El golpe político de una reina caprichosa
“¿Viste cuando hay un accidente mortal en una familia, que nadie esperaba? Pasan unos días de confusión en los que nadie reacciona; pasa un tiempo en el que nadie se pregunta quién se va a quedar con la casa, el auto o la ropa. Bueno, así estamos nosotros”, se sinceraba un hombre clave de la coalición oficialista un par de horas antes de que Cristina ejecutara su golpe político contra su socio en el poder, a manos de uno de sus hijos dilectos: Wado de Pedro, el primero en ejecutar el operativo apriete. De Pedro no es un camporista más. Con ambos padres desaparecidos, siempre fue, desde el inicio de la organización, mucho más cercano a Cristina que a Néstor. Entre ellos hay un tejido afectivo sólido, como de madre e hijo. Wado es todo un símbolo de lealtad. “Una vicepresidenta que vacía de poder al presidente está haciendo un golpe de Estado”, interpretó Elisa Carrió la movida de la jefa despechada.
Cristina amasó su furia en silencio. Pasó de la cara de asco a Victoria Tolosa Paz en aquel memorable lunes negro a la brutal reacción de una reina caprichosa a la que le han arrebatado una colina clave. La movida de renuncia en cadena de los funcionarios que le responden parece haber adelantado una discusión que el albertismo, e incluso el Frente Renovador, perfilaba para el 15 noviembre, ya con los números definitivos de las elecciones generales. “La discusión es por el rumbo. No es lo mismo que el resultado (de noviembre) perfore el piso donde quedó hoy el kirchnerismo que que demos vuelta la elección”, reflexionaban cerca de Sergio Massa el miércoles al mediodía.
En medio de un duelo inesperado, un tsunami de talibanes K venía pidiendo, desde el domingo, “más Cristina”. Es decir, más radicalización para salir del pozo. Otra tribu, en cambio, empezaba a ver la salida por la puerta contraria: más moderación. ¿Giro radical o volantazo hacia el centro? “El límite de la radicalización no solo lo pone el albertismo o el Frente Renovador, sino los propios intendentes, que piden más diálogo con la clase media”, decía ayer el tigrense, en una reunión reservada, antes de reunirse con su tropa. La versión de Massa en un superministerio de Economía o como reemplazante de Santiago Cafiero –una suerte de rescatador del kirchnerismo desgajado– cobraba volumen en una cultura política propensa a creer en soluciones mágicas y fórmulas salvadoras. El tigrense fue trabando un vínculo estratégico con Máximo Kirchner y tiene el apoyo de “la Orga”. Más aún: siempre pensó que el vicario del poder K debería haber sido él, en lugar de Alberto.
“Si confiás en alguien le tenés que dar los instrumentos y la autonomía”, deslizó el tigrense ante asesores de su confianza. ¿Autonomía? No parece una palabra que encaje con el ADN K.
Lo que más enardeció a la reina caprichosa fue la derrota entre los más pobres, un mazazo que no esperaba. Sectores vulnerables que, al menos esta vez, parecen haber decidido rebelarse en defensa propia, incluso, votando a Milei en los sectores más humildes de la ciudad, un voto que alguna vez fue kirchnerista: esa es, quizá, la novedad más relevante de las PASO. La coalición perokirchnerista ha perdido el monopolio de la representación popular.
¿Un fenómeno coyuntural, atado a la pandemia, o un cambio cultural más profundo, la persistente influencia de una narrativa más republicana –digámoslo así– entre los sectores más vulnerables? Demasiado temprano para saberlo. La asistencia que provee el populismo se parece a una droga. Si lo sabrá el puntano Claudio Poggi, que, en las PASO de 2017, les había ganado a los Rodríguez Saá por casi 20 puntos, que lograron revertir en las generales. ¿La fórmula? Populismo del berreta, pero efectivo. Lanzaron 80.000 planes en una población de 500.000 y hasta regalaron dinero en efectivo y una catarata de electrodomésticos. Poggi calcula hoy que pusieron más de 1000 millones de pesos en la calle. La coima funcionó.
El populismo garantiza satisfacción inmediata; está romantizado; incluso, se instala con una mística que calma el dolor. Por eso se recae. Una y otra vez. Una ideología que funciona como un refugio emocional (no solo político), que contiene, que hace a sus seguidores sentirse menos solos. De allí que el italiano Loris Zanatta la equipare con una religión. Pero que, como toda droga, nos va destruyendo en el largo plazo. Los resultados económicos e institucionales están a la vista. ¿Estará buscando una parte de la Argentina su propio camino hacia la sobriedad? Por ahora todo es confusión.