El fin de la inevitabilidad peronista
El autor del siguiente artículo es diputado nacional y candidato a renovar su banca en las próximas elecciones legislativas
Toda mitología necesita de relatos secundarios que armonicen con la narrativa principal. La griega, por ejemplo, engarza la Biblioteca mitológica de Apolodoro con la Ilíada y la Odisea. Las Sagradas Escrituras se estructuran en relatos breves sobre los milagros de Jesús y las obras de sus apóstoles. De similar manera, la leyenda de la inevitabilidad peronista se articula con varias subleyendas desmentidas por la historia, pero que permanecen vivas en el corazón de los creyentes. Los resultados electorales de las PASO han arrasado con cuatro de ellas: la de la invencibilidad del peronismo unido, la de su control de la provincia de Buenos Aires, y las de la sapiencia y la gobernabilidad de los muchachos, los únicos que pueden y saben gobernar.
¿Invencibilidad? El peronismo viene perdiendo elecciones desde hace rato: en 2013, 2015, 2017 y 2021. Solo ganó en 2019. Una de cinco. Sin embargo, la leyenda de la invencibilidad peronista había subsistido invocando la variable de la unidad. El peronismo unido jamás será vencido, recitaba un sentido común resistente a los hechos. Ciertamente, la unidad fue el factor determinante en 2019, cuando Juntos por el Cambio obtuvo 2,2 millones de votos más que Cambiemos en 2015, pero no llegó al ballottage. Sin embargo, la unidad peronista parece haberse transformado en condición necesaria pero no suficiente para la victoria. El domingo 12, perforaron su mínimo histórico: 31%, menos de un tercio de los votos, diez puntos abajo del “piso de 40%” asegurado por la Leyenda, y en disminución. Otra vez ganaron las minorías, y por mucho. Desde ese domingo, la asociación “peronismo = mayorías” es solo otro abuso del relato. La matemática no es una opinión.
La segunda gran leyenda destituida es la del dominio del Olimpo peronista: la provincia de Buenos Aires. Y bien, ese domingo perdieron en el territorio sagrado. Es cierto, en 1983 el triunfo de Alfonsín sobre Luder había dejado en la gobernación al desconocido Armendáriz. Y en 2015, María Eugenia Vidal derrotó a la quintaesencia del Pejota bonaerense: Aníbal. También Esteban Bullrich derrotó a Cristina en 2017, y en 2009 Néstor perdió con De Narváez… Pero la leyenda del control peronista de la provincia seguía incólume. Por eso, a pesar del zafarrancho de Kicillof, todas las encuestas lo daban ganador. El domingo, se acabó. Cinco puntos abajo, el territorio sagrado pintado de amarillo y retrocesos memorables hasta en donde ganaron, como la reducción a menos de la mitad de los 40 puntos de diferencia en el sancta sanctorum de La Matanza.
Más importante, semejante debacle electoral proviene de la caída de las principales leyendas que el peronismo había logrado convertir en axiomas indiscutibles. Los peronistas serán corruptos y autoritarios –decían– pero son los únicos que pueden y saben gobernar. No importaba que Macri hubiera terminado su mandato después de nueve décadas de golpismo. Nada contaba que los días más felices de Perón, Menem y Kirchner hubieran quemado las mejores oportunidades históricas en hogueras de consumismo insustentable, ni que el país terminara todos esos ciclos dividido y con la macroeconomía en llamas. Menos aún pesaba la memoria de los resultados obtenidos por el peronismo cuando le tocó gobernar en condiciones desfavorables como las que tuvieron que enfrentar Macri, De la Rúa y Alfonsín. Ni la memoria del Rodrigazo de 1975, cuando la pobreza se triplicó en un año, ni la del Duhaldazo de 2002, cuando fue la indigencia la que se duplicó, bastaban para empañar la leyenda de que los muchachos defienden al pueblo y son los únicos que pueden y saben gobernar.
Embrujados por esa supuesta sabiduría, el 48% de los argentinos votó en 2019 por un elenco de estrellas que se habían acusado mutuamente de corruptos, narcos y encubridores de atentados. Votaron también un sistema institucional anómalo en el que la vicepresidenta detentaba el poder. No hay razones para la sorpresa cuando los votados demostraron su incompetencia, se robaron hasta las vacunas y terminaron transformando su derrota en una pelea de vodevil digna de un cabaret. A los tradicionales autoritarismo y corrupción, el cuarto gobierno del peronismo K agregó una memorable incapacidad de gestión, que dejó a la Argentina sin testeos, primero, y sin vacunas después; y que puso al país en el top ten del desastre mundial en caída del PBI, desmanejo de la pandemia, días de escuelas cerradas y muertos por millón de habitantes. Alberto, Kicillof, Ginés y Cafierito Enesimus quedarán en la historia como los rostros imborrables de ese cachivache gubernamental.
Roban, pero no saben gobernar.
Al desastre objetivo se le sumó el simbólico: vacunatorio VIP, velorios desmadrados en la Casa Rosada, festicholas en Olivos y el Presidente levantándole el dedito admonitorio a una ciudadanía condenada a perder su trabajo, cerrar su negocio, no mandar los chicos a la escuela y despedir a sus agonizantes sin poderlos ver. El peor gobierno de la historia democrática, si se exceptúa el de la compañera Isabel. En cuanto a la gobernabilidad, acaba de quedar en claro que depende de la responsabilidad o la irresponsabilidad de la oposición. En 2001, con 38% de pobreza, las elecciones de medio término perdidas malamente y una crisis política en la Alianza, el peronismo salió a prenderle fuego al país. ¿Qué no habría hecho la semana pasada si hubiera sido oposición, con similares resultados electorales del Gobierno, una crisis política como la de entonces y la pobreza en el 42%?
Faltan dos meses para las elecciones que valen, en noviembre, y en la Argentina dos meses son dos siglos. Recién entonces sabremos si el voto es capaz de romper el dispositivo más eficaz de la hegemonía peronista: la mayoría automática en el Senado de la que gozan desde 1983. Terminaría así el veto peronista que permitió la construcción del espantoso Poder Judicial que tenemos y que hizo que durante 38 años no se sancionara una sola ley sin que pasara por el filtro de los dueños del país. Soñando a ojos abiertos, dos elecciones como la del domingo dejarían en 2023 a la Argentina frente a un evento inusitado: un gobierno no peronista que podría desactivar la bomba de tiempo económica que siempre han dejado disponiendo esta vez de una mayoría de gobernadores no hostiles al Ejecutivo y de un Congreso capaz de aprobar las reformas –monetaria, laboral, previsional, fiscal, educativa– que necesita e implora el país.
¿Utopía? Asistimos al fin de cuatro leyendas peronistas. Es cierto que todas habían sido refutadas por la historia, pero también es cierto que seguían gobernando el escenario nacional. Acaso, porque los episodios que las habían desmentido se produjeron en momentos diferentes, y no como el domingo 12, cuando la marea antipopulista que arrasó el país las arrastró todas juntas en su correntada. Caídas las leyendas, el principal saldo de las PASO 2021 es que la mayoría peronista en el Congreso no es una fatalidad. El peronismo ya no es un destino.
¿Bastará esto para acabar con la hegemonía peronista instaurada hace 32 años, que les permitió 26 años de gobierno y seis de no dejar gobernar? ¿Se convertirá el Pejota en un partido normal, uno más entre otros partidos? ¿Será el final del consenso populista que desde mediados del siglo pasado viene determinando a la Argentina desde el gobierno o la oposición? ¿Habrá por primera vez en 2023 un gobierno democrático no peronista con poder para cambiar las cosas? En noviembre tendremos una primera respuesta a este enigma. En tanto, el partido está abierto. Se acabó la inevitabilidad.