El fin de la autonomía de Alberto Fernández
Sobre el caso Nisman, solo hace falta justicia. No especular, sino revelar la verdad: lo asesinaron. Quisiera referirme, sí, a la necesidad de terminar tanto con la impunidad como con la operación de los referentes del Ejecutivo Nacional. No solo ellos lo hacen. Se asisten, además, del mismo imputado de haber sido planificador y partícipe de ambos atentados en Buenos Aires, en 1992 y 1994. Su nombre es Mohsen Rabbani, y es a quien Interpol impuso alertas rojas y a quien el memorándum encubrió junto con otros funcionarios iraníes, con apoyo de la conexión local, también impune.
Rabbani reconoce que a Nisman lo asesinaron; y también que no dejaron que Cristina Fernández de Kirchner pueda ayudarlos a llegar a la "verdad", que no es otra que liberarlos de culpa y cargo, canjeando soberanía nacional por impunidad vía memorándum. No queremos más la grieta; sin embargo, no se cierra a costa de relato ni de impunidad.
Solo con verdad y justicia nos debemos –y podemos– reconciliar, para vivir en paz.
En este caso, me voy a referir al fin de la autonomía política de Alberto Fernández. Aquel Alberto que pertenecía a sí mismo y a sus declaraciones no existe más. Luego de haber sido ungido candidato, no podía seguir sosteniendo lo que decía. Sus testimonios, firmados de puño y letra en editoriales, grabados en entrevistas televisivas y en la misma exposición en el documental de Netflix, eran una denuncia explícita contra Cristina Kirchner.
Poner fin a su autonomía política y actuar políticamente en consecuencia –como al interferir con la Justicia, decir ahora que no hay pruebas de que a Nisman lo hayan matado, o que el peritaje de la Gendarmería es "absurdo", cuando el mismo concluye que fue ejecutado en el baño de su departamento y que la misma Justicia valida en la causa– era parte del acuerdo con Cristina. Es en estos días, vísperas del quinto aniversario del magnicidio del fiscal, el momento en el que Alberto Fernández es llevado a silencio de sus verdades.
Él sabe, dijo que lo mataron y que Cristina Kirchner miente. Lo que no murió, y no van a poder matar, es la denuncia de Nisman, así como nuestra memoria y el reclamo de justicia.
Fernández sostuvo entonces la verdad, develó lo que el sentir y el sentido común de los argentinos ya sabíamos, pero que la Justicia debe dictaminar: lo asesinaron por la denuncia que presentó.
También el Presidente, cuando era dueño de sí mismo, no sujeto de ella, declaró que Cristina mintió cínicamente y que el memorándum lo firmó ella a conciencia y lo despachó con mandato de firma por obediencia debida en el Congreso de la Nación para someter la soberanía, la verdad y la justicia y, así, proteger a los iraníes imputados en la masacre del atentado contra la AMIA.
Se firmó esto a cambio de impunidad y otros intereses, a que sea develado en los Tribunales, lugar donde aún se debe dictaminar también si este accionar tipifica como traición a la patria.
Alberto Fernández debía callar. No podía asumir como candidato a presidente ungido por ella y, al mismo tiempo, ser fiel a sí mismo. Ser parte del Frente de Todos implica que todos, sin excepción, son de ella. No hay atenuante ni concesión. Por ahora, la moderación es también relato y puesta en escena.
Sabiendo que sus votos no eran pocos, pero sí insuficientes para llegar a la presidencia, Cristina los invirtió como indispensables para que Alberto Fernández lo sea. Ahora, es tiempo de cobrar esa inversión y sus réditos.
El fin de la autonomía de Alberto es uno de ellos. Allí, en ese mismo acto, Fernández dejó de serlo y asumió la condición de ser otro en cuanto llegara a la presidencia. Fue un cambio inducido por las condiciones en las que accedió a la candidatura.
No fue el caso de Alberto Nisman. Aquí, no hubo inducción, sino una lisa y llana ejecución de un magnicidio por la denuncia que imputa a la entonces presidenta y hoy vicepresidenta de la Nación. Hay dudas aún, no certezas, del involucramiento de estructuras del Estado nacional en la inteligencia, los llamadas cruzadas y hasta en la misma ejecución del magnicidio, pero estas especulaciones solo deben ser reemplazadas por una Justicia efectiva que lleve adelante una sentencia basada en prueba y solo en la verdad, en lugar de documentales e investigación periodística.
No hay tantas dudas en cuanto a su posterior encubrimiento y a la escandalosa difamación de un fiscal asesinado, que, obviamente, no podía defenderse, ni avanzar con su denuncia.
De lo que no hay duda alguna es de que Nisman no se suicida cuatro días después de presentar una denuncia de ese calibre, fruto de años de investigación como fiscal, nombrado por el propio Néstor Kirchner, y un día antes de ir con las pruebas al Congreso de la Nación. Nadie se pega un tiro en la cabeza en esas circunstancias. Mucho menos, en un departamento como zona liberada sin custodia, sin cámaras y con la posterior acción de destrucción de pruebas y encubrimiento coordinados por acción, omisión, dolo y negligencia por funcionarios de Seguridad y de la Justicia.
A Alberto Nisman le dispararon. Necesitamos saber quiénes. Ya sabemos el porqué.
A diferencia del asesinato del fiscal, ocurrido hace ya cinco años, hoy todos somos testigos de por qué, cuándo y cómo Alberto Fernández deja de ser él mismo para ser otro.
Negar todo lo que dijo y hacer ahora todo lo contrario es la propia inmolación de quien era Fernández para ofrecerlo en sacrificio propiciatorio al altar de Cristina, cancelando toda coherencia, consistencia, trazabilidad y valor de la palabra. Él bien sabe que a Nisman lo mataron pero no puede decirlo más. Así como Fernández lo hizo con la muerte del fiscal, lo hará con lo que sea necesario. Esa es la diferencia entre un suicidio físico y uno político. El primero solo puede ejecutarse una única vez. Este último, varias. Tantas como las necesarias ante cada cambio de gobierno y como condición para los cargos que se asuman, a lo largo del tiempo, por el solo pedido del jefe político que lo requiera.
Alberto Nisman está muerto. Su sangre clama y reclama. Su magnicidio espera justicia. Somos millones de argentinos los que no creemos en el relato, respetamos la democracia electoral y no estamos dispuestos a violar las leyes de la República.
Creemos en la verdad y en el valor de la palabra, como la que fuera jurada sobre una Constitución que se profana.
Queremos, aun sin haberlo votado muchos de nosotros, que nos presida Alberto Fernández. Sin embargo, a nuestro pesar y al romperse el espejismo de otros que quisieron creer que sería distinto, esto no es sino una vana ilusión.