El fin de una ilusión
Nadie imaginaba que la Alemania derrotada fuera a quedar dividida en mitades. Tampoco que en Berlín se erigiese un muro de las características del que finalmente se construyó. El caso germano resultó, desde un primer momento, complicado como consecuencia no solo de los conflictos estallados entre las cuatros potencias de ocupación, sino también debido a los cambios de opinión que, sobre el destino del país derrotado, tuvieron los soviéticos tanto como los occidentales.
La partición terminó cobrando cuerpo hacia fines de los cuarenta y principios de los años cincuenta. Berlín, en medio del territorio oriental, siguió un camino semejante. Sólo que los controles de seguridad allí no fueron tan estrictos y hasta principios de la década del 60 los habitantes de la zona soviética podían trasladarse libremente a la otra parte de la ciudad. La migración que pronto se produjo no pasó desapercibida ni a Malenkov -quien fue de los primeros en advertirlo, diciéndoles a sus camaradas del Kremlin que casi medio millón de personas se había marchado entre 1953 y 1956- ni al embajador soviético en la República Democrática, Mikhail Pervukhin. Este le informó a sus jefes, en 1959, que una frontera abierta, como la allí existente, daba lugar a la comparación de las dos zonas con resultados no siempre favorables para el sistema colectivista. En 15 años, cerca de 3 millones de berlineses del este, cansados del "sueño socialista", habían escapado con el propósito de alcanzar la libertad que cada día se les negaba.
El Kremlin sabía el costo que, tarde o temprano, tendría que pagar
La discusión que se abrió entonces en el seno del Politburó soviético y en los países miembros del Pacto de Varsovia, no tuvo desperdicio. El presidente de la RDA, Walter Ulbricht, desesperado ya a comienzos de los cincuenta de encontrarle una solución pacifica al fenómeno, pensó en detener el tránsito de sus súbditos hacia el lado occidental con un muro que dividiese la urbe. Cuando, una década más tarde, la crisis alcanzó su pico y puso en circulación la idea, la acogida de sus mandantes y pares le resultó desfavorable. Molotov, al menos inicialmente, la resistió, al igual que Anastas Mikoyán, argumentando que seria una demostración del fracaso comunista de cara al mundo. El húngaro János Kadar convalidó la opinión de los moscovitas. Demás está decir que no se trataba de revisionistas moderados, precisamente.
Tras largos cabildeos, triunfó la postura de Ulbricht y el 12 de agosto comenzó la construcción. Un atribulado Nikita Kruschev habría de confesar luego: "...fue odioso, pero ¿qué podría haber hecho? Se estaba yendo la gente más calificada y la economía de Alemania oriental hubiera colapsado de no haber obrado algo contra la huida en masa... El muro era la única opción que quedaba". El Kremlin sabía el costo que, tarde o temprano, tendría que pagar. Por eso dudó antes de seguir el curso de acción que recomendaba el partido de la RDA.
El muro, seguramente el más representativo de los logros arquitectónicos de la RDA, se vino abajo de la misma manera como había sido levantado: por una decisión soviética. Mejor, de Mikhail Gorbachov. El sucesor de Chernenko había comprendido lo riesgoso de adoptar en la URSS una vía reformista, aunque fuese tan tímida como la de Kruschev. Al propio tiempo estaba convencido de que la inmovilidad de Brezhnev condenaba al régimen a un atraso imposible de sobrellevar en el mediano plazo. Por lo tanto, se decidió a obrar un cambio tan osado como condenado, de antemano, al fracaso. Es que no podía alterarse parte del núcleo duro del sistema socialista sin afectar de manera irremediable al resto. Como el aprendiz de brujo -inmortalizado por el dibujo de Walt Disney- Gorbachev despertó unas fuerzas que pronto fue incapaz de controlar.
Sin saber cuanto sucedería dos años más tarde, Ronald Reagan, desde la Puerta de Brandemburgo, en Berlín occidental, el 22 de junio de 1987, clamó: "Señor Gorbachov, tire abajo el muro". En Moscú, las palabras del norteamericano deben haber aturdido al nuevo secretario general del partido que trataba, con convicción pero sin demasiado provecho, de conciliar los efectos contradictorios producidos en su país por la puesta en marcha de la perestroika y la glasnot. Fijados los cimientos del cambio en el centro ruso, la periferia de su imperio europeo no fue ajena al sacudón que produjo.
Todo parecía bajo control en la Alemania del Este. En mayo de 1989, su líder indiscutido y fiel exponente del ala más dura del partido, Erich Honecker, había resultado reelecto con un 98,95% de los votos. En China, Deng había ordenado reprimir sin miramientos, en junio, la manifestación opositora de la Plaza de Tiananmen. La RDA saludaría la medida del líder chino, efusivamente. Sin embargo, a mediados del año, las autoridades húngaras quitaron los alambres de púas y eliminaron los controles que separaban a los magiares de Austria. Acto seguido un gigantesco éxodo de alemanes del este dio comienzo con la excusa de tomarse vacaciones en Hungría. De ahí a la libertad había un paso. Honecker, desesperado, acusó a sus pares de "traicionar el socialismo".
Los que no pudieron huir trataron de hallar asilo en las distintas embajadas de los países occidentales en Praga, con lo cual los dirigentes checoslovacos, tan comunistas como los de la RDA, les pidieron a sus camaradas germanos que buscasen una solución al problema. La que creyeron hallar incentivó aún más los deseos de libertad de sus connacionales: permitieron a quienes se habían abarrotado en la legación diplomática de Alemania occidental, en aquella ciudad, emigrar en trenes sellados con destino a Bonn.
El arribo del mandamás ruso y su paseo por la Unter den Linden fue apoteótico y, a la vez, dramático
En octubre se celebraba el 40 aniversario de la RDA y Gorbachov fue el invitado de honor. El festejo oficial se llevó a cabo entre los días 7 y 8. El arribo del mandamás ruso y su paseo por la Unter den Linden fue apoteótico y, a la vez, dramático. Las gentes, agolpadas para verlo pasar, pero ya sin el miedo reverencial al sistema policíaco vigente, le gritaban: "Gorby, ayúdanos. Quédate con nosotros" Era la protesta generalizada de un pueblo harto, que pedía ayuda al único que podía, directa o indirectamente, acabar con ese estado de cosas. Cuenta Gorbachov que, hallándose en el palco reservado a las autoridades y ante el espectáculo que estaban presenciando, se le acercó el premier del estado polaco, y le pregunto si entendía alemán. A lo cual él le respondió: "Sí, algo", y a su vez le repreguntó: "Escucha usted". Este le contestó sin dudarlo: "Sí y es el fin". Agrega Gorbachov, a modo de conclusión: "Y fue el fin, el régimen estaba sentenciado".
Ante el reclamo del gobierno de la RDA de qué decisión tomaría la URSS en caso de imitar a Deng y ahogar en sangre la rebelión que había comenzado a extenderse en su territorio, la respuesta de Gorbachov fue terminante: las tropas rusas no respaldarían, como en ocasiones anteriores, la represión de todo un pueblo. Honecker renunció antes de finalizar el mes de las celebraciones. El 9 de noviembre el muro quedó hecho pedazos.
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