El Gobierno no les habla a los jóvenes
La palabra “futuro” casi no figura en el diccionario del poder ni se hilvana ningún mensaje de esperanza; la retórica oficial, dirigida a la propia tribu
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El discurso del Gobierno suena cada vez más desconectado de las angustias de los jóvenes. La palabra “futuro” casi no figura en el diccionario del poder. Tampoco se hilvana ningún mensaje de esperanza. La retórica oficial solo parece dirigida a la propia tribu, a una militancia rentada que encuentra en el aplauso una forma de asegurar su lugar al calor del oficialismo. ¿Quién habla en el Gobierno de las cosas que desvelan a padres e hijos? ¿Quién habla de las dificultades para alquilar, de las penurias en la búsqueda del primer empleo, del impacto emocional que ha tenido la pandemia en los hogares, de las secuelas anímicas, físicas y psicológicas que ha provocado el encierro? ¿Quién les habla desde el poder a los jóvenes que quieren irse del país? ¿Y quién los escucha, quién intenta interpretar sus razones más profundas, su desencanto y su pesimismo? ¿Quién les habla a los que quieren trabajo y no subsidios? ¿Y a los que hacen silencio, pero saben que las universidades cerradas condicionan su formación? Funcionarios y legisladores parecen desentendidos de esas angustias sociales, como si el estado anímico de las familias fuera un tema ajeno a la política.
Cuando el Presidente derrapa con una absurda descripción sobre nuestros orígenes (aquella de los barcos, los indios y la selva), no solo muestra dificultades para comprender de dónde venimos: revela despreocupación por entender a dónde vamos. El país de hoy no es el que ve bajar a los inmigrantes de los barcos; es el de los argentinos que se suben a los aviones para buscar su futuro en otro lado. El termómetro del poder no parece registrar esa dolorosa realidad.
En las últimas semanas, varias encuestas han coincidido en que el Gobierno baja en la consideración de los jóvenes. Algunos analistas lo han visto como un dato llamativo, porque suponen que entre “los jóvenes” y el kirchnerismo hay una suerte de romance duradero y natural. ¿Será así? Los “pibes” (como se los llama en el lenguaje oficial con una mezcla de condescendencia y demagogia) son los que más sufren el desempleo, la precarización laboral, la crisis educativa y la pobreza. Los que pertenecen a segmentos más acomodados también están afectados por el achicamiento de oportunidades laborales, las dificultades para acceder al crédito y la falta de horizonte. Un chico que nació con la llegada del kirchnerismo al poder ahora tiene 18. Vivió 14 de esos 18 años (el 77 por ciento de su vida) bajo el mismo signo político: ¿cuál es hoy su realidad? ¿Qué posibilidades tiene de conseguir un empleo de calidad, de construir o comprar una vivienda, de independizarse de sus padres y armar un proyecto de familia? ¿Qué cosas lo incentivan para esforzarse y arriesgar? Las respuestas a estos interrogantes quizá aporten alguna clave para entender su desencanto.
En el discurso del poder, “los jóvenes” son una especie de muletilla o de lugar común. Sin embargo, parece haber un estereotipo que, de alguna forma, subestima a las nuevas generaciones. Se cree que la retórica y el relato alcanzan para seducirlos. Y quizá por eso escuchemos a un gobierno que habla en “lenguaje inclusivo”, sobreactúa los eslóganes de la corrección política y combate la meritocracia, como si creyera que un discurso demagógico y sin contenido le alcanza para asegurarse la adhesión de los jóvenes. ¿No será otra confusión como la de Octavio Paz con Litto Nebbia? Quizá los jóvenes creen más en el mérito de lo que supone el ideologizado dogma oficialista. Quizá creen en la verdadera inclusión, y no tanto en la sintaxis populista del “lenguaje inclusivo”. Tal vez quieran ganarse la vida y no que se la cubra el Estado. ¿Desde el poder escuchan e interpretan a “los jóvenes” o solo escuchan el eco de minorías ideologizadas? Cuando hablan de “los pibes”, ¿hablan de los jóvenes de hoy o de los que lo eran hace 15 años y ahora están al abrigo de la militancia y de la cristalización de sus propias ideas? Si creen que “los jóvenes” son La Cámpora, quizá estén mirando la realidad por el ojo de una cerradura muy pequeña.
Hay algo de la vida real que no parecen detectar los radares del Gobierno. Esa realidad está impregnada de una angustia que transita por canales subterráneos. Sin embargo, es percibida a simple vista apenas se sale de los microclimas y la endogamia de la política. Cuando se habla con jóvenes de clase media y de estratos más humildes, se percibe cierta desazón, pero a la vez una rebeldía silenciosa. Ven la pendiente en la que se desliza el país y les cuesta construir una esperanza. Pero no compran relatos ni espejitos de colores. Sufren la realidad en carne propia: el empleo joven es cada vez más precario; la capacidad de ahorro es casi nula; la inflación devora los ingresos. En las últimas décadas, se ha incentivado el consumo de zapatillas, celulares y televisores en cuotas. Muchas familias hoy se encuentran asfixiadas por la tarjeta, sin posibilidades siquiera de mantener ese estándar de consumo. El Gobierno, lejos de intentar construir una perspectiva de largo plazo, y darle sentido al esfuerzo, prometió “asado para todos”. El cortoplacismo ya se ha encogido al horizonte del fin de semana y el crédito se ha replegado al Ahora 12 en las carnicerías. A los jóvenes que sufren esas penurias no se los conquista llamándolos “chiques”. Es probable que ese truco ni siquiera funcione entre “los pibes” del Nacional Buenos Aires, que, a pesar de estar representados por cierto ideologismo militante, también empiezan a preguntarse si el cierre de colegios durante todo un año no revela, en realidad, una profunda indiferencia frente a su propio futuro.
Con el cierre de las escuelas ha quedado desnuda la desconexión entre el discurso oficial y la vida de las familias. Les fallaron hasta los reflejos del paternalismo y han terminado por crear una suerte de Estado abandónico. Mientras les hablaban a los gremios, dejaban de ver el bosque. Mientras llamaban a “los propios” a militar la cuarentena –como si fuera una epopeya en lugar de una desgracia–, se les escapaban los elefantes en los que se había montado la angustia social. Es un gobierno que ve la realidad a través del empleo público, por eso les habla a “los maestros y las maestras” sin ver a la escuela en su conjunto; sin ver a los chicos y a los padres. Sin ver tampoco a los cuentapropistas, a los plomeros y los técnicos que viven de su trabajo diario. Es un discurso que acomoda los argumentos y distorsiona la realidad. Con los mismos datos con los que cerraron los colegios, decidieron abrirlos. Todo, con el escaso rigor con el que el Presidente dijo que “las madres se amontonan en la puerta de las escuelas y los chicos juegan a cambiarse los barbijos”.
Quizá valga la pena que algunos funcionarios hagan el ejercicio de salir de sus despachos y de las cápsulas militantes para acercarse a las colas en las que miles de jóvenes buscan empleo. Verán que en esas colas se habla otro lenguaje y se escucha otra música: ni Viglietti de los setenta ni el rock nacional de los ochenta. Mientras millones de jóvenes miran a Europa, Australia o Nueva Zelanda, el Gobierno mira a Rusia, Venezuela y Nicaragua. Encapsulado en sus prejuicios, sus confusiones y sus dogmas, el poder cada vez parece más lejos de sintonizar con “la vida real”.