El gradualismo los pone revoltosos
Los fabricantes de zapatos postergaron esta semana un seminario. Lo habían organizado para exponer una situación que consideran muy crítica. Dicen, por ejemplo, que todavía están peor que en 2015. Que ese año llegaron a vender 130 millones de pares mientras, al mismo tiempo, entraban 24 millones del exterior, pero que en 2017 las ventas cayeron a 100 millones y los importados subieron a 37 millones. Alguien entendió, con todo, que no era una buena semana para reclamar. La detención de Juan Carlos Lascurain, expresidente de la Unión Industrial Argentina e investigado en la causa de Río Turbio, llevó a algunos empresarios a sospechar que desde el Gobierno se intentaría aprovechar la situación para cuestionarlos a todos. Lascurain fue liberado a las 48 horas, pero la causa avanza y su nombre está demasiado identificado con los sectores de la industria vulnerable, es decir, la que necesita protección estatal. No era el momento.
Ventajas del olfato corporativo. Quienes llevan décadas en el trato con el poder interpretaron rápidamente no solo lo inoportuno de la situación, sino que los prejuicios de Mauricio Macri hacia ellos ha recrudecido en los últimos días. Tal vez varios de ellos ya lo sepan: durante el último retiro en Chapadmalal, el Presidente les ordenó a sus ministros que alentaran a los empresarios a discutir costos y negociar con los sindicatos. Esa instrucción, que vino acompañada del pedido de "explicar cada medida" que se tome en la Casa Rosada, volvió en las últimas reuniones de Gabinete. La más explosiva, la del martes, se filtró y empeoró la relación con la UIA: según publicó Ignacio Ortelli en Clarín, Macri hizo allí referencia al legado que, dijo, Guillermo Moreno había dejado en esos espíritus emprendedores. "Les rompió la cabeza a muchos de estos tipos", graficó y cuestionó, según agregaron testigos a este diario, que el exsecretario de Comercio los hubiera sentado a la mesa para decirles "cuánto debía ganar cada uno, obligándolos a cartelizarse".
A los industriales los dejó de muy mal humor. Es cierto que a veces es el propio Gobierno el que aviva reflejos kirchneristas cada vez que les exige en público que inviertan, algo a lo que nadie está obligado en el mundo libre. Pero todo empresario argentino tiene en el inconsciente una idea estatista. "¡Espere, que nosotros estamos invirtiendo!", se atajó esta semana un fabricante de maquinaria agrícola que acababa de sentirse retado por el ministro Francisco Cabrera , anfitrión de un encuentro del sector. Cabrera volvió sobre sus pasos. "No me entiendan mal, yo creo que el empresario tiene que invertir cuando lo crea conveniente", les dijo.
El ministro de Producción venía de varios contrapuntos similares. En fin de semana, durante la Fiesta de la Vendimia en Mendoza, había discutido con la Corporación Vitivinícola Argentina, que preside el sanjuanino Ángel Leotta, donde volvieron a pedirle que mantuviera el impuesto interno a la cerveza en 14%, tal como salió en la reforma tributaria, y que no lo bajara al 10%, como prevé el Gobierno hacerlo en la reglamentación. Los productores se quejan de que sus ventas cayeron el año pasado mientras las de cerveza crecían, y suponen que un buen modo de competir es que el Estado grave al competidor. A Cabrera no le gustó. Les hizo, al contrario, una recomendación que podría encuadrarse en el menottismo futbolístico: no pensar tanto en el rival como en el modo de bajar costos y tributos propios. "Si no, mañana van a venir los jugos a decirme que son los más sanos y tampoco deberían tributar", agregó.
La pelea por el impuesto a las bebidas fue en los últimos meses un carnaval de lobbying. Tanto que hasta Macri prefirió tomar distancia. Evitó en enero en Davos, por ejemplo, encontrarse con el brasileño Carlos Brito, presidente del grupo cervecero AmBev, pese a que lo venía haciendo con varios líderes de multinacionales. Le encomendó la reunión a Cabrera.
Que algunos de estos desencuentros entre el Gobierno y la industria se hayan extendido en los últimos días a la esfera pública puede tener una doble lectura. La primera es política. Hasta ahora, a pesar de que venían arrastrando dificultades, las corporaciones habían preferido proferir sus quejas en voz baja, sin filtraciones a la prensa, porque la mayor parte de sus accionistas estaban plenamente convencidos de la necesidad de apuntalar lo que ellos llaman "un gobierno no peronista". El alivio que había supuesto para muchos de ellos el triunfo oficialista sobre Cristina Kirchner en la provincia de Buenos Aires, un gran paso en el anhelo del "fin del populismo", se interrumpió en diciembre con la imagen de los incidentes y parte de la clase política intentando evitar en las calles el debate de la reforma previsional. Ese temor se expresó en la tasa de los bonos locales. "El mercado interpretó que pagábamos un costo enorme para sacar una medida elemental de racionalidad", recordó a este diario un funcionario de Cambiemos. Pero esas dudas, que se mantuvieron durante el verano, parecieron disiparse a fines de febrero, cuando los agentes económicos advirtieron que Macri soportaba sin inmutarse, casi sin consecuencias, la movilización de Hugo Moyano en la 9 de Julio.
La otra lectura es económica. Los empresarios han empezado a darse cuenta de que el gradualismo es capaz de mantener la paz social, pero aleja demasiado las soluciones. Tendrán que esperar mucho tiempo para que el costo argentino, que se compone de dosis variables de impuestos, paritarias altas, burocracia, infraestructura deficiente y en algún caso aportes adicionales a sindicatos, los vuelva competitivos.
El camino hacia ese horizonte está lleno de problemas. Ayer, diputados peronistas nacionales de Cuyo presentaron un proyecto para frenar la importación de tomates enlatados, que ya equivale al 40% de la producción local. La iniciativa, que partió del despacho de José Luis Gioja (San Juan) y a la que después se sumaron Luis Beder Herrera (La Rioja), Guillermo Carmona (Mendoza) y Daniela Castro (San Juan), coincide con el reclamo de fabricantes que están en la UIA, como Arcor. La Asociación Tomates 2000, que reúne a todos los productores del país, pide desde hace un año a la Aduana que les ponga un valor de referencia de 0,78 dólares a los tomates que vengan de Italia. Para el Gobierno es una medida absurda: "¿Cómo vamos a frenar la importación en el país de los alimentos?", contestan.
Si triunfa la franqueza, algunos de estos argumentos deberían volver a expresarse pasado mañana, durante la visita de la UIA a Macri. Irán Miguel Acevedo, presidente de la central fabril, y los vicepresidentes Luis Betnaza y Daniel Funes de Rioja. Lo más probable es que, más allá de las buenas intenciones, el encuentro termine sin resultados. Y con unas cuantas promesas. Es el lado amargo del gradualismo, tan eficaz para no estrellarse como incierto para el despegue.