El filósofo detrás del diván
Por Santiago Kovadloff y Patricia Leyack Para La Nación
Se trata, al parecer, de una moda impuesta: en América del Norte, aunque no solo allí, los dilemas psíquicos han pasado a estar también en manos de los filósofos. Y eso, claro está, en desmedro de las psicoterapias, del psicoanálisis, de los programas de autoayuda y del extendido empleo de psicofármacos, cuyo consumo se desalienta mediante una exitosa consigna: "Más Platón y menos prozac". El autor de este acierto promocional, el norteamericano Lou Marinoff, encabezó con él un libro que, para limitarnos a la órbita de nuestro idioma, lleva vendidos más de un millón de ejemplares en menos de dos años.
Lou Marinoff, presidente de la American Philosophical Practitioner Association, propone entender la tradición filosófica en su conjunto, de Anaximandro a Heidegger y Levinas, como un repertorio instrumental de extraordinaria rentabilidad práctica en el abordaje clínico de los conflictos emocionales. Lo que él busca es que sus "clientes" (así los llama) alcancen "una paz duradera". "Como consejero filosófico -escribe-, soy un abogado en defensa de los intereses de mis clientes. [...] Los ayudo a encontrar las mejores soluciones a través de un enfoque filosófico compatible con su sistema de creencias. Al contrario de la mayoría de las terapias psicológicas, el objeto del asesoramiento filosófico es el presente y la mirada hacia el futuro más que hacia el pasado." Más Platón y menos prozac , el volumen en el que Lou Marinoff se propuso condensar sus convicciones y presentar su doctrina, abunda en relatos "clínicos". En él no quiere sino enseñar a abrir cauces metodológicos que permitan restituir la confianza del cliente en sus propias ideas, desbaratar sentimientos o criterios "paralizantes", valores retardatarios de la acción o preguntas improductivas que abisman al consultante en la ambigüedad.
No hay que desmerecer lo oportuno de su denuncia contra la medicación como recurso princeps , y sería necio ignorar lo que hay de fructífero en su propósito de alentar al diálogo en un medio que lo ha vulnerado sin pudor mediante una búsqueda compulsiva de soluciones químicas. Pero más allá de estos dos puntos, no cabe sino reconocer que tanto la concepción de la vida psíquica como de la filosofía propuestas por Lou Marinoff dejan mucho que desear.
Impronta positivista
Uno de los capítulos del libro Por qué el psicoanálisis , de la historiadora francesa Élisabeth Roudinesco, se titula "Freud murió en Norteamérica". La fuerte impronta positivista del espíritu medio norteamericano -nos dice la autora- hizo que el psicoanálisis se deslizara, mayormente, hacia la egopsychology (psicología del yo) , o bien que, a las órdenes de un pragmatismo simplificador, encallara en torpes intentos de medir energías o probar eficacias mediante el empleo de estadísticas. ¿Qué se perdió con eso? La apertura hacia una visión compleja del ser humano, de su psiquismo y de su sufrimiento. Apertura que es connatural al desarrollo de una teoría y de una praxis como la psicoanalítica, que coloca en su centro la verdad, no como adaequatio , sino como efecto de verdad para cada sujeto; que hace derivar todo su cuerpo teórico de la noción de falta, falta que no es pura negatividad sino que pone en marcha los movimientos deseantes de los que no puede haber registros traducibles a cifras, sino tan solo lecturas de sus efectos a posteriori.
Recordemos que Freud hace un giro copernicano cuando desplaza la palanca de su edificio teórico desde la idea de trauma efectivamente acontecido a la idea de fantasmas entretejidos con la realidad de los hechos, para pensar la causación de los síntomas. Si Freud fue, entonces, de la realidad al fantasma para ubicar allí lo enigmático que al sujeto le cabe desplegar en su cura, la egopsychology vuelve del fantasma a la realidad (como si hubiera una realidad tal desprovista de fantasmas) para terminar postulando la existencia de un yo autónomo desenlazado del inconsciente.
Esta resistencia "norteamericana" al inconsciente dejó abierto el camino para concebir al consultante, ya no como un sujeto que padece y se pregunta, sino como objeto de desarreglos cerebrales de orden químico. Para un consultante así perfilado, la medicación psiquiátrica pareciera ser la respuesta más apropiada. ¿Es esto acaso lo que piensa Lou Marinoff? Por supuesto que no. Su propuesta pone en tela de juicio el uso de la medicación como recurso dominante para el tratamiento de problemas psíquicos en los Estados Unidos. Pero es evidente que el sujeto al que se dirige Lou Marinoff, el "cliente", es un ser aplanado, inquieto por no poder reconocerse como un hombre primordialmente eficaz y capaz de manejar sus emociones con un sentido práctico. Al proceder como lo hace, Lou Marinoff abdica del pensamiento entendido como intervención llamada a enriquecer y no a liquidar los dilemas primordiales de una vida. Para Marinoff, la filosofía es un dispositivo pre-existente y no un emprendimiento personal enmarcado en una coyuntura que lo propicia y lo singulariza. Asimismo, Lou Marinoff prueba que desconoce la pulsión que nos arranca al equilibrio, que, por su parte, él idealiza como efecto de su propuesta. También ignora la repetición, así como la adherencia libidinal y no voluntaria a formas de goce que, aun cuando no le "sirvan" al sujeto, de hecho lo comandan.
Acto y sistema
Lou Marinoff ha denominado su propuesta "terapia para cuerdos". Con esto quiere significar que "la gente que sufre graves perturbaciones o disfunciones puede necesitar un clínico o un psiquiatra o medicarse en forma transitoria antes de estar en condiciones de acudir a un consejero filosófico". Lo que está diciendo con esto es que el consejero filosófico no debe o, más aún, no puede ocuparse de aquello que provoca el padecimiento de la gente: angustias, síntomas, inhibiciones, que los analistas tratan todo el tiempo, aunque en algunos casos desafíen al máximo la cura por la palabra.
El psicoanálisis, lejos de delimitar su campo de acción dejando fuera de su alcance problemas que sancionaría como inabordables, viene haciendo un sostenido esfuerzo por teorizar de qué manera dar cabida en el dispositivo freudiano a las distintas presentaciones de síntomas que las épocas van marcando.
En el examen de las escuelas, corrientes y prácticas clínicas, Lou Marinoff lo confunde todo. Opina, por ejemplo, que el psicoanálisis se regodea en el pasado forzando al analizante a estancarse en su historia en vez de enfocar la solución de sus problemas actuales. Lo que desconoce Lou Marinoff es que, al igual que para la filosofía más representativa de hoy, que es la que interroga al poder sobre su fundamento racional y a la razón práctica sobre su consistencia ética, para el psicoanálisis el pasado no es lo que ya pasó (lo ocurrido) sino lo que pasa, lo que se juega en el presente, lo que incide y actúa, lo sucedido que condiciona activamente cuanto sucede. La historia, para el psicoanálisis, se juega en la actualización del pasado en los síntomas. ¿Cómo no ocuparse de la historia del sujeto si ella es el hilo con el que está tejida la trama del malestar actual? Como Lou Marinoff no puede ni quiere entenderlo así, termina afirmando que todo lo que mal anda en la sociedad es exclusivamente de orden moral. Restaurando ese orden con ayuda del consejero filosófico, se terminaría, de paso, restaurando la salud mental y encontrando la auténtica paz de espíritu que a cada cual le conviene. Lejos de este enfoque reduccionista, el psicoanálisis busca despertar al sujeto, propicia que se nutra en la inquietud del deseo, que se encuentre con aquello que lo excede, con su angustia, pero no para acallarla sino, por el contrario, para hacerla hablar y, de esa forma, y en sucesivas vueltas, acotarla.
A la filosofía, que es siempre un acto antes que un sistema, el hombre le importa como sujeto inconcluso, a merced de aquello mismo que combate. Su hábitat es la plaza pública y alcanza sentido mediante su intervención crítica en lo social. Ella propone un hombre que sólo es libre en la medida en que sabe que encierra en sí las tensiones generadas por contradicciones que lo contienen y de las que son expresión su vocación solidaria tanto como su propensión totalitaria, su amoroso acercamiento al otro como su desprecio por él.
Pero, por lo que parece, hay otra manera de entender y practicar la filosofía. Consiste en creer que esas tensiones pueden llegar a transformarse en un repertorio de soluciones inyectables en la conciencia de cada cual para hacer de nuestro mejor desasosiego un bienestar impermeable a todo desarreglo ontológico. ¿Cómo se logra esto? Pregúnteselo a Lou Marinoff.
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