El fantasma de Ruggierito
A Ruggierito lo mataron de un tiro cuando salía de la casa de su amante, en Crucecita. Fue al anochecer del 21 de octubre de 1933. Lo velaron en un comité de Avellaneda, que era también un garito. Muchos políticos acudieron, entre ellos, el gobernador de la provincia de Buenos Aires. Envolvieron el féretro en la bandera argentina y lo llevaron al cementerio en andas, por la avenida Mitre, seguido por una multitud. Porque Ruggierito, o sea, Juan Nicolás Ruggiero, no sólo era un matón, un pistolero sin piedad, un señor de horca y cuchillo que, en aquella Avellaneda brava manejaba dos industrias florecientes, el juego clandestino y la prostitución. Ruggierito era también un ídolo popular, la mano derecha de don Alberto Barceló, el sempiterno intendente de Avellaneda y figura importante del Partido Demócrata Nacional (conservador). Ruggierito repartía camas de hospital, conseguía un empleo municipal para el sobrino o le tiraba un cable al algún moroso al borde del desahucio. Por algo le levantaron una estatua de cuerpo entero, exhibida públicamente durante veinticinco años en su patria chica, Ranelagh. Después, Barceló y Ruggierito se cobraban con votos esos favores.
Eran otros tiempos. En los días de elecciones, en el patio del comicio había asado y taba. Cada puntero llegaba con un cargamento de libretas de enrolamiento. Junto a la urna, un hombre embozado mostraba su pistola al cinto. Se escondían urnas, se traían los votantes en patota, se dibujaban los resultados. Y si venía a cuento, se irrumpía en los actos de la oposición, a tiro limpio. Así mataron al radical Ángel Bálsamo, en 1921.
Esta estampa feroz del país de ayer nos remite a expresiones arcaicas: década infame, fraude patriótico, populismo oligárquico, como definió Norberto Folino el marco en el que se movieron Barceló y Ruggierito. Pero, ¿es la Argentina del ayer?
Porque de pronto, con espanto, comprobamos que tales escenas han revivido en las noticias del día, en las elecciones tucumanas del pasado 23 de agosto, cuando nos enteramos de que, en el correo de Tucumán, se adulteran cifras del escrutinio, que queman urnas, y por la televisión se nos muestran filas de ciudadanos que el día de los comicios se alinean... no para votar, sino para retirar bolsas con comida en alguna dependencia. En los pueblos más pobres, se pagan cien pesos por voto. En otros, cuatrocientos. La publicidad electoral de un candidato del FPV anuncia a los cuatro vientos que regala, a las hijas de los votantes, un vestido para la fiesta de quince años. Se traen ciudadanos de otras comarcas, que votan en padrones truchos. Y un dirigente opositor dictamina con tristeza: "La democracia aun no llegó a Tucumán". ¡Y esto se dice 32 después del fin del Proceso!
Tucumán retrasa la vida argentina a muchas décadas atrás. La televisión muestra a miles de tucumanos, mujeres, niños, familias, que se reúnen por la noche en la plaza Independencia, disconformes. Y de pronto, en esa movilización de ciudadanos, irrumpe la policía montada. ¡Los cosacos! Como si además de Ruggierito, volvieran del pasado los "policías bravos" de Ramón Falcón, los jinetes del Apocalipsis repartiendo garrote.
Una pregunta candente nos interpela desde Tucumán. Si ni siquiera contamos con una legalidad electoral a rajatabla, ¿cómo podemos vivir un cambio político que debería ser también un avance democrático? ¿El poder se blinda con trampa y llamas? ¿En qué condiciones va a afrontar la Argentina una elección presidencial o de gobernador de Buenos Aires que podría decidirse por unos pocos votos? Porque lo sucedido en Tucumán va más allá de las discusiones sobre voto electrónico o voto en papel, sobre calendarios electorales, sobre sistemas de votación, sobre boleta sábana o boleta única, sobre figuras como Mansur o Alperovich, al fin y al cabo menores (aunque no para los tucumanos, por cierto). En Tucumán se puso en riesgo el corazón mismo de la democracia, el acto puro y simple de votar. Un acto que debería estar preservado por la transparencia.
Se sabe: Tucumán es, desde 1945, una provincia peronista hasta las entrañas, y los oficialismos justicialistas obtienen victorias por márgenes mucho mayores que el obtenido (¿obtenido?) por Mansur en el escrutinio provisional y trunco. Tucumán siempre es básico en las estrategias de un oficialismo peronista. Lo que está en juego es distinto del destino del sillón del gobernador de Tucumán. Es la posibilidad de que el país pueda enfrentar y superar en un marco de legalidad, un proceso electoral lento, complejo y decisivo que inevitablemente mostrará una sociedad políticamente fragmentada. Venimos de una larga temporada de encono, de años de invectivas, años en los que el Gobierno no reconoció interlocutores.
La pesadilla de un Ruggierito, el pistolero que marcha hacia el otro mundo bajo los pliegues de la bandera nacional, me remite a otra escena del deshonor argentino, ésta de hoy: el pabellón que se iza en el Senado de la Nación presidido por un hombre bajo proceso por delitos comunes.
Azúcar amargo el que nos ofrece el Tucumán.
Escritor, su último libro es Luna amarilla y otros cuentos negros (Del Nuevo Extremo)
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