El fantasma de una traición
Desde que la Presidenta ungió a Daniel Scioli candidato a presidente, y designó a Zannini como su vice, la pregunta es qué haría el actual gobernador bonaerense, en caso de ganar, para romper el blindaje y conquistar autonomía
En este momento, toda la política en la Argentina gira en torno a la traición. En caso de que Daniel Scioli gane las elecciones presidenciales, ¿traicionará al kirchnerismo? ¿Cómo lo hará? ¿Cuándo lo hará?
Quien más cree en la inevitabilidad de esa traición es el propio kirchnerismo, y en especial la Presidenta. Tras elegir a Scioli como el candidato del oficialismo, Cristina Kirchner se apresuró a erigir a su alrededor un estricto blindaje, conformado por el candidato a vicepresidente, el secretario legal y técnico de la Presidencia, Carlos Zannini, en el rol de custodio, y por la mayoría de los candidatos al Congreso, de obediencia kirchnerista. Si el kirchnerismo no creyese que Scioli traicionará a Cristina, ¿para qué hubiera erigido esa auténtica guardia de corps?
Desde un punto de vista diverso, Pro de Mauricio Macri también cree que, llegado el caso, Scioli traicionaría. El mensaje implícito en el discurso del macrismo desarrolla el siguiente argumento: la Argentina sólo puede aspirar a cierta gobernabilidad si triunfa la oposición, porque si ganase Scioli, el país será un caos. ¿Por qué? Porque a las obvias confrontaciones que seguirían entre la actual oposición y un eventual gobierno sciolista, se agregarían las terribles pugnas que desataría un intento sciolista de romper el cerco cristinista para alcanzar la autonomía política. Tomando en cuenta el inmenso poder que el Poder Ejecutivo posee en la Argentina, parece muy ingenuo pensar que un presidente no use esa maquinaria. Acaso Scioli, de triunfar, ¿aceptaría mansamente un papel de rehén?
La traición como cuestionamiento al anterior jefe está en la génesis del kirchnerismo. En 2003, el presidente Eduardo Duhalde debió elegir entre tres políticos peronistas para ungir a uno de ellos como candidato a sucederle: eran José Manuel de la Sota, Carlos Reutemann y Néstor Kirchner. Se inclinó por este último. En cuanto accedió a la presidencia, Kirchner consumó la ceremonia de la traición, desprendiéndose de su mentor Duhalde, a quien despojó de sus bastiones en las intendencias del gran Buenos Aires. ¿No fue una traición la que consumó Kirchner?
La palabra traición nunca la usan quienes la ejercen. Nadie admite que es traidor, la traición siempre es ajena. Se prefieren otros términos menos comprometedores, como autonomía o independencia. Sin embargo, la traición se entrelaza con la política. La revolución siempre traiciona al antiguo régimen. La innovación, aun minúscula, es acusada de traición, hasta que a su vez toma el poder
La Argentina -e incluso todos los países de la América española- nacen de la traición a la antigua metrópolis. El general José de San Martín, padre de la Patria, ¿acaso no era en 1808 un oficial del rey de España, por el cual se batió, en batallas como la de Bailén, contra el ejército francés que había invadido la península? Uno de los próceres de la Argentina es el general Justo José de Urquiza, quien durante muchos años apoyó al gobernador de Buenos Aires Juan Manuel de Rosas, hasta que en 1852 se levantó contra su jefe y lo venció en la batalla de Caseros, tras lo cual Rosas huyó del país. En los años que siguieron, el militar federal Urquiza, gobernador de Entre Ríos, se enfrentó a unitarios porteños como Bartolomé Mitre, a quien venció militarmente en Pavón (1861), aunque de inmediato se retiró del campo de batalla pues no quiso ahondar la guerra civil entre argentinos. En 1870, Urquiza fue asesinado en su mansión de San José, acusado de traición. ¿Acaso lo mataron los partidarios de Rosas? No, lo hicieron los antiguos federales entrerrianos, que se sentían a su vez traicionados por Urquiza. La Argentina vivió en medio de crueles guerras civiles desde 1810 hasta 1880, un período en el que todos acusaban a todos de traición. El ex presidente Bartolomé Mitre, por ejemplo, consideró traidor al presidente electo en abril de 1874, Nicolás Avellaneda, contra el cual se sublevó, siendo vencido en la batalla de La Verde.
En 1945, el coronel Juan Perón, vicepresidente de un gobierno golpista, formó un partido político y se postuló como candidato. Ganó las elecciones. En 1955, los militares, acusándolo de traidor a las fuerzas armadas, además de tirano, lo derrocaron. Durante los siguientes 18 años, en los que el peronismo estuvo proscripto, al punto de que la mera mención del nombre Perón constituía delito (decreto 4161/56), el tema de la traición estuvo a la orden del día entre los propios peronistas. En 1969, el poderoso sindicalista metalúrgico Augusto Vandor fue asesinado por un grupo de protoguerrilleros, quienes lo acusaron de traicionar al líder exiliado al postular un "peronismo sin Perón". Lejos estaba Vandor de pretender semejante cosa. Lo que sostenía Vandor era que "para salvar a Perón, hay que estar contra Perón"; quería decir que el peronismo debía participar en la vida política del país aun enfrentando las proscripciones: precisamente, como la mejor manera de abolirlas.
La traición, lejos de ser una característica argentina, es un ingrediente constante de la vida política universal. Consignar la lista de supuestos traidores sería reescribir la historia entera. Ya la ley de las Doce Tablas, en la antigua Roma, instauraba un tribunal especial dedicado a juzgar presuntos traidores, a quienes llamaba perduellis. En España, el general Francisco Franco había jurado defender el gobierno republicano al que, sin embargo, traicionó en 1936 levantándose en armas. Triunfante en la guerra civil, muchos años después reinstaló la monarquía, para lo cual llamó a Juan Carlos de Borbón, quien juró por el Movimiento Falangista. Sin embargo, cuando en 1975 murió Franco, Juan Carlos de Borbón traicionó ese juramento e instauró la democracia en España. Lo hizo a su vez con un político franquista llamado Adolfo Suárez, quien, hasta el mismo momento de la muerte de Franco, ocupaba el cargo de vicesecretario general de la Falange.
Todo gobernante autoritario recurre al vocablo traidor, que conserva su aura infamante, para denigrar a sus críticos. A partir de 2003, pero sobre todo a partir de 2011, el Gobierno se ha caracterizado por sus rasgos autoritarios y paranoicos, lo que lo ha llevado a ver en cada crítica una traición. Esta sensibilidad especial para sentir la piel del príncipe como intocable se llamaba, en la antigüedad, la lesa majestad. Era un aura que emanaba de la persona que ocupaba el poder, que permitía fulminar como traición el menor atisbo de crítica, o aun de diferencia con la opinión del jefe. La paranoia del príncipe que se inviste de tal majestad deriva en el aumento desmedido de los servicios de información.
El traidor ve traidores a su alrededor, por eso necesita espiar lo que hacen los demás. En la época de Tiberio existía en Roma la profesión de denunciante o delator. Su equivalente moderno es el policía secreto, dedicado a descubrir traidores. Es el servicio. El actual gobierno usó con abundancia a los espías. Stiuso, Milani. Ese oscuro mundo de conspiraciones y traiciones se activará hasta el frenesí si Scioli es elegido.
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