El fútbol, convertido en guerra
Los incidentes ocurridos el jueves a la noche en la cancha de Boca admiten ser analizados desde dos ángulos diferentes. Esto en atención a que quedaron mezclados el fútbol y cuanto cabría denominar, a falta de mejor definición, la idiosincrasia de los argentinos. El escándalo no tuvo origen, al menos esta vez, en un fallo polémico del árbitro encargado de dirigir el partido, un exceso policial o el enfrentamiento de las barras bravas que, desde antiguo, se han adueñado de las tribunas. Sucedió algo inédito, al extremo de que los propios jugadores de River confesaron, en medio de su desconsuelo, que nunca habían visto algo siquiera parecido en sus muchos años de trajinar las canchas de nuestro país y las del mundo.
El deporte entre nosotros más popular se ha degradado en consonancia con la perdida de los valores de la sociedad, la tolerancia llevada a límites inconcebibles y la falta de criterio tanto de los dirigentes como de los jugadores, los periodistas especializados y también de los hinchas. Es cierto que, en orden de las responsabilidades, no todos son igualmente culpables en relación con lo acontecido en la Bombonera y a cuanto sucede, en mayor o menor medida, en los partidos jugados a lo largo y lo ancho del país semana a semana. Pero no lo es menos que el fútbol, para repetir la frase ya famosa, es una pasión de multitudes en donde los cuatro actores nombrados acreditan un protagonismo que no admite discusión.
En el suspendido clásico de los clásicos quedaron trasparentados el conjunto de vicios que caracteriza al fútbol criollo con la sola y afortunada excepción de que no hubo víctimas mortales que lamentar. Por de pronto, falló el costoso sistema de seguridad montado, precisamente, para evitar que el espectáculo se desmadrara por obra y gracia de unos cuantos vándalos a los cuales la vida de sus semejantes les importa poco y nada. Suponer que hubo una zona liberada con complicidades que exceden a las custodias del lugar parece, a estas alturas, obligado. Dejaron mucho que desear, al mismo tiempo, las autoridades del Conmebol, muy parecidas, dicho sea de paso, a las de la AFA. Porque el partido debió suspenderse, sin tardanza, ni bien quedó al descubierto la agresión que habían sufrido algunos de los integrantes del club visitante. No había nada que negociar ni discutir ni pensar al respecto. Sin embargo, se dilató la espera por espacio de una hora y cuarto en la cual nadie pareció saber dónde estaba parado.
¿Qué había sucedido? Sencillo. El miedo se había adueñado de los dirigentes, los árbitros, los comisarios deportivos y hasta, me atrevería a decirlo, los jugadores. El inaudito saludo con los brazos en alto de Boca, ¿fue una compadrada o resultó fruto del miedo ante la eventual acusación de sus hinchas de no ser suficientemente machos y abandonar el campo junto a sus pares de River? Si a esta nota la leyese un suizo, un alemán o un inglés, se preguntaría de inmediato, entre sorprendido y deseoso de conocer la respuesta: ¿miedo a qué, en un partido de fútbol? Deberíamos contestarle, llenos de vergüenza: esto es la Argentina y en estas playas todo es posible. El temor ganó a los responsables de dar por terminado el match en razón de la probable reacción de parte de la hinchada local. Que era la de Boca, pero, seamos honestos, podría haber sido cualquier otra en su misma situación.
Los cantos de violencia y muerte que de ordinario entonan las diferentes parcialidades traducen a las claras que el deporte en cuestión ha dejado hace rato de guiarse por los principios de Pierre de Coubertin. Lo que alguna vez fue una justa deportiva en la cual al equipo contrario había que hacerle goles ha devenido una puja entre enemigos. Si emboscarse para tirotear a los fanáticos del otro club y robarse a navajazos las banderas es una práctica común y corriente, de qué extrañarse si ahora la última modalidad consiste en tirar gases tóxicos contra los jugadores enemigos.
Cuando Independiente disputó contra Inter la Copa Intercontinental, recuerdo que en el colegio, sin distinción de banderías futbolísticas, todos hinchábamos por el rojo. Tres años más tarde, cuando los de Racing volvimos campeones del mundo tras vencer al Celtic en Montevideo, se escuchaba algo que hoy seria considerado del otro mundo: "Suben las papas, suben los limones, de Avellaneda salen los campeones". No existían entonces barras bravas ni se alentaba a los equipos al compás de tambores de guerra. Los dirigentes eran señores -Liberti, Amalfitani, Saccol, Armando y otros- y nadie hubiese imaginado a Grondona o a Tinelli al frente de la Asociación del Fútbol Argentino. Claro, los grandes jugadores eran ídolos y no dioses mortales.
No hay, pues, nada de lo cual sorprenderse. En todo caso, lo único sorprendente sería manifestarse sorprendido. Formamos parte de un país sin instituciones ni valores consolidados, cuyo himno diario se compadece mejor con la letra de Cambalache que con la Constitución. El fútbol es una manifestación más de nuestra decadencia.