El germen de una rebeldía estudiantil con el celular en la mano
Es doloroso, pero debe decirse: en las escuelas y las facultades se combate la libertad de pensamiento; desde el poder se protege y se incentiva el fanatismo
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Tal vez empecemos a extrañar a aquellos profesores que intentaban adoctrinar a los alumnos, que “bajaban línea” y ofrecían una visión sesgada de las cosas. Muchos de ellos al menos utilizaban argumentos, se basaban en una bibliografía parcial (pero bibliografía al fin) y trataban de persuadir sin anular el debate. Ahora confirmamos que hay algo peor: el camuflaje, detrás de un cargo docente, de una militancia panfletaria y patoteril, huérfana de toda argumentación, pero avalada desde la cima del poder. En una Argentina que se empeña en acentuar su propia degradación, lo malo empieza a añorarse frente a lo peor.
El sistema educativo refleja, de un modo doloroso, el deterioro profundo de la Argentina: un deterioro material, pero también ético. Una espiral de decadencia en la que se rompen todos los pactos. La escuela supone un acuerdo tácito y elemental: los chicos y adolescentes van a esa institución a aprender, a formar su carácter, a forjar su espíritu crítico y a incorporar una visión amplia de las cosas. Si en lugar de contribuir a esos objetivos se los atropella con consignas a los gritos y se los trata con modales y lenguajes que hasta suenan pedestres en la calle, se rompe el pacto elemental entre la escuela y la sociedad. La ruptura violenta de ese pacto es la que exhibe el video de la profesora de La Matanza que se conoció en estos días.
Por supuesto que ese desequilibrio no representa –ni mucho menos– a la mayoría de los docentes. Pero también sería ingenuo suponer que es un caso aislado y marginal. La confusión entre docencia y militancia se ha acentuado mucho en las últimas dos décadas. El discurso panfletario se ha metido no solo en las escuelas secundarias, sino también en las primarias; no solo en los colegios públicos, sino también en los privados. Tal vez lo más novedoso de este último episodio no sea lo que confirma el video, sino el hecho de que los propios estudiantes se hayan hartado y hayan decidido denunciarlo a través de un registro audiovisual. Es cierto que las filmaciones subrepticias en el aula son un arma de doble filo y suponen un peligro. En este caso, sin embargo, ha sido el vehículo de una denuncia valiente y reveladora.
Esa novedad podría ser el primer síntoma de un fenómeno auspicioso y alentador: ¿empieza a gestarse una rebeldía estudiantil frente a una escuela que no les enseña, no les exige, no los motiva y no los forma? ¿Hay una reacción incipiente de los alumnos frente a la mala praxis docente? ¿Empiezan a reclamar maestros y profesores en lugar de activistas y fanáticos? ¿Empiezan a demandar un pluralismo que ha sido sofocado por el pseudoprogresismo autoritario? Para este grupo de estudiantes hubiera sido más cómodo seguirle la corriente a la profesora, callarse la boca y aprobar a fin de año. Que hayan optado por el camino más incómodo abre una luz de esperanza. Y desmorona, a la vez, algunos prejuicios instalados: quizá los jóvenes no “compran” con tanta facilidad la demagogia educativa; quizás esperen más seriedad, más exigencia y más ecuanimidad de sus docentes.
Hay otras novedades que trajo este episodio. El aval del Presidente a la profesora también opera como una confirmación de algo que se sospechaba, pero que ahora queda probado. Desde la cima del poder se cree que eso está bien, aunque varios actores del propio oficialismo hayan tomado distancia. Al Presidente le pareció ver en los gritos y el avasallamiento un debate “formidable”. Le pareció que la hostilidad contra el alumno que intentaba plantear algún reparo era una forma de “abrirle la cabeza”. Curiosa pedagogía de un profesor de la UBA: confunde eslóganes con argumentos; monólogo, con debate, y fanatismo, con convicciones. En esa “ensalada”, cualquier exhibición de intolerancia, por obscena que sea, encuentra justificación.
El silencio de los gremios docentes hace juego con la idea del Presidente. Hasta ahora no se animaron a decirlo, pero ellos también creen que eso es “hacer escuela”. Hace tiempo que el sindicalismo docente le ha soltado la mano a la educación. Creen que se trata de “dar batalla”, no de dar clase. Se ven a sí mismos como militantes de una causa; no como profesionales con vocación de enseñar. Han convertido el aula en un espacio de disputa. La escuela ha dejado de ser una institución que valora la pluralidad, la exigencia y el estudio para transformarse en un territorio dominado por la anomia, donde en lugar de debatir ideas se revolean consignas, manipulaciones y prejuicios.
Esta escuela colonizada por una militancia combativa ha abandonado a los estudiantes, a los que muchos ven casi como un obstáculo para la lucha sindical. Por eso los gremios fueron defensores de las escuelas cerradas y de las clases ficticias. A los jóvenes no los identifican como alumnos, sino como “objetivos”: se los intenta sumar a la causa, domesticar y convertir en militantes agradecidos y sumisos. Eso es lo que le dice la profesora al alumno: “¿No te das cuenta de que lo que comés te lo da el Estado?”, le grita desaforada. El maltrato encubre una forma de abuso que abona esta suerte de “cosificación estudiantil”. Cuando, después del escándalo, la profesora intentó justificarse, reforzó esta profunda distorsión: “Me pinchó un alumno macrista”. Por un lado, divide el aula entre “macristas” y “kirchneristas”; no entre alumnos y docente; por el otro, lo acusa de haberla provocado. ¿Dónde está la responsabilidad del adulto frente al adolescente? El planteo remite a la ominosa táctica de culpar a la víctima. Ni siquiera se le ocurrió apelar al argumento que le ofrecía la nueva “jurisprudencia del poder”: no hubo adoctrinamiento porque el alumno no se convirtió al kirchnerismo (“no hubo delito porque nadie se contagió”).
¿Nadie había advertido antes los excesos de esta profesora? ¿Dónde están los directivos de las escuelas? Quizá se dividan entre los que creen, como el Presidente, que eso está bien y los que se resignan a que “no se puede hacer nada”. Varias hipótesis quedan corroboradas con este video y con las reacciones (o silencios) que ha generado. La primera es que la profesora no es una excepción en un sistema que ha naturalizado la “docencia panfletaria”. La segunda es que “el sistema” no tiene autoridad ni autonomía para combatir este flagelo. ¿Se habrían animado el director o la directora de la escuela a llamarle la atención a la profesora por militar en el aula? Es una pregunta retórica: cualquier directivo se habría jugado la carrera si hubiera cuestionado esa actitud. Ahora será peor, porque el activismo en el aula cuenta con aval presidencial.
Los docentes que no están de acuerdo con estas prácticas (que son muchos) tienen miedo de decirlo. En todo el sistema educativo, incluidas por supuesto las universidades, hay un código de temor que lleva a los que piensan contra la corriente a una suerte de repliegue táctico como estrategia de supervivencia. Es doloroso, pero debe decirse con todas las letras: en las escuelas y las facultades, se combate la libertad de pensamiento. Desde el poder se protege y se incentiva el fanatismo.
Pero detrás de tanta oscuridad aparece una esperanza. Al menos un grupo de estudiantes ha dicho basta. Una antigua fábula oriental cuenta que un viejo monje tibetano, que vivía en la soledad de una montaña, era valorado como un gran maestro. Apenas llegaba su alumno, lo recibía con una bofetada. El joven bajaba la cabeza e intentaba ser obediente para no recibir un nuevo golpe. Pero a la mañana siguiente, otro ataque intempestivo, y luego otro y otro más. Hasta que un día, mientras el viejo maestro encendía el fuego, el alumno toma un palo y se acerca desde atrás para golpearlo. El maestro lo ve reflejado en las sombras, y cuando el joven alza el palo se da vuelta y lo detiene: “Puedes ir, hijo. Por fin has aprendido tu propia rebeldía”. Esa era la gran enseñanza: rebelarse ante la arbitrariedad, el abuso y la injusticia. Si no fueran tan evidentes su primitivismo y su rusticidad, podría pensarse que esta docencia panfletaria busca despertar la rebeldía. Sabemos que no es así. Pero quizá, sin quererlo ni buscarlo, empiezan a provocar la misma reacción que aquel viejo maestro tibetano. La esperanza es aún mayor: los alumnos no se rebelan con un palo, sino con un celular.