieto, primer sobrino. Se esperaban de mí grandes cosas, y, medio siglo atrás, eso significaba un título en ingeniería, medicina o abogacía. Fin de la discusión.
Para espanto de mis mayores, me inclinaba por la escritura y la pintura -cortesía de antepasados artistas-, y a medida que transcurrían los años del secundario las tensiones familiares acerca de mi futuro aumentaron. Invertía, por lo tanto, muchas horas rumiando la manera de monetizar mis pasiones, para usar el argot actual. Pero no se me ocurría nada.
Un día fui a comprar mi ejemplar de una revista que había aparecido poco antes, Humor Registrado, y cuando le di los billetes al kiosquero tuve una revelación. Si uno pagaba por esa publicación, alguien cobraba por dibujar y escribir.
Tracé entonces un plan -disparatado, quijotesco-, y un mes después, a la mañana, antes de entrar al colegio, me presenté en la redacción de la revista con once piezas de humor gráfico en una carpeta. Me abrió la puerta la coordinadora y me preguntó qué necesitaba.
-Traigo unos dibujos. Para publicar -farfullé, inquieto y nervioso.
Reveamos la escena. En la puerta había un chico de 17 años vestido con el uniforme del secundario; pantalón de lanilla gris, camisa blanca, corbata y blazer azules. La conclusión era obvia. Me preguntó:
-¿De parte de qué dibujante venís?
¡Pensaba que era un cadete! Ya había sido cadete, a los 12; etapa superada. Le respondí, indignado: "De parte de nadie. Los dibujos son míos".
La cara de la coordinadora expresó entonces una ternura que persiste en mi memoria después de más de 40 años. Ternura y desconcierto.
-Esperame, ya vengo -pronunció, dubitativa, y cerró la puerta. A partir de ese momento tuve cerca de 45 segundos para ponderar mi situación. Lo más prudente era dar la vuelta e irse. Mis padres no solo no sabían nada de esta aventura, sino que era improbable que la avalaran. Pero ya conocía ese camino, el de pasarme horas pensando cómo vivir de lo que me gustaba hacer. Ahora había osado tocar el timbre de la mismísima revista Humor. No estaba seguro de volver a reunir tanto coraje. Pero tenía que decidirme, ya mismo. Entonces la puerta se abrió de nuevo.
-Vení, pasá, voy a presentarte al director.
¿Andrés Cascioli? ¿El hombre que ilustraba las tapas, el fundador de la revista? Mi pulso estaba en cifras estratosféricas, y al cruzar el umbral tuve la completa certeza de que ya no había vuelta atrás.
La memoria es desleal. Creo que su estudio estaba al final de aquella casa convertida en redacción. Pero tal vez no era así. Lo que no olvidaré nunca es que Andrés me saludó cordialmente con aquella cuantiosa sonrisa que lo caracterizaba, y me pidió permiso para ver mis dibujos. Le entregué la carpeta, la apoyó sobre el mismo tablero alto donde pintaba sus legendarias caricaturas del poder, y se puso a mirar mis viñetas con seriedad. Le llevó un buen rato. Al final, emitió su veredicto.
-Están muy bien. Estos tres te los voy a publicar.
No podía ser cierto. Lo miré incrédulo. ¿Me estaba tomando el pelo? No. El gran humorista no estaba haciendo ninguna humorada. Apartó los tres dibujos, me devolvió la carpeta, y me fui al colegio en trance. Mi primera viñeta apareció poco después. Miré esa página durante días, en secreto. Luego siguieron más dibujos y notas de principiante.
Me crucé con Andrés por última vez en el edificio del diario en la calle Bouchard. Me pidió un artículo para un libro, pero las urgencias cotidianas me hicieron postergarlo. En 2009, hace hoy diez años y dos días, Andrés nos dejó. Me di cuenta entonces de que siempre tendría una doble deuda con él. Me abrió la puerta de este oficio que amo y me pidió un texto que nunca llegué a entregarle; vaya este entrañable recuerdo en su lugar. Y gracias por atenderme esa mañana, Tano. Ahí empezó todo.