El gran negocio de la Pasionaria del Calafate
Tocaba timbre en una localidad de 120 mil habitantes dominada por un oscuro barón del conurbano, en el mismísimo corazón de la inabarcable tercera sección electoral. Una vecina sencilla y buenaza salió a saludarlo con afecto, y al rato le describió el ruinoso estado de la zona y, en contraposición, lo felicitó por la iluminación de la ciudad de Buenos Aires, por el asfaltado de sus calles y especialmente por la ocurrencia del Metrobus. Casi al final de la charla, Mauricio Macri le preguntó por quién votaría; la mujer le fue muy sincera, por el intendente peronista. ¿Pero por qué?, se extrañó él abriendo muy grande los ojos. La respuesta de la vecina lo dejó pensativo: ella no creía posible que esas "lujosas" obras porteñas pudieran llegar alguna vez al pago, y aunque el barón no era eficiente, estaba cerca y ya se sabe: mejor malo conocido que bueno por conocer. Cercanía y resignación, se dijo entonces Macri, aunque tal vez hoy debería repensar cuánto peso específico y cuánta influencia siguen teniendo los caciques en esas comarcas estragadas donde todavía la "política horizontal" de los smartphones no logró derrotar al feudalismo.
Algunos de los más presentables intendentes peronistas le ofrecieron la rendición a Cambiemos el año pasado, cuando consideraban a Cristina Kirchner un "cadáver político". Y la oferta fue rechazada con argumentos de Durán Barba: no debemos mezclarnos con ellos, son lo viejo y nosotros somos lo nuevo, los aparatos no pesan y la territorialidad ya no es relevante. Muchos de esos alcaldes son los que ahora le prestan volumen a la nueva aventura cristinista. En la Argentina, los cadáveres insepultos vuelven a la vida, sobre todo cuando los médiums los convocan para comprar el perdón y la paciencia: sigan tomando esta sopa amarga porque si no viene el Cuco.
La Pasionaria del Calafate conserva una intención de voto de 40 puntos en la tercera seccional electoral; allí van a las urnas 4 millones de personas, y abunda la clase media baja, ese vasto segmento que con la "gloriosa revolución nacional y popular" llegaba boqueando a fin de mes, pero que con la reforma macrista se le terminan los morlacos el día veinte. La diferencia, como puede apreciarse, no es entre el progreso y la miseria, sino más módicamente entre la pauperización y la emergencia. Pero para alguien que galguea, el asunto no es menor: el inevitable aumento de tarifas les pega de manera directa a ellos y a sus empleadores, no se recupera el trabajo en negro, los salarios pierden contra los precios, y las causalidades nunca penetran la desesperación. No se puede dar cursos de macroeconomía, ni explicar que quienes ahora se proponen como sus salvadores (los kirchneristas) son los verdaderos culpables del drama económico, con sus medidas insustentables y su pesada hipoteca, y tampoco que son los responsables de la deplorable situación de esa provincia gobernada por ellos mismos durante décadas y reventada por la mala gestión, la decadencia consolidada y por el narcotráfico. El encuestador Hugo Haime lo dice en estos términos: "Hasta marzo, la mayoría hablaba de bronca; ahora medimos que subió la desesperanza y bajó la bronca". También bajó la inflación, pero no alcanza. Se gesta en esos barrios del dolor un lógico voto castigo, y el Gobierno necesitará empeñarse mucho y ganar con contundencia en otros lares para atenuar el revés. Su euforia de estos días, al enterarse de que la adoratriz de Venezuela podría ser candidata, resulta por lo tanto imprudente. Es cierto que la atomización del peronismo objetivamente lo ayuda y que articula de repente todo el discurso oficial; también que la coalición gobernante, ante la amenaza del regreso más temido, podría conseguir un milagro de última hora: que desencantados de la ancha avenida del medio se tapen la nariz y terminen votando por "el mal menor", la boleta de María Eugenia Vidal. Pero no es menos cierto que el día después puede encontrarse con la inquietante sorpresa de que la madre de La Cámpora se ha convertido en senadora hiperactiva, aspirante a transformar el peronismo (la carne es débil) en una fuerza decididamente bolivariana y, por efecto dominó, jefa de una oposición que no sería constructiva sino destituyente.
La idea de que la arquitecta egipcia se encamina hacia su ocaso parece hoy un poco atolondrada. Incluso si saliera segunda, presentarse en el distrito más populoso (en Santa Cruz no puede hacerlo, porque los ciudadanos se la quieren comer cruda) es todo ganancia para ella: en un país donde ciertos jueces son tan sensibles al poder, compra un poco más de libertad justo cuando la sombra de las rejas vienen a rozarla, y se queda de paso con un buen número de legisladores nacionales y provinciales, y con un mínimo de quinientos concejales, lo que conforma un considerable ejército enajenado de ocupación. Lo único que podría bloquear esa jugada de ave fénix sería caer al tercer escalón comicial, porque eso significaría que Massa o Randazzo eventualmente lograron jubilarla en su intención de conducir por el andarivel peronista, sea lo que fuere a esta altura esa entelequia. Otra dificultad es que los gobernadores justicialistas, que temen por la gobernabilidad y la aborrecen, le presenten luego batalla, sobre todo bajo la certeza de que una ulterior candidatura presidencial de ella resultará catastrófica para toda la escudería. Macri, en ese sentido, se ha mostrado en privado muy proclive a desoír a Durán Barba y a buscar una acuerdo político e institucional después de octubre. Es cierto que los gobernadores cambiarán la sociología del Congreso: a muchos de ellos, la viuda de Néstor les había impuesto fanáticos en las listas; esta vez estarán llenas de "centristas razonables", como les gusta a Pichetto y a Schiaretti.
Cristina ha sido la más gorila de todos los presidentes justicialistas y, a la vez, quien por paradoja mejor ha llevado al terreno las acciones autoritarias y las ficciones del Perón primitivo. Que sin comerla ni beberla se convirtió en el ideólogo de los desastrosos mandarines de Caracas. Es falaz, no obstante, que romper con el PJ signifique necesariamente apartarse del peronismo, puesto que a esta altura esa corporación vive su diáspora más espectacular y se volvió un elemento sumamente portátil: cualquiera se lleva un pedazo en el bolsillo, como cuando cayó el Muro de Berlín. Una tajada la conserva la dama, y otras muchas sus rivales intrauterinos, que representan las diferentes evoluciones del General y las sucesivas mutaciones modernistas de sus herederos. Una porción renovada yace en el regazo de Massa, y una intangible, como un perfume embriagador, envuelve a María Eugenia, cuya sensibilidad social la distancia cada vez más de los fríos muchachos del Excel.
El oficialismo está obligado a ganar en octubre y a pactar una especie de oxímoron fiscal: bajar a un mismo tiempo el déficit y los impuestos, que es como adelgazar con una dieta de ravioles. Dependerá para ello de la compresión de los opositores, y no tendrá más de seis meses para obtener las leyes adecuadas, puesto que después inevitablemente comenzarán los reacomodamientos para 2019. Por el camino, los ministros están forzados a dejar las chambonadas, que son muchas e imperdonables: los episodios de la discapacidad y las nuevas cifras de desempleo alimentan, en plena campaña, el prejuicio y fueron tratados con una indolencia alarmante. Como si estuvieran distraídos, festejando por anticipado los favores de su íntima enemiga.