El gran obstáculo que enfrenta la Argentina para ser un país normal
En la obra introductoria a la epistemología científica Desventuras del conocimiento científico, el maestro Gregorio Klimovsky remarca la obcecación que existió en referentes de la comunidad científica cuando la nueva evidencia teórica y empírica derrumbó la concepción geocéntrica del paradigma ptolemaico.
Ya en el siglo XVI se sabía que no había concordancia entre lo que se podía predecir con los instrumentos matemáticos de Ptolomeo y las verdaderas trayectorias observadas en el cielo. Se presentaron entonces dos posibilidades: o pensar, como lo había hecho Copérnico y lo harían luego Galileo y Kepler, que estaba fallando la teoría geocéntrica, o bien formular una serie de hipótesis auxiliares falsas (conjunto particular de epiciclos y otros recursos matemáticos auxiliares) para seguir sosteniendo el dogma de que la Tierra era el centro del universo. Los ptolemaicos se empecinaron en esto, hasta que finalmente Kepler pudo explicar de modo muchísimo más sencillo, asignando a cada planeta una única trayectoria elíptica alrededor del Sol y formulando las leyes del movimiento planetario, la nueva teoría heliocéntrica como la entendemos hasta hoy. Las nuevas ideas desplazaron a las ideas falsas, pero para eso hubo que aceptar una nueva teoría y los datos que proporcionaba la realidad objetiva al observador.
Cuando Karl Popper publicó su famosa obra La lógica de la investigación científica (1934), todavía no conocía la teoría de la verdad desarrollada por Alfred Tarski. Tarski en definitiva rehabilita la vieja teoría de la verdad como correspondencia entre los enunciados y los hechos (una teoría es verdadera si y solo sí corresponde a los hechos). Popper no niega esto, pero sostiene que nunca es posible saber con certeza si algo es verdadero. Por eso, él prefiere hablar de “aproximación a la verdad”. Hay una realidad objetiva, y la verdad se establece como “verosimilitud” entre el enunciado y el hecho. Un enunciado es verdadero hasta que un nuevo dato empírico de la realidad lo desacredite como falso. “Dato mata relato”, y la “realidad es la única verdad”.
Uno de los grandes obstáculos en el camino a la Argentina normal es el reencuentro del debate de ideas con una realidad objetiva que permita confrontar enunciados con evidencia empírica. Entre los vasos comunicantes del populismo con la cultura posmoderna (y por eso el populismo se ha convertido en un fenómeno de época) sobresale el recurso de la construcción de la realidad a partir del relato. Si la realidad es subjetiva y la narrativa asume premisas falsas, se puede ignorar la evidencia y emparchar dogmas obsoletos (o construir nuevos) con medias verdades y muchas mentiras que devalúan la palabra y cancelan el diálogo, etapa inaugural de un debate de ideas constructivo y de la búsqueda de mínimos consensos para cambiar una realidad objetiva. La negación de una realidad objetiva impide construir sobre los cimientos de la verdad y habilita la esquizofrenia de imaginar y de actuar en realidades paralelas. Cuando uno no puede acordar con su interlocutor que el objeto del debate es una mesa, porque el otro la percibe en su realidad subjetiva como un caballo, no hay posibilidad de renovar las ideas. En nuestro ejemplo, seguiríamos argumentando que los astros giran alrededor de la Tierra y optaríamos por descalificar a Kepler como un hereje, representante del “antipueblo” y entregado a la conspiración de una corporación interplanetaria.
¿Cómo se hace para debatir ideas sobre instituciones, pobreza, exclusión, seguridad, corrupción, cronicidad inflacionaria, moneda, estrategia de desarrollo, educación, ciencia y tecnología partiendo de realidades subjetivas donde es el relato el que mata los datos?
Otro vaso comunicante de la cultura posmoderna con el populismo es el sacrificio del futuro en el altar del presente. El cortoplacismo en versión populista es la “eternidad del instante” en compás posmoderno. El problema es cuando el presente se torna insoportable porque la inflación se desborda o la inseguridad y el desorden dominan la calle. Por idiosincrasia, los argentinos tendemos a ser deterministas respecto del futuro. Cuando el presente es intolerable, evocamos un pasado que ya fue y asumimos un futuro de fracaso. Lo que se traduce en un escepticismo casi radicalizado, que descarta el presupuesto del “país normal”. Como si fuese imposible imaginarlo en el presente alocado en que vivimos. Como si estuviésemos condenados a vivir en una Argentina decadente y anormal. Muchos se hacen eco de este destino escrito en piedra cuando deducen de los entuertos del oficialismo la estrategia deliberada de entregar una bomba al que viene, especulando que los costos de la explosión y del consiguiente ajuste harán que la sociedad, otra vez defraudada, vuelva a optar por alguna otra de las variantes que ofrece el populismo en su versión posmoderna. Un eterno retorno ya guionado que se puede llevar puesto el sistema. El determinismo idiosincrásico vernáculo es otro gran obstáculo en el camino a la Argentina normal. Pero, a no equivocarse, el futuro argentino está abierto a distintas posibilidades, y el otro gran desafío en el camino al país normal es reencontrar a la Argentina con un proyecto de porvenir que desate las ataduras del duro presente. El país de la organización nacional (1853-1860) pudo debatir ideas y amalgamar consensos básicos en las diferencias porque el futuro iba a ser mejor que el presente. Había un proyecto que apelaba al porvenir “...para nosotros, para nuestros hijos y para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino…”.
Por último, pero no menos importante, el tránsito al país normal también desafía valores o, mejor dicho, disvalores internalizados desde hace muchas décadas en la sociedad. Santos Discépolo compuso el tango Cambalache en 1934 y Carlos Nino escribió Un país al margen de la ley en 1992. Si combinamos la referencia del “todo es igual, nada es mejor/lo mismo un burro que un gran profesor” con el síndrome de anomia colectiva que describe el recordado jurista, y a ese producto axiológico le sumamos la lógica binaria del amigo/enemigo y el maniqueísmo del “al amigo todo, al enemigo ni justicia”, entenderemos un poco más por qué estamos como estamos y por qué la grieta tiene también una dimensión moral. No basta solo con renovar ideas y reconciliarnos con el futuro. El camino a la Argentina normal también demanda, a partir de la dirigencia política, la militancia en otros valores. La cultura del facilismo, del clientelismo, del acomodo, de los mercados cautivos y del pobrismo distributivo tiene que ser permeada y sustituida por la cultura del esfuerzo, del trabajo, del mérito, del emprendimiento, de la sana competencia y el respeto a la ley. Muchos argentinos, en el país y en el exterior, dejarán de sentirse “sapos de otro pozo” cuando perciban que empiezan a prevalecer nuevos valores. La educación, en todos sus niveles (por sus contenidos y su calidad), tendrá un rol clave en esta tarea.
La Argentina del actual hartazgo social, que suma episodios de violencia creciente, y donde vuelve el zumbido del “que se vayan todos” es un producto de la persistencia durante décadas en ideas equivocadas, valores de “cambalache” y culto a un presente acosado por renovadas y crecientes urgencias. Muchos argentinos sucumbieron al canto de sirenas y, por necesidad, prebendas o negocios, se convirtieron en populistas confesos o vergonzantes. El futuro está abierto y el voto de 2023 dará otra oportunidad a los argentinos que anhelan una Argentina normal.ß
Doctor en Economía y doctor en Derecho