El garantismo es argentino
Por Alfredo A. Solari Para LA NACION
Las graves falencias que en materia de seguridad exhibe la gestión gubernamental nacional y provincial desde hace tiempo crearon en la sociedad un estado de zozobra constitutivo de una situación de emergencia. Así lo confirman las recientes decisiones políticas que han llegado a la implementación de ayuda de las FF.AA. para mejorar la lucha contra el delito. La apelación a medidas duras, la exigencia reiterada de incremento de penas, de ampliación de facultades a las fuerzas de seguridad, de incremento de restricciones a la libertad durante el proceso penal, forman parte de la parafernalia que se predica para obtener resultados efectivos en la lucha contra la delincuencia. Se culmina denostando al "garantismo" y a los "garantistas", que ampararían ese estado de cosas con ideas foráneas e inaplicables a nuestra realidad.
Quienes piensan de esta forma creen honestamente que así se defiende, debidamente y en buena ley, a las personas decentes de los delincuentes. Pero la urgencia de soluciones no debe llevarnos a echar por la borda lo que la civilización occidental recién conquistó en los últimos 200 años de los más de 160.000 de existencia del homo sapiens sobre la tierra.
El garantismo no es una filosofía extraña a la Argentina, sino históricamente connatural a ella. Lo demuestran cabalmente tanto el derecho patrio como su pacto fundacional como nación organizada: desde 1853 nuestra Constitución ha sido claramente garantista, porque tutela con la mayor amplitud las libertades de todos los habitantes, tanto civiles como políticas. Tan garantista es que le prohíbe al presidente ejercer funciones judiciales (arts. 92 de 1853, 95 de 1860, 109 de 1994) o legisferantes penales -ni por sí ni por delegación- (arts. 99 inc. 3 y 76 de 1994); preserva la vigencia de las garantías aun durante el estado de sitio (art. 23); explicita libertades y derechos (arts. 14, 17) y aun reconoce otros no enumerados (art. 33); garantiza la libertad frente al gobierno (art. 19); establece la inviolabilidad de la defensa en juicio (art. 18); proscribe la arbitrariedad de los gobiernos para perseguir penalmente, delimitando la forma del proceso tanto mediante los principios de legalidad, juicio previo, juez natural y proscripción de la autoincriminación compulsiva (art. 18) como adoptando el sistema de jurados a la norteamericana para el juicio penal, y finalmente se erige a sí misma en suprema (art. 31) para que ningún gobierno local pueda allanar esas garantías (art. 5) ni tampoco ninguna mayoría ocasional pueda reformarlas en la tormenta de la pasión política (art. 30). Claramente, el garantismo es argentino.
Conviene entonces reflexionar sobre el tema y formularnos algunas preguntas. Cuando se sancionó la Constitución de 1853, ¿no había comisión de delitos? El triunvirato que sancionó el decreto de seguridad individual del 23 de noviembre de 1811 -base histórica de las garantías jurídicas-, los constituyentes de 1853 en Paraná, de 1860 en Buenos Aires y en la confederación, Alberdi, José María Gutiérrez, Benjamín Gorostiaga, los convencionales de 1994, ¿eran todos favorecedores de los delincuentes? Nadie hasta ahora ha sostenido eso en la Argentina, y entonces ¿por qué se adoptaron tan claras garantías de la libertad de todos? ¿No será que la eficacia en la lucha contra la delincuencia no depende de la abrogación de las garantías? Y si no depende de ello ¿de qué depende?
Para aclararlo conviene distinguir entre inseguridad material y seguridad jurídica. Lo que la Argentina vive hoy es una situación pública de inseguridad material. Salir de noche es peligroso. Pero también lo es ya salir de día. Los asaltos a mano armada, los robos en banda, el cuatrerismo, los secuestros, los múltiples ataques con violencia a la propiedad y a la libertad de los habitantes y la persistencia en el tiempo de tal estado de cosas constituyen ese estado público de inseguridad material.
Ahora bien: supongamos que para combatirlo la Constitución fuera súbitamente reformada y se estableciera el "antigarantismo": "Todo el que sea reputado sospechoso de la comisión de un delito susceptible de causar inseguridad pública, o bien proclive a cometerlo, mediando denuncia genérica o concreta, firmada o anónima, o sea así considerado por un agente de seguridad o funcionario público, en tutela y amparo de la sociedad deberá ser sometido a proceso y preventivamente privado de su libertad durante el mismo. En ningún caso los jueces podrán otorgar la libertad hasta tanto no recaiga sentencia absolutoria y la misma resulte confirmada por un tribunal superior y quede firme. La investigación de los hechos y la instrucción de los sumarios corresponderán exclusivamente a las fuerzas de seguridad, cuyos agentes podrán mantener incomunicado al sospechoso e interrogarlo libremente y en todo tiempo para averiguar si ha cometido los delitos que se le sospechen, u otros aún ignorados, y para establecer quiénes son sus cómplices, partícipes o encubridores. Lo que así digan o informen, o el silencio que guardaren, constituirá plena prueba en su contra y en la de partícipes o encubridores, y será vinculante en el juicio posterior. La defensa en juicio no deberá obstaculizar la averiguación de la verdad ni la condena de los reos confesos. Sólo habrá absolución cuando la inocencia del imputado sea demostrada por éste en juicio más allá de toda duda razonable. Las cárceles serán para prevención y castigo, no para seguridad ni recuperación de los detenidos en ellas. Asimismo, y para evitar la alarma pública, los medios de comunicación no podrán difundir información alguna sobre hechos delictuosos hasta tanto no recaigan sentencias firmes".
Tal esquema "antigarantista", ¿sería apto para quitar sólo a los delincuentes de la calle? ¿O también para encerrar a cualquiera, haya o no delinquido? En cuyo caso, no sólo no obtendríamos seguridad material, sino que además perderíamos la seguridad jurídica, las libertades de prensa y de opinión y el control de los actos de gobierno. Todos viviríamos en libertad condicional. Aquí está la cuestión: cuando se recortan las garantías, se arriba inevitablemente a la siega de la libertad.
Es que la solución al problema de la inseguridad material no pasa por la abrogación de las garantías jurídicas, porque éstas se desarrollaron para tutelar la seguridad jurídica del pueblo frente al gobierno, no su seguridad material. Por eso, garantías jurídicas y seguridad pública no son términos antitéticos, y la consecución de la última no requiere sacrificar aquéllas.
La seguridad material se logra mediante una más eficiente prevención, antes de que el delito se cometa, y una más eficaz e inmediata represión una vez cometido, mientras que la seguridad jurídica se obtiene controlando la legalidad constitucional en cada una de esas etapas. Para ello, una idea directriz en el diseño de un sistema para combatir el delito es distinguir en forma clara funciones distintas y distribuirlas adecuadamente, atribuyendo la prevención general del delito a una policía de seguridad; la investigación de los delitos a una policía judicial científica y altamente capacitada; la instrucción de las causas por delitos, a fiscales independientes que dirijan -además- a la policía judicial; y la tutela de las garantías durante la prevención, la investigación, la instrucción y el juicio, a los jueces -sin facultades acusatorias ni potestad para inmiscuirse en la investigación o en la instrucción-, todo ello con una adecuada descentralización por distritos, y un funcionariado jerarquizado y dignamente remunerado.
Las multas de tránsito deben quedar fuera de la competencia de la policía de seguridad y atribuirse a otro cuerpo especial de policía la custodia de personas y bienes específicos. Todavía podría completarse el sistema cumpliendo con la Constitución (arts. 24, 75 inc. 12, y 118), y estableciendo el juicio por jurados.
Allí debe buscarse la solución a los gravísimos problemas de seguridad material, y no en la predicada existencia de presuntas blanduras del derecho o de su aplicación, atribuidas livianamente a la filosofía constitucional del garantismo. Es que el mero incremento de las penas no resulta eficaz cuando la prevención de seguridad brilla por su ausencia, o cuando los procesos se eternizan aun en casos de flagrancia. Tampoco la sola criminalización de conductas de defensa es eficiente porque, por un lado, los que delinquen no registran las armas, y por otro, cuando no hay policía de seguridad, frente a la necesidad que a la víctima le crea el delito que sufre o teme sufrir, surge inevitablemente el derecho de autodefensa y el recurso -aun contra legem- a los medios aptos para ejercerlo; con lo que, paradójicamente, se termina castigando doblemente a la víctima, y la segunda vez en nombre de la seguridad.
Por otra parte, el incremento de las restricciones a la libertad durante el proceso sólo en función del monto de las penas, además de ser inconstitucional (art. 9 inc. 3° del Pacto de Derechos Civiles y Políticos), en lugar de prevención logra penalización anticipada prohibida (Com. IDH Inf. 2/97 Argentina, párrafo 12; Corte IDH, caso Suárez Rosero del 12/11/1997, párrafo 77), y confundiendo sospecha con certeza, hace del propio proceso un castigo sin sentencia, mientras, simultáneamente, el Estado garantiza la presunción de inocencia. Constituye además una amenaza latente para las libertades públicas, muy peligrosa en un país de trágica historia de persecuciones políticas, muchas veces enmascaradas y otras no tanto.
Si, en cambio, se organiza la lucha contra el delito de la forma arriba indicada, se reserva la prevención para lograr la seguridad material a la policía y las garantías para lograr seguridad jurídica a los jueces, se oraliza la instrucción, se hace expeditivo el proceso para los casos de flagrancia, se adopta el principio de oportunidad, se atribuye a los fiscales el rol de acusador y a los jueces la función excluyente de garantes de derechos y libertades, al final habrá más seguridad con más respeto de garantías.