El héroe maldito: claves para entender la obra de Alberto Heredia
Una muestra en la galería Del Infinito rescata el legado de uno de los grandes protagonistas de la vanguardia radical de los años 60. Fallecido hace casi dos décadas, el corrosivo artista sigue inspirando a las nuevas generaciones
Con la muestra –o, más bien, museo freak dentro del museo– El presente está encantador, Diego Bianchi entronizó a Alberto Heredia (1924-2000) como el héroe maldito del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Y, claro, una de las mayores referencias de su tardosurrealismo lumpen. En ese montaje disparatado que reproducía en los visitantes la sensación de casa abandonada común a la literatura fantástica, los Heredia reinaban como fetiches de la vanguardia radical de los años 60.
Con trece piezas de la colección rescatadas como núcleo de la muestra, Bianchi parecía indicar que ese infierno/presente (el nombre es una cita de una canción del primer disco de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota) era, en gran parte, una invención de Alberto Heredia en la forma de objetos grotescos que disponían un detritus de la escultura. Y que él lo había heredado.
Con Heredia, la muestra de cámara montada ahora en la galería Del Infinito, este año le dio una segunda oportunidad al relegado Heredia, falsificado casi con saña. Por cierto que el local de la avenida Quintana no luce como el aquelarre del Moderno, pero las obras son tan inadaptadas que aquí necesitaron un juego de tablones y escaleras para ser exhibidas.
Extremista de la imagen
En diciembre de 1974, Alberto Heredia recibió una carta firmada “A A A” (Acción Anticomunista Argentina) donde se lo condenaba a muerte si no abandonaba “nuestra bendita patria” al día 12 de diciembre “del año del Señor”. Los cargos, entre otros, eran: “activista comunista de la elite artística” y “vicioso homosexual y drogadicto”.
Descompuesto de terror, Heredia movió sus cosas a Uruguay, donde alternó por un tiempo entre Montevideo y Punta del Este. Sus legendarios amordazamientos, objetos sanguinolentos ubicados entre el art brut y la parafernalia odontológica, son anteriores y contemporáneos a la amenaza. Y se han vuelto referencia obligada del arte político de los años 70 como imagen del terrorismo de Estado. Pero el perfil de Heredia no era el de un militante, aunque sí acaso el de un extremista (de la imagen). Dandy solitario y caústico, el “pudoroso impúdico”, como lo definió exactamente Laura Buccellato, de motricidad limitada (su legendaria renguera).
Lo mordaz no quita lo valiente
La idea académica de un “corpus” de obra adquiere un nuevo significado en las piezas de Heredia que se acomodan en esta estructura ajena a la galería, con aires de instalación. Los “corpus” de Heredia: reducciones del cuerpo escultórico clásico (pedestal y bronce) a objeto mutilado.
Como un jíbaro del Amazonas, Heredia nos expone ante un bestiario de dentaduras y bocas amordazadas como representación reducida de lo humano. Es aquí donde se lo reduce a insumo de arte contestatario. Se olvida que tanta boca acaso sea además lenguaje, y que la acción de Heredia estalla en el intersticio que hay entre “mordaza” y “mordaz”. Es en la “a” arrancada donde se aventura a lo visible.
Si se quiere ver un señalamiento político en este showroom de esculturas mutiladas, debe aceptarse asimismo su espesor lúdico: mordaza y mordaz. Sino, vayan y lean: “Desabrochen el cerebro tan a menudo como la bragueta”, grafiti del Mayo Francés firmado por Odeón del que Heredia se apropió y aisló en una caja.
Tótem y tabú
Desfilar ante los Heredia enfocados por los spots de la galería es recorrer una sala de incierta arqueología. Un palo plateado que sostiene un trapo rígido de materia se vuelve un tótem indescifrable, entre tantos otros.
La objetualidad de Heredia está antes y después, atraviesa. Es tan posinformalista como protopunk; tan bárbara (tiene algo de fetiche paleolítico) como civilizada (está inscripta en la segunda ola de la vanguardia radical). Aflora en algún lugar entre Greco (no sólo Heredia fue modelo en París de uno de los vivo dito más difundidos, sino que además en la muestra hay papeles que parecieran intercambiables), Arte Destructivo, la Nueva Figuración y el Arte de las Cosas (Santantonín, Wells y después), todo ese blend 1961 que marcó el siguiente medio siglo de arte argentino y aparenta no tener caducidad.
Veamos esa musculosa repujada y bañada en color plata que Heredia dispuso como una reliquia. ¿Recuerdan a Charly García enteramente plateado en los albores de Say No More (1997)? Bueno, ya estaba ahí.
Elogio de la descomposición
Heredia, la muestra, se ocupa de definir las series con las que el artista de boina y aspecto de recitador francés –da un poco Jacques Brel en las fotos– hizo estilo. En el vértice de lo arcaico-rústico podrían estar las Cajas Camembert, dieciséis assemblages dispuestos en pequeñas cajas de queso donde conviven restos de muñecos y desperdicios, emulando un progresivo estado de descomposición.
Son primas hermanas de Mierda de artista, de Piero Manzoni y prodigiosos Rauschenberg en miniatura. Decía Heredia que dentro de una Caja Camembert cabían la vida, el sexo, la religión y la muerte. Llegaron a Buenos Aires en 1963 para una muestra en Lirolay, donde abrieron a los porteños un micromundo extraño y repulsivo.
La única pintura
La exposición en Del Infinito dispone una sala donde el gesto revulsivo de Heredia aflora en el dibujo y el collage. Pero además se puede ver allí su única pintura, que en rigor de verdad es una colaboración extemporánea con Juan Batlle Planas, maestro surrealista.
La historia empieza en un pequeño club llamado 676 en el que se reunían muchos pintores y en el que solían tocar Astor Piazzolla y Aníbal Troilo. Batlle Planas empezó a pintarlo allí, en un estilo abstracto, y lo dejó inconcluso tras su muerte. El dueño del 676 convenció a Heredia de que completara la obra.
Este último la puso patas para arriba (quedan restos del dripping invertido) y le agregó dos ojos sacados de una revista que afloran en medio de la mancha. No se le conoce otra obra en formato “cuadro”.