El fin de ciclo y sus condiciones necesarias
Cambia, todo cambia, menos el sustrato totalitario de nuestra sociedad, que no descansa. Desde sus golpes de Estado inaugurales, sus expresiones extremas no se han cansado de generar fuerzas autoritarias –elitista, en 1930; populista, en 1943– y de otorgarles el poder por décadas. En su versión light, ha convencido a buena parte de los argentinos de que la causa de nuestra decadencia es la falta de consenso entre sus fuerzas políticas. “Hay que cerrar la grieta”, dicen unos. “Tiremos todos para el mismo lado”, hacen eco los otros. Detrás de tan encomiable preocupación por la unidad se esconde el deseo oculto de unanimidad de nuestro enano fascista: la preferencia por una sociedad guiada por un solo líder y un partido único.
Un breve repaso de la historia muestra que cada vez que nuestra sociedad tiró toda para el mismo lado produjo desastres. Desde mi adolescencia he presenciado esos grandes consensos nacionales, y sufrido sus consecuencias: 1) el consenso Cordobazo, de que la violencia política era legítima y nuestro pueblo gozaría tiempos felices bajo la guía de Cámpora y Fidel; 2) el consenso Retorno, según el cual la vuelta al país del General solucionaría las calamidades originadas por el consenso anterior; idea extraordinaria que produjo el récord histórico de 64% de los votos para la fórmula Perón-Isabel y generó el peor gobierno democráticamente elegido de nuestra historia; 3) el consenso Golpista, de que un golpe y el terrorismo de Estado estaban justificados con tal de acabar con la violencia terrorista del consenso Cordobazo y el desastre económico del consenso Retorno; 4) el consenso Malvinas, sobre la racionalidad de enviar adolescentes mal equipados a enfrentarse con la segunda potencia militar de Occidente para recuperar las islas; 5) el consenso Socialdemócrata de que con la democracia se comía, se curaba y se educaba, mágicamente; 6) el consenso Neoliberal de que habíamos llegado al primer mundo salteando etapas gracias a la Convertibilidad un dólar-un peso, también mágicamente; y 7) el consenso Bolivariano, acerca de las bondades salvíficas del kirchnerismo y el futuro venturoso que nos aguardaba en la Patria Grande del coronel Chávez.
Todos y cada uno de estos episodios tuvo el apoyo de la amplia mayoría de nuestra sociedad, que superó sus diferencias, encontró sus consensos y tiró toda para el mismo lado, el del abismo. Mientras insultaba y silenciaba a los contreras que intentaban evitarlo. Fuimos todos, o casi todos, revolucionarios hasta el Rodrigazo, partidarios de la Dictadura hasta que se cayó la tablita de Martínez de Hoz, socialdemócratas hasta que la hiperinflación nos llevó puestos y partidarios del uno a uno hasta 2001, cuando la Convertibilidad del peronismo menemista estalló y nos hicimos peronistas revolucionarios, completando nuestro día de la marmota con la vuelta al punto donde lo habíamos empezado. Medio siglo para ir de Cámpora y Fidel a los Kirchner y Chávez. Para un Guinness de nuestros grandes logros consensuados.
Primera conclusión: la pluralidad es menos peligrosa que la unanimidad disfrazada de consenso. Segunda: los sentidos comunes instalados sobre lo estatal y lo privado, el funcionamiento institucional y otros temas vitales son menos rígidos de lo que se supone. Tercera: la condición necesaria para que la sociedad argentina se pase en masa de un paradigma al opuesto parece ser el estallido económico. No una crisis, sino un estallido. Un Rodrigazo, una hiperinflación, un 2001. Duplicación de la pobreza. Inexistencia de moneda. Sangre y saqueos. Todo junto.
Un segundo factor necesario para cualquier cambio radical es el trabajo previo de un grupo de formadores de opinión –intelectuales, políticos, periodistas– dispuestos a cruzar el desierto defendiendo ideas a contrapelo y a la espera de vientos favorables. Lo cual ocurrió durante los largos años de actividad gramsciana desarrollada en academias de periodismo, institutos del profesorado, universidades y medios de comunicación por lo que hoy es el kirchnerismo. Una tercera condición es la existencia de un grupo dirigencial unido y con la convicción suficiente para impulsar un programa opuesto al anterior; un factor necesario en todo cambio de época exitoso.
¿Dónde estamos parados después de las legislativas 2021? En primer lugar, con las limitaciones de este tiempo histórico, la oposición parece reunir las condiciones básicas para un cambio de paradigma. Más allá de las disidencias, inevitables en una alianza suficientemente amplia como para enfrentar esa máquina deglutidora de diferencias que es el peronismo, Juntos por el Cambio ha logrado mantenerse unido y lleva tres elecciones por encima del 40%, piso histórico que les garantizó a los muchachos tres décadas de hegemonía. Sin embargo, queda por verse si esta unidad logra mantenerse durante los tremebundos años que restan hasta 2023 y si los que estamos juntos lo estamos por el cambio o por una continuidad económicamente ya inviable e incapaz de rescatar al país de su decadencia.
En esto el peronismo lleva clara ventaja. Por décadas ha sabido representar a la parte del país que vota por ellos. Del otro lado, más allá del enorme mérito de Cambiemos en haber llegado al poder, terminado un mandato, mantenerse unido después de la derrota y establecer un piso electoral respetable, queda por demostrarse que Juntos por el Cambio sea capaz de representar sin complejos a la Argentina republicana que ha ido de la lucha contra la 125 hasta los banderazos, la que vive de sus inversiones y su trabajo, frente a la Patria subsidiada que vota al peronismo y vive de las cajas del Estado. En cuanto al cambio cultural, se está produciendo. El fracaso estrepitoso del populismo, el estatismo, el proteccionismo y el industrialismo está moviendo el péndulo de la historia en la dirección opuesta. Hace pocos años, proponer un país de clase media, hablar de equilibrio fiscal, cultura del trabajo, productividad y competitividad, reivindicar la libertad o la importancia del sector privado provocaba el rechazo electoral y el insulto público. Ya no es así, y aunque la batalla cultural permanece abierta, lo logrado no es poco.
Finalmente, la cuestión más ardua: queda por saberse si la sociedad argentina está madura para un cambio de paradigma sin pasar antes por una explosión. Dirán que la implosión que experimentamos hoy es tan dramática como una explosión. Y sin embargo, el actual período rana-en-la-olla carece por definición de escenificación y clímax. Por más que la situación esté lamentablemente destinada a agravarse en manos de este gobierno de incompetentes, no está dicho que la experiencia subjetiva resultante sea suficiente para sepultar las concepciones retrógradas que la provocan y que casi todo el mundo ha abandonado, menos el reino medieval de Argenzuela.
¿Seremos, las ranas argentinas, arrojadas al agua hirviendo? ¿Podremos escapar de la decadencia sin pasar otra vez por un estallido? Nadie lo sabe. El porvenir permanece abierto. Pensar un fin de ciclo implica considerar sus condiciones necesarias. De cómo sean gestionadas por la oposición depende otro elemento decisivo: si en caso de producirse será este un fin de ciclo kirchnerista, solamente, o terminará también con el peronismo como eje hegemónico alrededor del cual gira el país entero. En otras palabras, si un eventual fin de ciclo dejará listo para una nueva encarnación al huevo de la serpiente peronista del cual nacieron los Montoneros y la Triple A, el sindicalismo patotero, el barrabravismo violento, el pobrismo empobrecedor, la megacorrupción menemista, la ultracorrupción kirchnerista, los Firmenich y los López Rega, los Moyano, los D’Elía, los Kirchner, las Milagro Sala, los Grabois, los Aníbal, y todos los monstruos políticos que rompieron todo lo que tocaron durante las últimas décadas de la historia argentina.