El fin de la impunidad o el fin del futuro
Si no nos decidimos a terminar con el manto de olvido que favorece a los corruptos, el dinero robado al Estado nos seguirá condenando al atraso y comprometerá para siempre el desarrollo social del país
La Argentina tiene una deuda enorme consigo misma: somos casi el único país donde tan pocas personalidades públicas han sido condenadas por corrupción en los últimos 30 años. La causa es obvia: hace décadas que no hacemos un esfuerzo serio para terminar con la impunidad.
Esta vergüenza es inconcebible si tenemos en cuenta que la corrupción en la Argentina es flagrante y en muchos casos se constata simplemente comparando el patrimonio de ciertos gobernantes (a valores reales) con sus ingresos de los últimos 10, 20 o 30 años. La impudicia con la que algunos exhiben su riqueza es total, precisamente porque son impunes.
Y esa lamentable realidad no es monopolio de funcionarios públicos, porque en otros sectores también se exponen niveles impúdicos de corrupción, como ocurre con algunos sindicalistas y empresarios.
Afortunadamente cada vez más gente va asumiendo que la corrupción no roba dinero a un Estado que no es de nadie, sino que nos roba a todos. Roba los recursos que debían ir a escuelas, hospitales, seguridad, rutas, trenes, educación y ayuda social bien administrada.
Casi todos los desastres que nos asuelan de manera creciente tienen que ver con la corrupción, con obras que se hicieron mal o se dejaron de hacer por dinero y no por estar intrínsecamente bien: las tragedias de Once y de Cromagnon, la proliferación de la droga, la trata de esclavas sexuales -que eso son, desgraciadamente-, los robos en áreas liberadas, los hospitales mal equipados, la pésima administración de los fondos y recursos educativos, en fin, la lista de todo lo malo que nos ocurre es tan larga como nuestros problemas, y atrás de cada desastre hay corrupción.
Por ejemplo, asumamos de una vez que los casi 5000 argentinos que mueren por año en choques frontales podrían ser muchísimos menos, si tuviésemos las autopistas que no se construyeron por falta de plata, desviada a fines espurios.
Y también admitamos que si hubiésemos construido cárceles sanas, limpias y reeducativas, el azote de la delincuencia, que se cobra miles de muertos por año, se habría reducido significativamente, porque tendríamos los mismos niveles de población carcelaria que Uruguay, Brasil o Chile, y no sufriríamos los 50.000 delincuentes que el sistema libera en la calle.
Tan perversa es la corrupción que hay cosas que en el Gobierno no se hacen... simplemente porque no habría nada que robarse. Es así, aunque asombre.
Si quienes nos consideramos dirigentes no dejamos de mirar para otro lado, el futuro es sencillamente negro. A la inversa, si reducimos la impunidad habrá muchos menos nichos de corrupción, como lo demuestran casi todos los países del mundo, desde Uruguay hasta Finlandia y desde Chile hasta Sudáfrica.
En 2016 tenemos que iniciar una acción efectiva, rápida y ejemplarizadora contra la impunidad de los corruptos de los últimos 20 años, porque si no lo hacemos, en el futuro la corrupción crecerá: el aprendizaje de los trucos, recovecos y mañas sedimentados a lo largo de tantos años, unido a la ausencia de sanciones, envalentonará a todo el que no tenga frenos de decencia y debilitará las convicciones de quienes sí los tienen.
¿Cómo hacer? Siendo realistas. Con ideologías y teorías abstractas no llegaremos a ningún lado. Hay varias medidas concretas que los tres poderes del próximo gobierno deberían adoptar, a veces por ley, otras por decreto y, en muchos casos, por jurisprudencia de la Corte Suprema:
Extendamos la figura del arrepentido a todos los delitos, autorizando al fiscal a negociar la pena con quien delate a sus cómplices y facilite su captura.
Recompensemos a quien permita la recuperación de dinero o bienes adquiridos con fondos negros, con parte de su monto, incluso cuando el delator fuese cómplice del autor. Así se socavarían los pactos de silencio y se debilitaría la fiabilidad de los testaferros y otros partícipes imprescindibles en los actos de corrupción, haciéndola cada vez mas difícil.
Establezcamos de una vez la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción y dupliquemos las penas para los delitos cometidos por funcionarios públicos, excluyéndolos de los beneficios de excarcelación, permuta de penas y reducción del cumplimiento efectivo.
Decomisemos los bienes cuya adquisición no sea justificada -a valores reales- con los ingresos declarados de los funcionarios públicos y sus familias, y anulemos todos sus ingresos que no hubiesen sido los de mercado en el momento en que ocurrieron.
Apliquemos la jurisprudencia de la Corte Suprema, de hace más de 50 años, que admite la nulidad de los fallos judiciales que aunque firmes, sean groseramente contrarios a la ley y a las pruebas de la causa.
Facultemos a jueces y fiscales a contratar consultoras externas, radicadas o no en el país, para analizar los estados patrimoniales de los procesados por corrupción, pagando sus costos, gastos y honorarios con parte de los bienes decomisados gracias a sus investigaciones.
Subamos los sueldos de las fuerzas de seguridad a un mínimo de 1500 dólares y reorganicémoslas, para honrar a los decentes y encarcelar a los corruptos.
Deroguemos la interpretación denegatoria del silencio administrativo, que debe considerarse admisivo.
Apliquemos las reglas, los parámetros y las consecuencias de la mala praxis a las decisiones de los funcionarios públicos en la evaluación penal de sus actos y omisiones.
Limitemos la estabilidad en el empleo público a quienes se hayan incorporado previo concurso público, salvo que tengan una antigüedad mayor a 10 años.
Facilitemos el cambio de funciones y reparticiones dentro del Estado, para redistribuir personal que es inútil en áreas sobredimensionadas -por ejemplo, la Secretaría de Comercio Interior o la Aduana de Pasajeros en Ezeiza- para que sean eficientes en otras, como, por ejemplo, en sectores administrativos de las fuerzas de seguridad o en las aduanas de fronteras terrestres.
Si la Argentina mantiene sus niveles de corrupción, seremos inevitablemente subdesarrollados, y nuestros hijos y nietos serán miserables. Actuemos de una vez y ganémonos la libertad, la seguridad, la justicia, la educación y la salud que podemos tener si hacemos las cosas en serio y con decencia.
Aprovechemos este largo año y medio en el que el Gobierno seguirá haciendo lo único que sabe hacer, para consensuar todas las medidas que el futuro presidente deberá implementar en sus primeros seis meses de gobierno.
La Justicia será esencial en este desafío y, por eso, debemos proteger su independencia y mejorar significativamente su eficiencia, rapidez y respetabilidad.
Dejemos de perder el tiempo, que dentro de poco ya habremos perdido 12 años.
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