El hijo del padre de John le Carré
No es exagerado decir que con la muerte de John le Carré, ocurrida hace unos días, volvió a morir, tal vez de manera definitiva, la Guerra Fría, mucho más cerebral y ajedrecística que las febriles tensiones geopolíticas a las que nos tiene acostumbrados el siglo XXI. Con el mayor escritor de novelas de espionaje, muere también el inventor de un vocabulario. Al fin de cuentas, los términos de novelas como El espía que surgió del frío (1963) lograron infiltrar la jerga de los agentes, dándole un tono definitivo a la ambigua gelidez de aquella época.
La precisión que mostraba Le Carré en sus libros derivaba de su condición de insider. Cuando tenía16 años, en plena posguerra, David Cornwell (su nombre real) se las ingenió para ir a Suiza, donde estudió el idioma de Goethe hasta sonar como un nativo y se especializó en poesía romántica. Fue entonces cuando una funcionaria de la embajada británica lo cooptó como agente secreto. Siguió en las lides del espionaje hasta los treinta y tres, cuando esa carrera de lealtades y deslealtades quedó reservada para los libros. Todo eso es asunto conocido, el mito fundacional del escritor Le Carré.
Quedaba algo más en el tintero, sin embargo, como salió a la superficie en Volar en círculos, las memorias a vuelapluma que el inglés publicó en 2016. Graham Greene, otro novelista y espía temporario, sostenía que la infancia es el saldo que tiene un escritor a su favor. "Si es así -anota Le Carré, al que le encantaba la frase de su doble colega-, yo nací millonario".
Le Carré narra esa infancia y sus interminables efectos en la vida adulta en "El hijo del padre del escritor", uno de los últimos capítulos de las memorias, donde se vuelve evidente por qué resultó un candidato natural para los servicios de inteligencia. Sin madre a la vista (se fue cuando él tenía cinco años y no volvió a verla hasta sus 21), quedó boyando cerca de Ronald Cornwell, un estafador consumado al que no le faltó su buena temporada de cárcel. Más allá de algún pasajero contacto con el crimen organizado, el padre era sobre todo un timador lleno de encanto. Los estafadores, como dice Le Carré por experiencia, son en el fondo estetas: van siempre bien trajeados, llevan las uñas impecables y hablan con toda corrección.
Las peripecias de Ronnie serían en todo caso desopilantes estampas picarescas, si no fuera por la angustia que refleja el hijo, obligado a veces a acompañarlo en sus tropelías. El mayor pánico de Le Carré como adulto era que el progenitor se le apareciera en cualquier lado, como de hecho sucedía. Una sola anécdota. Cuando ya era un autor reconocido ("puede que tengas éxito, pero no sos una celebridad", le decía Ronnie), el progenitor se materializó en la barra del restaurante neoyorquino en el que Le Carré tenía que reunirse con su editor. ¿Qué hacía ahí? Con su simpatía entradora, terminaría invitado a unas copas. Unos días después había logrado que la editorial le pasara un centenar de ejemplares de la novela más reciente de Le Carré. Con los años, al hijo le empezarían a llegar puntualmente copias con cartas en las que los compradores le pedían que agregara su firma a la de Ronnie, que ya figuraba en la primera página con, abajo, la aclaración: "El padre del autor".
Le Carré confiesa en Volar en círculos que, incluso ya octogenario y por mucho que el padre estuviera muy bien en su tumba (murió en 1975), seguía sintiendo literales ganas de matarlo. No podía dejar igual de preguntarse: "¿Realmente hay tanta diferencia entre un hombre que se sienta en su escritorio y maquina engaños sobre la página en blanco y el hombre que cada mañana se pone una camisa limpia y, sin nada más que su imaginación en el bolsillo, sale en busca de una nueva víctima de sus estafas?". La hay, claro. Los talentos se parecen, pero son perfectos negativos. Ronnie, según consta, arruinó varias vidas. El hijo del padre del autor, si lo hizo, lo hizo en el papel. A sus lectores solo nos queda inclinarnos ante esa maestría para la sublimación.