Tras ganar una maratón legendaria en su ciudad, Río Cuarto, Brian Burgos se entregó de lleno al running, que cambió su vida
El comedor de Lorena Andrada tiene como único adorno un altar profano de trofeos, copas y medallas. También hay un portarretratos de un nene de cinco años que sonríe vestido de River. Es Brian Burgos, su hijo. Los dos miran fijo el celular que sostiene él, 20 años después de aquella foto. Un locutor, que se pone más afónico según transcurren los minutos, relata en media hora la carrera que les cambió la vida.
"Vení, Año Nuevo, te estamos esperando: de pie, corriendo. Qué trabajo impecable, Brian Burgos. Un tiempazo estás haciendo, un carrerón estos tres tremendos atletas en punta. Ojalá se te dé, pibe". De fondo se escucha una sirena, aplausos. ¡Dale Brian! "Bien, pibe, un metro de diferencia. Pero el charrúa da pelea. El keniata también viene firme detrás. Esperemos que no sientas tanto la presión. Esta no se nos puede escapar, Burgos. Ya pasamos el kilómetro 9, estamos a muy pocos metros para que esto termine. Ya la recta final. Tirate, tirate a la pileta que hay agua, Brian. Danos esta alegría".
Los ojos de Lorena, algo nublados, siguen fijos en el aparato que los devuelve a la versión número 40 de la "Maratón de los dos años", cuando Brian, el 1° de enero de 2018, se convirtió en el primer varón riocuartense en ganar la competencia. "Hay muchos que no me tenían fe a mí", dice Brian. Se miran con su madre.
En la ciudad de Río Cuarto hay una rareza: la carrera más larga del mundo, que empieza en un año y termina en el siguiente. Cuando Brian la ganó supo que correr es lo que mejor hace y se aferró a ese descubrimiento. Correr es hoy su medio de subsistencia, le dio una identidad y hasta le permitió reencontrarse con su padre.
El de chico pasaba las tardes con sus vecinos del barrio Alberdi pateando la pelota en calles poco transitadas, calles de tierra que hoy siguen siendo de tierra. Sus padres se divorciaron cuando él tenía cinco años; tiene muy presente a su madre luchando para que su exmarido le pasara la cuota alimentaria. "Gracias a Dios nunca nos faltó la comida, pero sí hubo días que tomábamos un té o algo de eso". Hay un recuerdo de sus ocho años con su papá, que había formado otra familia: "Yo iba a su casa a verlo y él no me abría la puerta. Miraba por el agujero de la llave y veía que estaban adentro, pero no me abrían", dice. Ahí supo lo que era estar solo.
La adolescencia siguió con varios cambios de colegios por mala conducta; no le costaba: en cuarto año fue el mejor promedio del curso. "Me había enviciado con la quiniela, me hacía la rata para pasar la tarde jugando al pool, era un indio, por así decirlo". Durante un tiempo se fueron a vivir al sur para que él cortara con esta vida que a su mamá y a su padrastro, el albañil Jorge Zabala, se les iba de las manos. De regreso –estuvieron fuera de Río Cuarto un año- Brian empezó otra búsqueda: rubio, delgado, ojos chispeantes de gracia, una sonrisa de boca grande, en cuarto año del secundario decidió probar con el modelaje. "Quería saber qué se sentía", dice. Quería que lo miraran.
Y fue un compañero de ese instituto el que llegó un día con la invitación: la "Carrera de los colegios secundarios". Al principio, las 40 cuadras que se le presentaban por delante le parecieron una locura. Pero se anotó y corrió sin entrenamiento; no tenía ni ropa ni zapatillas adecuadas. Ganó. Al día siguiente de esa carrera con inesperado final, Brian se vio en las fotos en Facebook, se miró en ese podio. Indagó en las etiquetas: había una mujer que él no conocía pero que se mencionaba como una de las mejores atletas a nivel nacional. Le escribió a María Susana Benítez. "¿Hay posibilidades de que usted me pueda entrenar? Estoy motivado, quiero correr", le consultó entonces. La atleta de elite le dijo que sí y ahí empezaron el entrenamiento y las competencias. "Al mes de entrenar corrí mi primera carrera, un provincial de cross country [carrera no urbana, conocida como de campo]. La organizó la Universidad de Villa María. Salí subcampeón provincial".
Corre y de tan liviano parece que flotara, como si a sus pies no les gustara el contacto con el suelo. Un metro setenta, cincuenta y tres kilos; el hallazgo infrecuente de un cuerpo pequeño, en apariencia frágil, que es pura fuerza de músculo y voluntad.
Al principio, no fue fácil adaptarse a un plan de entrenamiento, pero con el tiempo empezó a sentirse mejor. Cortó todas las salidas, que, por entonces, eran de jueves a domingos. "No estaba preparado para afrontar un entrenamiento de ese tipo, pero con el pasar de los días iba poniéndome más en forma. Ella me decía que tenía condiciones, que no decayera", recuerda Brian. Por entonces trabajaba en un kiosco de 24 horas donde lo tenían "como esclavo", estaba en negro y hacía el turno de la noche. Por la mañana temprano entrenaba y después iba al colegio. "Corría a las seis y media, siete. Era terrorífico en invierno".
Al año siguiente volvió a competir en la carrera de los secundarios, pero ya mejor preparado. Tenía zapatillas de running y no se le ocurrió ir de pantalones largos, como la primera vez. Volvió a ganar. Si era bueno en esto, trataría de ser el mejor. Desde entonces no paró de correr: en estos siete años lleva unas 7000 horas de entrenamiento y, según la Confederación Argentina de Atletismo (CADA), está entre los diez mejores del país en 5000 metros llanos y entre los seis mejores en 3000 metros con obstáculos.
Desde que terminó el secundario –adeuda dos materias que son su karma-, Brian vive con Ruperto Maluzán, Pepe, de 84 años, el padrino de su madre, su abuelo para él. Ocupan una casa de pocos metros en una zona baja de la ciudad que se inunda cuando llueve mucho; Brian muestra videos en los que se ven los muebles en medio de pequeñas olas cada vez que un auto empuja el agua hacia adentro. "Mi abuelo casi no se puede mover, no tiene quién lo cuide y siempre estuvo para nosotros, así que vivo con él para cuando me necesita. Somos como padre e hijo", dice.
Cuando Pepe tiene que cobrar la jubilación o ir al médico, Brian empieza el día muy temprano, poco antes de las 7. Termina con esos trámites, se apura a hacer las compras para que su abuelo cocine y entonces sí se ocupa de lo que más quiere: correr. Es el primero de los dos turnos. El resto del día, visita sponsors –tiene nueve contratos con empresas de la ciudad- y elige las carreras en las que competirá los próximos fines de semana. Vive de los auspiciantes, una beca del Municipio y los premios que cosecha en las competencias de calle. A veces, son en efectivo –que van de 3000 a 20.000 pesos- y en otras le pagan en especie (por ejemplo, en la carrera de Malvinas de Río Cuarto, por llegar primero le dieron un bolso y una caja de maní).
Tanto al plan de entrenamiento como al cronograma de carreras lo revisa con su entrenador Oscar Raimo, un exatleta de Mar del Plata que lo acompaña desde hace cinco años a la distancia. "Desde que nos conocemos le vengo planteando que se suba a correr más torneos de pista, porque si bien no te dejan dinero después tenés mejor proyección en calle", dice Raimo, al otro lado del teléfono. Habla del cansancio de competir todos los fines de semana. "A Brian lo he retado porque se mete en todos los pueblos. ¿Viste como en el Far West que entran con los caballos en un pueblo, se llevan la recaudación y van a otro y así? Es bueno porque vas ganando guita, pero no es bueno para un atleta, eso te trae cansancio".
Brian vive para correr y también corre para vivir. La última carrera de calle de la que participó fue en Gualeguaychú, Entre Ríos, donde ganó 10.000 pesos; la semana anterior compitió en Río Cuarto, también estuvo en la ciudad de Reconquista, antes en Córdoba capital, en Concepción del Uruguay, en Potrero de los Funes, en Malabrigo. La mayoría son carreras de calle en las que salió primero –pese a las horas en micro, a veces 14 o 15, y los albergues baratos donde se hospeda-; aunque también allí se cuentan algunas de pista que le permitieron conseguir las marcas que necesita para participar de competencias nacionales e, incluso, sudamericanas.
Corre y perfora la noche de Año Nuevo. Corre con trancos largos sobre estas calles sabidas, sobre recuerdos de una vida solitaria. Al costado la gente alienta y brinda: a sus pies, las conservadoras con sandwiches y alguna sidra. El acelera cuando ya no hay piernas.
"Se mató para preparar la carrera de los dos años, la carrera de su pueblo. Se jugó la vida para ganarla. Porque él tiene esa presión, quiere responderle a su gente, ser el hijo pródigo. Pero el Estado tiene que saber que, si estuviera más presente, Brian podría tener proyección internacional: lo pueden potenciar o dejar en la intrascendencia de ser un atleta de cabotaje", protesta. Raimo llegó a ser campeón nacional, entrena hoy más de 30 atletas jóvenes. Si bien se pasó varios fines de año en Río Cuarto, nunca pudo ganar esta carrera única en el mundo.
La "Maratón de los dos años" nació en 1978 cuando a los dirigentes del club Atlético Banda Norte Reynaldo Villarreal y Héctor Planas, ambos fallecidos, se les ocurrió hacer un aprueba de 10 kilómetros similar a la brasileña de San Silvestre. Pero esta se iniciaría a las 23.45 del 31 de diciembre y culminaría al año siguiente. Lograron la certificación del circuito por la International Association of Athletics Federation (IAAF) y forma parte del calendario nacional.
En Río Cuarto se habla de esta carrera en el ómnibus, en la plaza, en las aulas los últimos días de clase, en los clubes, en la iglesia. Brian Burgos es uno de los 1500 atletas que compite cada año. Algún cabulero supo leer en los números de la camiseta que le tocó –la 401- que en la edición número 40 él sería el primero. En años anteriores había salido décimo, sexto y dos veces segundo. "Sabía que en cualquier momento se podía dar", dice Brian. "Yo estoy dando todo". La gente en la calle le reconoce el esfuerzo.
Su padre también empieza a valorarlo. Según palabras de Brian, "se desenterró" desde que él comenzó a correr, a ganar, a hacerse conocido. Rubén Burgos lo cuenta así: "Mi hermana me dijo una vuelta: ¿Sabías que el Brian corre? No, ni idea, porque no tengo un diálogo. Acercate más, me dice. Bueno, voy a ver cómo hago. Y ahí empecé a ir a verlo correr". A veces iba de sorpresa y simplemente lo miraba mezclado entre la gente. Una vez, en una carrera del barrio, se acercó al final y, casi a punto de llorar, le dijo: "Te felicito, hijo". Brian dice que lloraron juntos. El ritual se repitió después de cortar la cinta en la "Maratón de los dos años".
"Verlo llegar primero me hizo dar cuenta de todo lo que me he perdido con él. Eso me emocionó", dice Rubén en la cocina de su casa. Después de esa noche, decidió tatuarse el nombre de su hijo, como en un acto de justicia: en el otro brazo lleva escrito el de Priscila, la hija de quince años que tuvo con su segunda esposa. "Es un orgullo muy grande por todo lo que logró, porque a su vida la fue peleando solo". Cuando Rubén Burgos dice solo, quiere decir sin él.
"Con Brian no tengo muchos recuerdos", aclara enseguida. "Le dije a él cuando me pidió que la reciba: ‘No hemos tenido con vos la infancia. No tengo recuerdos tuyos, hijo". Dice también que es electricista, un oficio que le enseñó su padrastro a los 10 años, y que desde entonces trabajó siempre afuera de Río Cuarto, donde lo contrataran. Así justifica su ausencia.
Corre y corre con zancadas elegantes. Su sombra atraviesa un kilómetro más. Avanza y confía. Si se entrena, las piernas lo llevarán a destino.
-¿Se ve parecido a Brian?
-Físicamente, no. Y de carácter tampoco, porque él tiene un carácter muy fuerte. Está bien, lo entiendo, para abrirse en la vida. A él se le pone algo en la cabeza y es y lo logra. Solo ha hecho todo esto.
"Todo esto" flota en el aire de la cocina. Hay algunas copas de Brian sobre la heladera. Otras están en el garaje. A las medallas las tiene su hija guardadas en una caja de zapatillas que está repleta. Brian fue repartiendo sus trofeos: a su madre, a su abuelo y a su padre. Rubén tiene pensado hacer una repisa para exhibirlos a todos. Repasa las paredes para buscar la mejor ubicación. En todas cuelgan fotos, algunas tipo posters: están su hija y los nietos de su esposa. El las mira y repara en que no conserva fotos de Brian. "No hay fotos con él, no".
-Hay una foto que vi de chico con la camiseta de River…
-No la tengo. Yo una vuelta, no hace tanto, le pregunté si quería ver un partido de River conmigo. Me dijo que era de Boca. ¿Por qué cambiaste si siempre fuiste de River, de cuna?, le pregunté. Me dijo que fue por el abuelo. Eso me chocó.
Rubén tiene un sueño: "Para que yo esté bien, me gustaría que viva alguna vez conmigo", dice.
Brian, que tuvo la habilidad de "resucitar" a su padre, también persigue un sueño: volver a ganar la "Maratón de los dos años". Entre sus anhelos más lejanos está clasificar para los Juegos Panamericanos o los Olímpicos.
La semana pasada Brian viajó en colectivo los 617 kilómetros a Buenos Aires para tener las plantillas deportivas que quiere hace años. Llegó con su conjunto de jogging, una bolsa de tela con unas pocas cosas, la plata hecha un rollito en el bolsillo. Cuando terminó con esto que tenía que hacer, esperó a la entrada de la terminal de Retiro sentado a los pies de una Virgen. "Gracias a Dios, por fin me las pude hacer", dice.
Corre y su mirada chispea, su piel suda y brilla. Una especie de iluminación se le pega en la piel. Transpiración, adrenalina y, a veces, llanto.
A la gente de su ciudad le gusta cruzarse con Brian mientras entrena por el parque El Andino, en la costa del río Cuarto o al costado de la ruta de ingreso. Los vecinos en la calle lo reconocen, lo alientan, lo desafían. "¡Vamos, atleta, que este año la volvés a ganar!".