El femicidio, la reacción contra el fin de una era
En el siglo XX, el genocidio se impuso contra las identidades nacionales; en el XXI, la reacción es contra las identidades individuales
Cuando un evento se repite a tal punto de volverse cotidiano, ya no estamos observando un evento, sino una práctica social. En la Argentina, desde hace varios años, somos testigos de un alarmante incremento de la violencia de género que, a cada minuto, termina en un nuevo femicidio. El asesinato sistemático de mujeres se ha convertido en un hongo que crece y se multiplica sobre la superficie de la Tierra. Y como todo hongo, estamos ante el peligro de leerlo como algo normal, cotidiano, natural. Este peligro nos exige pensar el femicidio desde nuevas categorías de análisis.
Micaela García, Belén Rivas, Claudia Lima, Silvia Castañera, M. Estela Torres, Florencia Di Marco, Silvina Núñez, Ornella Dotori, Antonia Ríos, Lucía Hoyos, Karina Catalano, M. Adela Duarte, Gabriela Barceló, Noemí Salvaneschi, Cielo Torres, Paulina Portillo, Cristina Sandoval, M. Esther Ramírez, Tamara Olguín, Alejandra Polizzi, María Vedia Durán, Malvina Noelia, Silvia Morales, Carmen Solís, Tamara Córdoba, Mayra Díaz y Analía Núñez: 27 mujeres asesinadas, violadas y abusadas en 27 días, en abril de 2017.
Nuestro país no es el único caso: el informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) de octubre de 2016 mostró que existe un promedio de 12 mujeres asesinadas cada día por violencia de género en América Latina, con la Argentina, México, Guatemala y Brasil en la cima de estas escalofriantes cifras. ¿Por qué todo indicaría que el femicidio se ha convertido en una práctica social? ¿Cuál es la lógica que se esconde debajo del asesinato sistemático de mujeres en todos los continentes?
Hacia finales de la Segunda Guerra Mundial el mundo amanecía frente a una nueva realidad que se expandía desde Europa hacia los confines de la Tierra: el genocidio como una práctica social. Como escribió Daniel Feierstein en su libro El genocidio como práctica social (FCE, 2007), el nazismo inauguró la idea de la "reorganización genocida, del poder del aniquilamiento como destructor y refundador de las relaciones sociales". El genocidio no fue una excepción, sino la conclusión de diferentes procesos sociales que tuvieron sus orígenes en la construcción propia del Estado y el tiempo modernos. Procesos que nacen con la conformación de la identidad nacional, en los que diferentes identidades y culturas se vieron solapadas bajo la idea de igualación de un territorio con una lengua y una religión. Y frente a un discurso de autonomía que toleraba la diversidad de pensamientos y formas de vida, pero que ante el límite de la radicalización de las prácticas autónomas de índole política, social, económica o cultural, encontró en la destrucción la herramienta para reconfigurar las sociedades nacionales. El genocidio no mermó ante las banderas del "Ni un genocidio más" posteriores a 1945, sino que se multiplicó a la par de la exigencia de autonomía de los países coloniales, los Estados multiculturales o las identidades religiosas diferentes.
No es casualidad que el mismo síntoma haya sido percibido con perplejidad por Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén y por Michel Foucault en sus estudios sobre el biopoder: el genocidio no es un evento único y pasajero, sino que bajo determinadas condiciones cualquier Estado puede llegar a su realización. Y esas condiciones se vinculan directamente con la ruptura de la matriz moderna de la identidad nacional. Es así como el mapa europeo se vio transformado por estas prácticas, pero también bajo las políticas represivas y genocidas en las últimas dictaduras militares latinoamericanas, en África, Medio Oriente y Asia.
Síntoma de resistencia
Debemos pensar el siglo XX como el siglo del estallido de las identidades nacionales con la respuesta genocida de los Estados. Hoy vemos el estallido de las identidades individuales, de los discursos sociales que exigen la ruptura de las categorías obsoletas que determinaban la relación entre los seres humanos, las elecciones sexuales, la relación de poder hombre-mujer y mujer-hombre. Discursos que ya no sólo exigen la libre manifestación y radicalización de la autonomía individual, sino que además exploran nuevas formas de autonomía, nuevas formas de relaciones sociales. Así como desde el origen de los tiempos la mujer fue señalada como "el otro" y su asesinato una realidad, hoy el concepto y la práctica femicida se han transformado en una dinámica social, quizás la respuesta desde la sociedad misma a la ruptura de los discursos de la Modernidad sobre las libertades individuales.
Como bien explica Michel Foucault en su curso del Collège de France de 1975-1976 (Defender la sociedad, FCE, 2000), el Estado nazi hizo que coincidieran el campo de la vida disciplinaria y reguladora característico de todo Estado nación con el derecho soberano de matar a cualquiera por sobre el contrato social que inauguró el tiempo moderno. Hoy el análisis nos exige entender que el carácter monstruoso del femicidio se vincula también con prácticas humanas, para ampliar la comprensión sobre lo que esconde esta realidad que azota a nuestras sociedades: la aterradora posibilidad que cualquiera se pueda transformar en un femicida, un vecino, un familiar, un amigo, un desconocido. La destrucción de las configuraciones identitarias tradicionales pareciera haber liberado tabúes y pulsiones que no sólo hacen del femicida aquel que en el otrx, en la alteridad, deja de ver a un semejante, sino que radicaliza su cosificación como reacción ante la libertad, como un síntoma defensivo de resistencia al cambio de paradigma.
En 1963, Arendt le respondió en una carta a las acusaciones de Gershom Scholem tras el debate generado por sus escritos sobre la "banalidad del mal" (Escritos judíos, Paidós, 2009). Allí le dice que el mal nunca puede ser radical, sino solamente extremo y que carece de profundidad, porque "puede crecer desmesuradamente y reducir todo el mundo a escombros precisamente porque se extiende como un hongo por la superficie". De igual modo, hoy el femicidio crece desmesuradamente como respuesta al fin del discurso moderno sobre el lugar de la mujer en la sociedad.
La estructura social moderna durante el siglo XX llegó a su fin y ante la necesidad de nuevas categorías para definir al otro, el genocidio se convirtió en la herramienta para erradicar el exceso de autonomía: judíos, gitanos, musulmanes, bosnios, indígenas, afrodescendientes, armenios, tutsis, comunistas. Todo lo que ponía en jaque la identidad nacional debía ser subyugado. La Modernidad no estaba preparada para contener una doble identidad, dos lenguas nacionales, el amor por una tierra en la que residían pero no se sentían parte, ni tampoco discursos sostenidos en la solidaridad, en la igualdad económica y política.
El siglo XXI se enfrenta a una nueva realidad: mientras el problema de las identidades nacionales fue girando hacia el problema del "otro diferente y terrorista", hacia el interior de los Estados nuevos discursos sociales implosionan las viejas identidades. Las categorías no son suficientes para ir a la par de las configuraciones humanas: ni hombre/masculino ni mujer/femenino, agénero, intergénero, demigénero, género fluido, pángenero, queer, trans, cisgénero, pluriamor, nuevas familias. Y en la punta del iceberg, estamos frente a la ruptura de una matriz de pensamiento que saca a la mujer del lugar del objeto, de la cosificación, de la sumisión. En este contexto, el femicidio se ha multiplicado. se ha vuelto una práctica cotidiana y nos convoca a pensar.
Un hecho alarmante es que el femicidio, a diferencia de las prácticas genocidas, ya no se dirige desde el poder del Estado hacia sus ciudadanos, sino que nace en el propio estrato social. Más allá de las políticas públicas y lo que puede hacer o no el Estado y sus fuerzas de seguridad, es la crisis de los discursos sociales y los conceptos modernos lo que puede convertir al otro en tu futuro asesino. Es el quiebre de la mirada del mundo que conformaba el discurso sobre el rol y el lugar de la mujer. Y por ello, no podemos dejar de lado que hoy estas prácticas son intrasociales. Tal vez como la herencia nefasta de sociedades post-genocidas, o tal vez, como la incapacidad de soportar el fin de los discursos heteronormativos que determinaban los vínculos entre los seres humanos.
El autor es especialista en filosofía política y pensamiento judío, e investigador del Conicet