El grito de una ciudadanía que se niega a ser rebaño
No existe un termómetro para medir cuánto influyó, en la protesta de ayer, la angustia del encierro. Los testimonios, las pancartas y el ánimo de muchos de los que se movilizaron permiten, sin embargo, interpretar que fue un poderoso motor. Más allá de razones políticas, de preocupación por equilibrios institucionales y de urgencias económicas, influyeron –evidentemente– el factor emocional, la fatiga psicológica y la impotencia ante cierta incomprensión por los múltiples efectos de una cuarentena indefinida. En el banderazo hubo algo de desahogo ante un hartazgo y una angustia contenida.
No es arriesgado suponer que, para muchos argentinos, ese "nudo en la garganta" se acentuó la semana pasada cuando escucharon al Presidente preguntar: "De qué cuarentena me hablan si la cuarentena no existe más"
No es arriesgado suponer que, para muchos argentinos, ese "nudo en la garganta" se acentuó la semana pasada cuando escucharon al Presidente preguntar: "De qué cuarentena me hablan si la cuarentena no existe más". Hablan de la cuarentena que les impide a millones de personas ir a trabajar (a mozos, cocineros, empleados de casas particulares, boleteros de cines o teatros, personal de hoteles, empresas de transporte y agencias de turismo, entrenadores, actores, auxiliares docentes y tantos otros). Hablan de la cuarentena que impide velar y visitar a nuestros muertos, asistir a las escuelas, a las universidades y a los clubes. Hablan de la cuarentena que les prohíbe a los psicólogos abrir sus consultorios, o de la que asfixia a pequeños y medianos comerciantes. También de la que obliga a postergar cirugías y estudios médicos que no tengan que ver con la pandemia. Y de la que impide circular por las rutas del país y que limita "nimiedades" tales como la vida social, el deporte, el esparcimiento, los ritos religiosos, las ceremonias, el encuentro en el café. ¿La cuarentena no existe más? La pregunta tal vez haya acentuado cierta ansiedad ante la incomprensión.
Cuando el gobernador bonaerense nos dice que "angustia es que se te muera un familiar y no que no puedas jugar al golf", se cae, gratuitamente, en la provocación y el golpe bajo. Hay cierto negacionismo de la angustia, cierta pretensión de asociar normalidad con frivolidad. Claro que frente a la muerte nada tiene relevancia. Lo sabemos todos. ¿Pero vamos a incentivar el miedo? ¿Vamos a suspender la vida por temor a la muerte? ¿Quieren que sintamos culpa por querer, después de 150 días de encierro, recuperar parcelas de normalidad? Es inevitable que la manipulación dialéctica estimule un clima de angustia e impotencia que se vio reflejado en medio de otras consignas.
No solo nos han preguntado de qué cuarentena hablamos y se ha pretendido cambiarle el nombre, como si se tratara de un juego marketinero. También nos han explicado, con una didáctica excesiva, que "cuando el médico nos dice que no comamos sal por un problema de salud, no nos está coartando nuestra libertad; nos está cuidando". Lo sabíamos. Y debe ser por eso que nunca hemos asistido a quejas ni protestas contra las razonables prescripciones médicas. Pero la comparación no parece muy consistente. Una cuarentena de cinco meses no es equivalente a una medicina sustentable. ¿Qué pensaríamos de un médico que nos prescribe un ayuno estricto e indefinido? Probablemente lo denunciaríamos por mala praxis. La indicación médica, por otra parte, apela a nuestra responsabilidad. No nos cobran multas ni nos persiguen con la policía si incumplimos la indicación de no comer sal. Se dirá –con razón– que en una pandemia la conducta de uno puede afectar a terceros. Otro motivo, en todo caso, para cuestionar la comparación con el médico y la sal. ¿Qué médico –por otra parte– se enoja con el paciente?
Se nos ha dicho, también, que el Gobierno ha puesto, por encima de cualquier otra cosa, "la verdad". Sin embargo, en la anteúltima conferencia de prensa, donde se nos habló durante horas de cifras, curvas, aperturas, flexibilizaciones, fases, restricciones y protocolos, se omitió un pequeño detalle: el decreto que encuadraría como conducta penalmente tipificada "cualquier evento familiar". Es probable que con ese decretazo millones de argentinos hayan sentido que el Estado se metía en el living de sus casas, se interponía como una barrera entre padres e hijos, entre hermanos, abuelos y nietos. Con ese decreto, sobre el que nadie había dado explicaciones ni admitido preguntas, parecía pasarse una raya. Una inmensa mayoría ha entendido los riesgos que plantea el virus, la necesidad de cuidarse y cuidar al otro, el sacrificio de nuestros márgenes de libertad por una razón de fuerza mayor. Pero también entendemos que todo tiene un límite. Y que la pandemia no le da carta blanca a un gobierno para crear delitos por decreto y meterse en nuestras casas a penalizar encuentros familiares.
Es probable que ese decreto y, más aún, su ocultamiento hayan formado parte de un clima de asfixia que potenció la protesta. Es curiosa esa retórica de la verdad mientras se dobla un papelito para mostrar solo la parte que conviene mostrar (como hizo el Presidente al explicar por TV el acuerdo por la deuda). El "papelito doblado" parecería una metáfora de una verdad manoseada y manipulada por el poder. No parece descabellado suponer que una desconfianza sobre las cifras, las curvas y las "filminas" también haya nutrido la angustia de muchos ciudadanos. En estos días nos hemos enterado de que la cantidad de muertes diarias que informa el Gobierno no corresponde a la realidad de cada día, sino al resultado arbitrario de una carga de datos que se hace mal y tarde. El "papelito oficial" parece mostrar, otra vez, una realidad incompleta y, por lo tanto, distorsionada.
Nos dicen que abrazar a un hijo, si no vive con nosotros, es una irresponsabilidad, pero el propio Presidente cuenta que abrazó a su ministro de Economía para celebrar el acuerdo con los bonistas. Es apenas una anécdota menor en una lista interminable de contradicciones, dobles mensajes, contrasentidos y absurdos que también han abonado un clima de sofocación. Todos nos esperanzamos, por supuesto, con los avances para una vacuna. Nos alegra que la Argentina sea, por el aporte privado, uno de los países de América Latina en los que sería producida. Pero faltan, en el mejor de los casos, varios meses. ¿Y mientras tanto? La pregunta echa más leña a la hoguera de la angustia.
El ministro de Salud bonaerense nos dice que nos olvidemos de ir a la costa en el verano. Lo dice en ese tono de la incomprensión y el reproche, con el mismo tono con que se ha estigmatizado a los runners, con que se descalifica a golfistas, tenistas y remeros. Lo dice en un tono que alimenta el miedo, la zozobra y la incertidumbre. En la marcha, más allá de consignas políticas e institucionales, hubo algo de todo esto: el desahogo contra la incomprensión de una clase media que no se quiere morir, que no quiere contagiarse ni mucho menos contagiar a otros, que no es irresponsable ni indolente (como se la pretende estigmatizar desde el poder), que no se quiere ir a jugar al golf o a la playa mientras otros mueren a su lado. Es el grito de una clase media que quiere, en todo caso, que se confíe en su responsabilidad ciudadana, que se entienda su angustia, se valoren sus esfuerzos y se respete su libertad. Es la reacción de millones de personas que quieren debatir si este es el único camino, que no quieren que las manden a callar y obedecer y que se resisten a ser doblegadas por el miedo. Es el grito de una clase media que se niega a ser manipulada y no quiere convertirse en un rebaño. Es el grito de una ciudadanía que dice "acá estoy" y que les recuerda a los gobiernos y al Estado que ya es mayor de edad y sabe cuidarse sola.