El fin de la infancia
El poder político navega por aguas encrespadas porque no puede transformar la realidad a su antojo. Se parece al barco del Holandés Errante, que provoca confusión y temor en medio de la tormenta. El poder de moda predica un evangelio de ficción que la realidad cotidiana niega. Pasa que la simbolización de la realidad tiene límites rigurosos, aunque el lenguaje permite simbolizarlo todo. Por eso los poderosos arman estrategias de comunicación que buscan representar lo real con argumentos irreales. Pero la ficción es una variable estética de la mentira y jamás debe mezclarse con la política, la economía o el derecho. En estos campos la nave cruje, hace agua y naufraga.
Los artistas simbolizamos pesadillas, sueños y fantasías para volcarlas en el mundo real; pero jamás olvidamos que son imaginarias. De lo contrario, ahí estarían los restos de la cabeza de toro del Minotauro y los huesos de las alas del divino Pegaso, y haríamos excursiones a la isla de Liliput para fotografiarnos con sus habitantes de quince centímetros de alto. Y nada de esto sucede.
La literatura me permite observar la forma en que se representa la realidad y el modo en que se construyen los discursos que la describen y explican. Cada cual a su manera: los sociólogos, filósofos y politólogos, con sus métodos; los psicólogos, con sus abordajes; los críticos culturales, con los sistemas que más les gusten, y así cada maestrito con su librito. La literatura es mi saber preferido y de su mano doy otro paso: Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero escribieron el Manual de Zoología Fantástica, también publicado como El libro de los seres imaginarios, y en el prólogo de esta segunda versión leemos: "El nombre de este libro justificaría la inclusión del Príncipe Hamlet, del punto, de la línea, de la superficie, del hipercubo, de todas las palabras genéricas y, tal vez, de cada uno de nosotros y de la divinidad. En suma, casi del universo". Acá hay una clave: Borges sugiere que la imaginación permite crear y describir mundos en los que hasta nosotros mismos somos una fantasía, un sueño, o bien que todo lo que pensamos e imaginamos pertenece a la realidad. Pero el propio Borges, que fue quedándose ciego poco a poco, sabía que la realidad y la imaginación funcionan con reglas fijas que no conviene desafiar.
Entonces, ¿qué hacemos con el poder mágico y persuasivo de la palabra? El profesor Roland Schram, un lingüista y semiólogo suizo que vive en Río de Janeiro y cursó su posgrado en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, me envió un mail con una reflexión sobre este asunto: "Nada es sagrado, todo se puede decir", aludiendo al libro del escritor y filósofo Raoul Vaneigem. Roland Schram defiende el derecho a la simbolización irrestricta de lo real, lo que en el caso de Vaneigem alcanza también a lo imaginario. Pero el profesor Scrhram me advierte que siguiendo estos rumbos podemos sentir la tentación de pensar que todo lo dicho puede ser realizado y constituido como algo real. Acá todo significa: todo.
Tenemos la cuestión entre nosotros: el poder político busca convertir lo ficticio en algo real mediante la palabra. Y quiere consagrar una realidad evanescente, inaprensible, en la que todo puede ponerse en duda, objetarse o falsearse, en la que sólo prevalece el poder de la palabra como fuente de realización: lo que se dice desde el poder existe por el simple hecho de haber sido dicho, y lo que dice el poder es la única verdad.
Vuelvo con Borges: en el prólogo del Manual de Zoología Fantástica escribió: "A un chico lo llevan por primera vez al jardín zoológico. Ese chico será cualquiera de nosotros o, inversamente, nosotros hemos sido ese chico y lo hemos olvidado. En ese jardín, en ese terrible jardín, el chico ve animales vivientes que nunca ha visto; ve jaguares, buitres, bisontes y, lo que es más extraño, jirafas… Le gusta tanto que ir al jardín zoológico es una diversión infantil… Pasemos, ahora, del jardín zoológico de la realidad al jardín zoológico de las mitologías…"
Visto así puedo decir que el poder político quiere convertir el jardín de las fantasías en el jardín de la realidad. Por eso cuenta historias ficticias que buscan instalarse y operar como algo verídico. Subvierte los mandamientos que regulan la realidad misma. Cuidado que este desplazamiento de sentidos de un jardín al otro, este salto de significados que desafían las leyes de lo real y lo imaginario, trae consecuencias muy graves. La peor de todas es que transforma el jardín de la realidad en un territorio infantil y a nosotros –a todos nosotros– nos convierte en infantes.
Lo explico: la infancia, en el vasto mar de la literatura, es una dimensión de la experiencia humana. Los escritores cuentan esa experiencia mediante historias plenas de candor, amor, dolor, desolación o terror, y al hacerlo nos conectan con el misterioso mundo de las emociones y sentimientos que son comunes a todo el género humano. La literatura narra la infancia como una experiencia individual que simboliza experiencias de valor colectivo: hace 4200 años, el emperador Sargón el Grande de Acad fue lanzado al río Tigris en una cesta de juncos sellada con betún; y 1200 años antes de que naciera Cristo lo mismo le pasó al niño Moisés, arrojado en una cesta en el río Nilo; y la escena se repitió hace 2800 años, cuando los mellizos Rómulo y Remo fueron abandonados en una canasta en el río Tíber.
Esta poderosa capacidad de representación colectiva que tiene la literatura le otorga un estatuto privilegiado al momento de cruzar su sentido con la realidad. Y no me refiero a los relatos destinados al público infantil, sino a las historias que fueron escritas para los adultos y que narran peripecias protagonizadas por chicos que deben enfrentarse a los desafíos más hermosos o aterradores de la vida. Basta leer El tambor de hojalata, de Günter Grass, para comprender lo que digo.
La experiencia es un saber informal que construye sentido. Nuestras vidas, sin la riqueza que nos dejan las experiencias, se vuelven vacías, banales, incompletas y tontas. En el jardín de las fantasías jugamos como infantes, pero en el jardín de la realidad debemos comportarnos como adultos. La alteración de esta ley no escrita termina siempre en un colapso. O en un sanatorio, como le sucede al excéntrico Oscar Matzerath, el protagonista de El tambor de hojalata, que tiene treinta años de edad aunque decidió dejar de crecer cuando cumplió los tres y comenzó a tocar su tambor. Y ahí esta, internado. La realidad es un lobo que a veces nos salta al cuello.
La infancia tiene significado social: las sociedades se comportan de modo infantil o adulto según su capacidad para integrar experiencias colectivas. Esas experiencias, sean dramáticas o luminosas, conforman una parte sustancial de la identidad de un pueblo.
Por eso, cuando el poder político miente y disfraza la realidad, o manipula la historia para redefinir la identidad colectiva, está "expropiando nuestras experiencias", según la expresión de Giogio Agamben. Es decir, se apodera de algo que nos pertenece, que nos constituye como personas adultas, y lo transmuta para satisfacer sus intereses. Entonces, cuando el poder de moda nos habla, debemos escucharlo como adultos que defienden su identidad y dignidad, y no como infantes que juegan alegremente en el jardín de las fantasías y creen todo lo que se les dice. No sea cosa que un día despertemos con un tambor de hojalata que no paramos de tocar y tocar.
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