El fin de ciclo político kirchnerista, ¿es el fin de una época?
El kirchnerismo es una época, tanto o más que el menemismo. Sus tres gestiones trascienden una forma de hacer gobierno, son el marco de una generación. Kirchneristas o no, las personas que vivimos en esta época hemos convivido con algunos de sus códigos. Me voy a referir sólo a tres: la visión maniquea de la realidad -K y antiK-, el consumo y la empatía social, para luego destacar algunas tensiones.
En esta época, familias y amigos se dividen por política. Se ven menos, no se hablan, "están muy fundamentalistas". Se sabe que este estilo confrontativo se basa en el relato: la reinterpretación oficial de la historia para justificar las decisiones y misión del Gobierno como la única posible; cualquier otra es traición.
No es fácil para muchos poner al kirchnerismo en perspectiva. En las últimas elecciones, el 26% de los votantes tenía menos de 25 años (el 71% tenía menos de 45 años), es decir que han pasado toda su vida adulta en la época kirchnerista. No recuerdan, posiblemente, ninguna de las crisis que cada diez años arrasan. La única clave de interpretación de la realidad que conocen es la dicotomía K-antiK .
Más allá del relato, la confrontación tiene otro pilar: un piso de bienestar para los propios. A mucha gente le fue bien en esta década; de éstos, muchos apoyan al Gobierno. El relato para ellos es la razón de su bienestar relativo.
El mayor bienestar y consumo fue permitido por el crecimiento económico de la última década. Adicionalmente, el Gobierno, con una visión cortoplacista de la gestión, ha promovido fuertemente el consumo. La clase media puebla los balnearios al norte de Villa Gesell, compra autos, plasmas y viaja a Disney en cuotas. Expuestos a la inflación y privados de la posibilidad de ahorrar, en dólares o con otros instrumentos, los argentinos han decidido comprar. Esto limita las chances de inversión y la capitalización en el largo plazo y eso conspira contra la movilidad social ascendente.
La tercera característica es la mayor empatía con los que la pasan peor y la mayor tolerancia a la intervención del Estado en su rol redistributivo. Se discuten maneras de atender la pobreza, el desempleo y la informalidad laboral, pero hay una generación permeable a la cuestión social y a la responsabilidad colectiva en todos los sectores sociales. El Gobierno se apalanca en la crisis de 2001 para legitimar la necesidad de distribuir la riqueza, pero también para justificar sus altos niveles de gasto público en todas las áreas.
Ahora, luego de diez años, la época kirchnerista parece encontrar su borde. Cambian los parámetros donde propios y ajenos se han movido y viene un nuevo tiempo, con el olor a la incertidumbre de la crisis de cada década. El relato no alcanza y los propios ya no tienen un piso de bienestar. Si en el pasado una movilización por un error de liquidación de sueldos de Gendarmería era interpretado por el Gobierno como un intento de golpe a la democracia, hoy se le hace más difícil buscar enemigos externos. La dificultad y torpeza para manejar las crisis policiales, el oscuro mensaje que dejó su resolución -"prometo aumentos durante los saqueos, no cumplo en tiempos de calma"- también hablan de ello. Errores de gestión y soluciones de corto plazo resultan en una provisión deficiente y en la pérdida del poder adquisitivo de la gente. El discurso kirchnerista no reemplaza a la gestión, queda vacío y se desdibujan las divisiones del relato que fundamentaron muchas medidas.
En estos años tampoco se logró construir una red de contención social que la bonanza económica, el mayor gasto y la mayor sensibilidad social hubieran permitido. Como afirma Roberto Gargarella, la falta de cohesión social se puso de manifiesto en los barrios durante los saqueos que semejaban a una guerra entre vecinos. Los niveles de inseguridad están creciendo y la inacción del Gobierno frente al avance del narcotráfico también afecta en mayor medida a los más pobres.
Este piso mínimo de nivel de vida que fundamentaba para muchos la opción por el kirchnerismo también se ve afectado por la crisis cambiaria y la persistencia de la inflación. Las decisiones de las últimas semanas, por el momento, son el último paso de un camino de desaciertos de política económica. Avivaron el fuego de la crisis y apuntan mortalmente al corazón de la época kirchnerista. Sus condiciones de posibilidad están llegando a un límite y, de no reinventarse, afectarán tanto a sus usos y costumbres, como a su proyecto político.
Si el kirchnerismo deja el poder en las próximas elecciones no habrá soluciones mágicas. La oposición deberá enfrentarse al doble desafío de ganar y resolver las consecuencias de la crisis que podrían heredar, en una nueva época incierta.
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