El gobierno electrónico del futuro
Los ciudadanos vivimos oprimidos por un sistema idiota que reclama constantemente a los individuos la información que el propio sistema posee
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Tal vez la referencia a un “gobierno electrónico” resulte algo exagerada, porque las máquinas y los sistemas automatizados no nos gobiernan, pero, después de todo, ¿quién necesita tanto un gobierno? Lo que más demandamos, y con urgencia, es una prolija administración de los bienes comunes, en su sentido más amplio, y en esta materia los seres humanos hemos fallado demasiado.
La tecnología de blockchain, sobre la cual se generan, se compran y se venden los bitcoins y otras criptomonedas, revolucionará las administraciones de los países y tendrá la capacidad de disminuir drásticamente la corrupción y así aumentar las inversiones y el trabajo genuino. Para comprender mínimamente de qué modo esto puede ser posible, tal vez resulte suficiente con saber que blockchain (“cadena de bloques”) es una plataforma informática construida en forma de red, pero, a diferencia de una tela de araña, carece de un centro desde el cual se arme el tejido. El sistema está diseñado para que cualquier dato o modificación que se produzca en uno de los nodos de esa red se replique al mismo tiempo en todos los demás. Este mecanismo (por llamarlo de algún modo) otorga a la información mayor certidumbre que una escribanía o, si se quiere, es como una escribanía múltiple, formada por millones de “libros notariales” idénticos. Si se adultera uno, los demás rechazan el cambio improcedente.
A partir de este conocimiento elemental –que es el que poseemos quienes no somos expertos informáticos– ya podemos imaginar innumerables usos para una mejor administración que no dependa de la voluntad de un mandamás que nos sujete a lo quiera ver o dejar de ver. Podría comenzarse con la información que posee un gobierno sobre nosotros mismos. Los ciudadanos vivimos oprimidos por un sistema idiota que reclama constantemente a los individuos la información que el propio sistema posee.
¿Cuántas veces más en la vida deberemos presentar nuestra partida de nacimiento? Se trata de una pieza útil para un estudio de genealogía o para un museo –si es la de alguien que cumplió un papel importante en la historia–, pero no para un trámite. ¿Y el documento nacional de identidad, que el Registro Nacional de las Personas tiene en su poder? ¿Y la constancia de nuestra categoría tributaria, a la que cualquiera puede acceder y, con mayor razón, el poder público? Pero nos requieren todo eso y mucho más. ¡Nos requieren certificados de antecedentes penales, con cinco días de vigencia, una constancia que los registros estatales guardan y actualizan todo el tiempo!
Sobre el final de la vida laboral de un individuo, el PAMI le pide datos de la Anses. ¡Les reclama a los beneficiarios certificados de supervivencia, a pesar de que la situación contraria figura en las partidas de defunción que el propio Estado emite! El trayecto intermedio entre el nacimiento y la vejez lo transitamos buscando documentos cientos de veces para satisfacer la curiosidad inútil de la administración.
El hecho de que hoy buena parte de esos documentos puedan ser entregados a través de la web nos ahorra algún viaje y alguna cola, pero no cambia la esencia estúpida del sistema. Esto es lo mismo que comprar un automóvil de alta gama y amarrarlo a un par de caballos para que lo remolquen.
Cuando alguien emite una factura electrónica, la AFIP le pregunta cuál es la categoría tributaria de la persona física o la institución que pagará esa factura. Si el pobre contribuyente se equivoca, el sistema le avisa que esa no es la categoría, hasta que adivine la información que el gobierno ya posee.
Hay una verdad aceptada en todo el mundo desde hace siglos: la sobrecarga de trámites innecesarios genera corrupción y búsqueda de atajos. Como mínimo, provoca en las personas un estado de constante desazón, un nerviosismo consciente o subconsciente derivado de tareas postergadas; en definitiva, un malestar individual y social. Y hasta aquí la referencia a las personas físicas. En una empresa, la presión se multiplica.
Ya era posible antes, pero hoy resulta inexcusable la integración, en una red única, de todos los datos que el Gobierno posee dispersos. Con una plataforma como blockchain, actualmente ni siquiera es necesaria la existencia de un organismo que centralice esa información, sino que cada uno aportaría los datos propios de su área a la red y esos datos aparecerían automáticamente en los demás organismos. Y en esta red podría estar integrada no solo la información procedente de organismos públicos, sino también la de los privados que lo consintieran.
¿Por qué un policía tendría que pedirnos licencia de conducir, cédula verde y vigencia de la póliza de seguro si todos esos datos deberían figurar en un sistema al que podría acceder desde su teléfono celular? Más aún, el sistema podría conocer de antemano quién genera un riesgo patrimonial a los demás al circular sin una póliza vigente.
El control de los gastos gubernamentales y el orden de pagos podría ser eficiente si cualquier desembolso se reflejara en una cadena informática segura que no permitiera utilizar partidas de un rubro para aplicarlo a otro y que, a la vez, resultara accesible a los ciudadanos.
Los hospitales públicos y, por qué no, también los sanatorios privados que lo decidieran podrían tener un perfecto control del almacenaje y uso de sus medicamentos si todos los actores del sistema pudieran observar los retiros de farmacia en tiempo real y, a su vez, la programación permitiera relacionar el nivel de utilización de los insumos con las historias clínicas, a fin de evitar la malversación. El ejemplo de la salud es el más sensible, pero ese mecanismo sería aplicable a cualquier tipo de organización.
No hay motivos –ni siquiera el federalismo– para que no exista información centralizada de bienes inmuebles de todo el país, tal como la hay respecto de los automotores. Pero claro: eso facilitaría el control patrimonial de los funcionarios.
Los contratos de suministro y de obra pública podrían autoejecutarse mediante la plataforma de ethereum –otra criptomoneda que desarrolló “contratos inteligentes”–, de modo que los avances en el proceso de pagos y garantías no dependieran de la voluntad de los funcionarios ni de las empresas.
Las agendas de los inspectores también serían programadas y controladas desde múltiples nodos; de manera que el inspector no pueda llegar y salir de una empresa sin que se sepa dónde fue y qué hizo.
Los ejemplos pueden multiplicarse por miles, aplicables a todas las áreas; pero el principio de este cambio de paradigma reside fundamentalmente en la transparencia, el control múltiple y la autogestión por los ciudadanos en lugar de la aprobación previa.
Es obvio que el actual gobierno ni imagina ni desea un cambio semejante y en la oposición la única que lo tiene en su agenda es Patricia Bullrich, quien ya lo había propuesto, con la colaboración de quien esto escribe, en su campaña a la jefatura de gobierno de Buenos Aires en 2003, aun cuando entonces las herramientas informáticas eran muy inferiores a las actuales.
¿Qué quedaría entonces para un gobierno como tal? La política exterior, que es la verdadera política, la seguridad y las grandes líneas estratégicas, además de la dicha de ver a un pueblo feliz.