El hada de los vestidos
No sé cuándo fue la primera vez que me la contaron. Solo sé que fue mi mamá. "Todas las semanas, desde París, le mandaban un avión cargado de vestidos espléndidos para que ella se probara", decía. Y a mí, que tendría siete u ocho años, todo aquello me parecía de cuento de hadas: París, el avión, los vestidos brillando de noche y sobre el mar.
Sin embargo, ahí había algo más. Aun el antiperonismo antiguo y militante de mi mamá dejaba traslucir cierto destello. Una admiración, un deslumbramiento, no lo sé. Algo.
En el medio también me contó lo otro. Y lo otro eran las cosas que había vivido como parte de la legación diplomática argentina en Oriente. "Si escribíamos, papá siempre nos recomendaba poner una o dos frases elogiosas sobre el gobierno porque decía que las cartas las abrían". Dijo que había que afiliarse a la fuerza "o no podías trabajar". Yo escuchaba admiradísima y pedía precisiones.
-¿Qué es "afiliarse"?
-¿Quiénes abrían las cartas?
-¿Para qué?
En mi cabeza de nena, el peronismo era tiempo mítico y tormentoso el que las cartas se abrían solas, las empleadas acechaban a los patrones desde atrás de las soperas y -cruzando el Atlántico- un avión brillante como una luciérnaga llegaba a espolvorear la Plaza de Mayo con vestidos de Christian Dior.
-Todos los libros eran de propaganda, hasta los de lectura. Perón ama al pueblo, El pueblo ama a Evita. Todo así. Además tenían libritos como estos. Mirá.
Aquel día, mamá me mostró El hada buena argentina. Cabía en mi mano y tenía dibujos en blanco y negro. Lo leí de un tirón. En uno, Evita le regalaba un vestido de primera comunión a una nena pobre. En otro, le conseguía una pensión a una viuda con una beba que se llamaba Cachita. Los viejos, las chicas venidas de las provincias a trabajar de portasoperas, los huérfanos, todos cabían bajo la falda acampanada llegada de París. Ahí abajo estaban a salvo.
Un día, mamá llegó a su cenit narrativo. Fue una siesta, en verano. Ese día, me contó que ella había participado de una marcha. "Fue la única que se hizo contra Perón. Al pasar frente al edificio de La Prensa, sacamos los pañuelos y los agitamos, Eso fue todo, pero nadie se animaba a tanto". Yo sentía que mi mamá era la mujer más valiente del mundo. Sobre todo después de que me contó el episodio que llamó "la quema de las iglesias". Yo volví a ver a Buenos Aires a oscuras, tachonada de cúpulas de fuego ondeando en plena noche.
Pero en medio de esa trama espesa de detalles, otra cosa siempre se abría paso. Algo más había ahí. Un fulgor persistente.
Un día me contó que, cuando huyó de su casa y necesitó dónde ir a dormir, la recibieron en El Hogar de la Empleada. Sin preguntas, a ella y a su valijita.
Otro, que los pisos del hospital donde terminó trabajando nunca estuvieron tan rutilantes como en esos días.
Después fui sabiendo otras cosas. De otra gente, en otros lados, de a retazos. Conocí a una señora que hablaba de ella con la misma devoción que le profesaba a San Cayetano. A ella le había regalado su primera y única muñeca. Supe de otra que, en los años oscuros, había enterrado todo su panteón peronista (libros y hasta la copa de los torneos que había ganado uno de sus hijos) en el fondo, abajo del jazminero.
Cuando se cumplió medio siglo de la muerte de Eva, se hizo una muestra gigantesca en el Centro Cultural Recoleta y muchos de esos tesoros familiares llegaron por primera vez a una vitrina. Fui. Había bustos de Eva desnarigados, sidras con la efigie de Perón, calendarios y hasta estampitas. Así fue como llegué hasta Saúl Macyszyn.
Saúl había tenido un accidente terrible siendo muy chico. Lo atropelló un colectivo y su mundo se redujo a una cama. Evita no solo fue a verlo, sino que le mandó a su médico personal. Hizo más: le regaló un trencito esplendoroso que mandó traer de Europa. Gracias a ese tren, Saúl nunca más volvió a jugar solo.
Ese nene, Saúl, era el protagonista de una de las tantas historias que se contaban en El hada buena argentina. Terminó fundando una panchería para darles trabajo a otros discapacitados. Ahí estaba el brillo escondido, el detrás de eso que en casa me habían presentado como "cuentos". Había gente real ahí. Vidas transformadas para siempre al roce del hada de los vestidos.
Por estas horas, cuando Evita cumpliría cien años, volví a leer el poema que le dedicó María Elena Walsh a su velorio desaforado como toda ella. A ese río de antorchas alumbrando la noche del 26 de julio de 1952, cuando "el amor y el dolor que eran de veras. Gimiendo en el cordón de la vereda".