
El fantasma de Miguel Miranda aún está presente en la Argentina
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A diferencia de los procesos políticos, los históricos económicos y sociales no admiten orígenes precisos. Elijamos al azar el dilema del que no hemos acertado a salir desde los últimos casi ochenta años. Resultado de una vasta reforma que conjugó en partes equivalentes convicción y una apuesta fallida.
En vísperas de su ascenso como presidente constitucional, el general Juan Perón le pidió a su antecesor, su camarada el general Edelmiro Farrell, la estatización del Banco Central mixto creado diez años antes. Su conducción por expertos economistas fue reemplazada por un buen exponente de las industrias surgidas al calor de la Depresión de los 30 y de la Guerra, el empresario ojalatero Miguel Miranda. La reforma incluyó las nacionalizaciones de los depósitos bancarios con fines de fomento y del comercio exterior de granos –no así el de las carnes–mediante la creación del Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio (IAPI).
Hasta aquí, nada demasiado distinto a medidas parecidas aplicadas en medio de los rigores de la conflagración en prácticamente todo el mundo; aunque la actualización ocultaba una jugada riesgosa. Se partía del supuesto –muy arraigado durante los años de la Depresión– de que el comercio libre y multilateral había sido sepultado por la vigorosa acción de las burocracias públicas preventivas de sus peores consecuencias. Un camino irreversible que se habría de corroborar a raíz de otro acontecimiento inminente: una tercera guerra mundial entre los EE.UU. y la URSS.
Mientras tanto, la demanda europea generó una situación inesperada: los precios de nuestros deprimidos commodities desde 1930 se dispararon más del 200%, colmando las arcas del BCRA de oro y dólares. No obstante, neutras para actualizar el utillaje tecnológico requerido por las actividades primarias, industriales y de infraestructura semiestancadas desde hacía quince años. El natural proceso inflacionario mundial de posguerra tendía, asimismo, a desvalorizar tanto a esos caudales como al de la deuda británica por el pago diferido de sus importaciones cárneas desde 1939.
En medio de cavilaciones, el gobierno apostó fuerte en favor de la opinión del presidente del Banco Central: con la deuda inglesa, estatizó los ferrocarriles ingleses; y con el resto, se lanzó a comprar indiscriminadamente matrices de los 20 y de los 30 inutilizadas por la Depresión y la guerra. Fue así como el IAPI compró máquinas para la producción de cocinas, calefones y estufas a gas; heladeras eléctricas, planchas, ventiladores y motocicletas. Un combo de impactos revolucionarios en la vida cotidiana de la sociedad de masas, aunque fiscalmente costoso por su requerimiento de importaciones.
Por último, y como colofón de la vasta ciudadanía social que actualizaba a los fragmentarios avances desde principios de siglo, se aumentaron los salarios un promedio de 50%, generando una euforia consumista mayor que la de los años 1900 y 20. Y como se siguió a rajatabla la política cambiaria establecida en 1891, el rendimiento de nuestras ventas se conjugó con un abastecimiento generoso de alimentos que alentaba la compra de esos bienes industriales. En un país de base social europea y consiguientemente al tanto de las penurias de la posguerra, el experimento dejó una huella indeleble: el significante “peronismo” fue la versión exacerbada del sueño igualitario argentino abrazado por más de la mitad de la ciudadanía.
Pero las reservas extraordinarias de 1945 se esfumaron tres años más tarde; la aguardada tercera guerra mundial no se produjo por el acceso de la URSS a su bomba nuclear en 1949; y la veloz reconstrucción de Europa financiada por los Estados Unidos normalizó los precios de nuestras commodities en los niveles de los años 30. El redistribucionismo proteccionista y subsidiador de trabajadores e industriales, al fijar salarios exorbitantes respecto de la productividad, motivó una torsión cultural respecto de la tradición inmigratoria fundada en la austeridad y el ahorro. Su saldo fue un déficit fiscal in crescendo plasmado en una novedosa inflación que hacia 1950 bordeaba el 50% anual.
No obstante, la reacción oficial fue rápida. Perón despidió a Miranda y lo reemplazó por un equipo de economistas profesionales que instrumentó un riguroso plan de ajuste. Las esperables reacciones sindicales fueron reprimidas sin miramientos. No se trató solo de una reacción de corto plazo: el Segundo Plan Quinquenal, lanzado en 1952, reafirmó la voluntad de proseguir la sustitución de importaciones, pero no ya de manufacturas de consumo masivo, sino del petróleo y sus derivados, que se devoraban casi la mitad de nuestros ingresos externos. También, las de insumos como el acero y maquinarias que fueran recapitalizando el campo, prosiguiendo los esfuerzos infraestructurales paralizados desde los 40, y actualizando el relegado transporte automotor. Para ello, no dudó en abandonar la “tercera posición” y alinearse con los Estados Unidos. La inflación fue domada mediante políticas cuyo precario éxito procedió de su ausencia en la memoria social.
En vísperas de su caída, todo permanecía en suspenso: el plan petrolero estancando, los avances en materia de transportes demasiado lentos y los controles cambiarios inaugurados en 1931 perturbaban el flujo de las ansiadas inversiones. Señales del destino trágico de un líder preso de su creación, pero que arrastró en su desgracia a sus sucesores omitiéndolo esa cruz. Durante los veinte años siguientes, su exclusión política le permitió explotar la memoria selectiva de sus “años de oro”.
El bloque urbano consolidado por la industrialización protegida siguió concentrando una demografía; sobre todo, en las grandes ciudades litoraleñas. Tanto como su dependencia congénita de un mercado interno que crecía a ritmos vegetativos y de las divisas producidas por un campo descapitalizado por las políticas redistributivas primigenias y el cierre de los tradicionales mercados europeos. La Argentina de fines de los 50 seguía –y sigue hasta el día de hoy– desconcertada y decepcionada respecto de las promesas exageradas del Centenario. Desde 1930 no creció; pero redistribuyó una riqueza residual y otra brevemente extraordinaria. El desarrollo retornó recién en los 60; aunque a un ritmo irregular por la puja distributiva entre sus dos economías –la urbana y la rural– que la crisis de legitimidad política fracasó en neutralizar atizando explicaciones conspirativas recíprocas; y a la postre, una violencia extremista que le envenenó al creador su triunfal regreso en 1973-74.
El memorable programa de 1946 tendió a reeditarse, con matices, como un reflejo cultural en las coyunturas alcistas de los precios de nuestras exportaciones. La severa autocrítica del partido de Perón durante los 90 tras el fin de la Guerra Fría fue abandonada por su tercer heredero ni bien reapareció un contexto favorable a principios del XXI a instancias de la lejana “esponja” china. Sin embargo, a la crisis internacional de 2008, la ralentización ulterior del crecimiento mundial y la pandemia, se le sumó el oxímoron de apostar, una y otra vez, a la promesa de crecimiento equitativo a cambio de prebendas a sucesivas capas de corporaciones responsables de la penuria contemporánea.
El futuro se juega en comprender tanto este como otros cortocircuitos de nuestro desarrollo histórico. Difícil, en tanto no tomemos conciencia de la inutilidad de seguir insistiendo en las falacias del encierro autárquico y del redistribucionismo de una riqueza material salvadora que, de por sí, no basta sin el aporte de inversiones conjugadas con la civilización política y cultural que hemos perdido.
Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos
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