El gobierno de Milei, una antítesis por la que hay que pasar
La sociedad volverá a valorar el ideal liberal institucionalista, pero además irá en busca de una síntesis de estos últimos cinco lustros: liberalismo más progresismo
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John Stuart Mill, que vivió la mayor parte de su vida en Inglaterra durante la era victoriana, en una casa que era propiedad del filósofo utilitarista Jeremy Bentham, de quien su padre, James Mill, fue una suerte de socio intelectual, lentamente se apartó del liberalismo conservador que reinaba en el seno familiar y fue acercándose a un modelo más democrático y progresista. Fue incluso feminista antes de tiempo. Le preocupaba, más que la coerción del Estado, la tiranía social de la opinión pública, que tiende a aplanar y obtura toda originalidad en el mundo de las ideas. Es probable que de haber conocido las redes sociales, con su coro de bullying arrabalero y su autocomplacencia alimentada por cámaras de eco, habría reforzado su alarma.
Para Mill toda opinión goza de una presunción de validez, porque la idea imperante puede ser falsa, porque puede ser verdadera pero requerir de un contraste con el error para consolidar su veracidad, o bien –el caso más común– porque ambas doctrinas, la instituida y la excéntrica, contienen partes de verdad y es necesario un mestizaje. En el siglo XVIII reinaba un optimismo cientificista casi absoluto, pero fue necesario que solitariamente Rousseau produjera un cimbronazo, como si fuera un gran plumero de la historia, para obligar a la humanidad a matizarlo con la sencillez de la vida y la autenticidad del placer.
Los antagonismos binarios propiciados por Ernesto Laclau y usados por todos los populistas (patria/antipatria o gente de bien/zurdaje) cavan trincheras irreconciliables y obturan el diálogo. Las disidencias, por minoritarias e incluso molestas que sean, enriquecen: en la síntesis se cifra el progreso de la humanidad, les guste o no a los fundamentalistas que abundan en la red social X. Claro que no estamos hablando de acordar con las corporaciones mafiosas, cuyas opiniones dependen de su bolsillo, ni con los delincuentes que buscan zafar de sus causas, sino de la capacidad de escucha hacia los argumentos del otro que interpelan nuestras convicciones. El error se disipa en la combustión de opuestos, nunca en la apacible unanimidad.
Los últimos veinticinco años de la Argentina enuncian pulsiones sucesivas hacia dos vértices aparentemente contenciosos y secretamente complementarios. Del mismo modo que a una época de sensualidad pagana suele suceder otra de ascetismo y religiosidad, la década conservadora del menemismo auspició una necesidad compensatoria de progresismo, que primero se manifestó desprolija y frustradamente en el gobierno de la Alianza y, más tarde, de modo pendenciero y brutal en el kirchnerismo. Esa propensión no murió con el fracaso de la Alianza, siguió ahí latente y se reconfiguró en una versión más áspera. Muchos argumentan que el kirchnerismo lejos estuvo de ser progresista; esa aseveración podrá ser cierta pero deja en pie, sin embargo, una evidencia irrefutable: parte de la sociedad veía en los Kirchner ese rasgo.
Luego de doce años en los cuales ese matiz progresista –originalmente valioso– se convirtió en una grotesca caricatura, que iba del lenguaje inclusivo en los documentos oficiales al cupo laboral trans, y de los baños no heteronormativos en las universidades al abolicionismo penal, y que se entretejió con una corrupción generalizada y malos resultados sociales, fue creciendo en la sociedad una nueva energía compensatoria: ahora a favor del liberalismo y el orden.
Esta novedad decantó en 2015 en el triunfo del macrismo, que operó bajo la premisa de que si actuaba a gran velocidad podría estrellarse. Pero el gradualismo funcionó como un ciempiés, naturalmente sin sincronización, que avanzaba unos pasos de un lado y quedaba desfasado del otro, luego movía los pies rezagados pero ya era demasiado tarde, porque el primer flanco había quedado nuevamente retrasado, y así sucesivamente. Los magros resultados se confundieron –no sin cierta razón– con tibieza, sobre todo porque no hubo una política cultural potente que apuntalara esas peripecias. Sucedía lo contrario: culturalmente el modelo macrista era vergonzante y medroso.
La derrota de Macri en 2019 no sepultó, sin embargo, aquella pulsión de liberalismo nacida al abrigo del desencanto producido por el kirchnerismo. Al contrario, la dotó de una nueva piel, le confirió un rasgo hirsuto y violento cuya cara visible, cuyo emergente fue Javier Milei. Del mismo modo que ante el fracaso de la Alianza el progresismo buscó encauzarse a través de un modelo salvaje, ese liberalismo que permanecía irredento, debajo de la superficie, ejecutó una operación simétrica. Como si estuviera probada la imposibilidad de hacerlo con amabilidad y apego a las instituciones, la estética de los gritos, el enojo y la motosierra encarnaba ese ideal negativo y desaforado.
Resignadas, muchas personas de cuya honestidad podría dar fe sienten que esta es la última oportunidad de desmantelar la maraña populista e implantar un modelo de desarrollo en la Argentina. Subrayo una palabra: última. Lo viven dramáticamente. Creen que si Milei fracasara volvería el kirchnerismo. Así como en los 70 muchos creían que la vía al liberalismo eran los gobiernos militares, ahora muchos piensan que el único camino es cerrar los ojos y acelerar. Más aún, piensan que cualquier concesión, que cualquier moderación institucional es una traición y una cobardía. Por eso Milei estampa un vocablo sintomático para el ajuar de sus mejores dirigentes: talibanes.
Pero del mismo modo que el kirchnerismo no fue esa socialdemocracia con la que habían soñado progresistas como José “Pepe” Nun y Beatriz Sarlo, y derivó en un populismo lleno de corrupción y oscurantismo, Milei parece enfrascado en un proyecto inversamente proporcional. Basta ver sus amistades. En el nivel mundial: Viktor Orban, Santiago Abascal, Donald Trump, Jair Bolsonario, Marine Le Pen. En el invierno de 2020, en el salón de baile de un opulento hotel italiano se reunió toda esta ultraderecha y, en medio de cierta atmósfera viscontiana, Orban fue ovacionado cuando contó lo que había logrado hacer en Hungría con sus opositores de izquierda: cerrar una universidad entera, poner a la Academia de Ciencias bajo el control del gobierno, retirar el financiamiento a los departamentos universitarios que lo disgustaban y disciplinar a la mayoría de los medios de comunicación. En el nivel local, hay que mencionar al secretario de Culto, que rechaza el divorcio y la diversidad sexual, o a ensayistas cercanos al poder que llaman “invertidos” a los homosexuales. Es un buen resumen de lo que estos movimientos persiguen: una sociedad sin disentimientos, aplanada, sin matices. El respeto del “plan de vida” individual es aplicable solo cuando se amolda al plan general del líder.
Por eso, la angustiosa ilusión que muchos demócratas genuinos depositan en Milei podría ser un espejismo. Se aferran como náufragos a un Trump barrial sin advertir que es una antítesis por la que hay que pasar, una transición, un mero purgatorio, y que una eventual frustración en modo alguno agotaría la pulsión liberal que anida en la sociedad. Veinte años de kirchnerismo, 80 de peronismo, garantizan el hartazgo; por ende, el optimismo. Ese impulso seguirá ahí por bastante tiempo, presionando desde los subsuelos. Si hoy da vértigo el panorama de la oposición, cuyo vacío desalienta, no deberíamos olvidar que toda crisis engendra su emergente. Por contraposición, la sociedad volverá a valorar el ideal de un liberalismo estilizado e institucionalista. Pero además irá en busca de una síntesis de estos últimos cinco lustros: liberalismo más progresismo. Es el ensamble sinfónico que tan bien representaba John Stuart Mill cuando, con la misma enjundia, defendía la libertad de comercio y el feminismo.