El fantasma de la crisis democrática recorre el mundo
La pérdida de confianza en las clases dirigentes refleja el dilema que enfrenta el tradicional sistema de representatividad ante las nuevas expresiones de diversidad social
Un nuevo espectro recorre el mundo: el fantasma de la crisis democrática. Se trata de un fenómeno que se expresa en la absoluta pérdida de confianza que padece la clase dirigente. Tanto en Bolivia, Colombia, Brasil como en los Estados Unidos, España o Italia.
El ejemplo de Chile ilustra mejor que ninguno la situación a la que me refiero. La clase dirigente trasandina desde hace meses fue tomando decisiones abruptas y zigzagueantes sin poder lograr un solo acierto y reafirmando la idea de que la dirigencia aparece "alienada": lo que debía ser un medio para el autogobierno -la política- se transforma así en una piedra inmensa, que domina y aplasta a todo el resto. En Chile, ese desajuste entre ciudadanos y dirigentes ha llegado a niveles extraordinarios.
Un día, la dirigencia firma ajustes de tarifas con gestos de desprecio hacia la ciudadanía y al siguiente pide perdón y "humildemente" anuncia reformas sociales; un día, se burla de las iniciativas de reforma constitucional, y al día siguiente, las abraza con fervor militante. El resultado es obvio: los ciudadanos ya no creen en nada; los dirigentes parecen "alienígenas" descendidos de un planeta distante.
Frente a sucesos tales, las ciencias sociales hablan de una situación de "erosión" y "fatiga" democrática, que afecta al mundo moderno. Entiendo, sin embargo, que el problema en juego tiene menos que ver con el genuino hastío que sentimos frente a las clases dirigentes, o con sus pésimos desempeños, que con la radical dificultad que muestra nuestro sistema político para cumplir con su primitiva promesa de "representación plena". El "viejo" esquema institucional está afectado por males que no tienen cura. Y frente a ello no hay "reforma de los partidos políticos" que valga para revivir lo que ha muerto.
Me explico. En sus orígenes, el sistema institucional fue diseñado bajo la ilusión de que toda la sociedad podía quedar representada "dentro" de la estructura de poderes. Si era cierto que la sociedad se componía de unos pocos grupos ("propietarios y no propietarios"; o "comerciantes, agricultores y artesanos") y que esos grupos eran internamente homogéneos (y así, unos pocos artesanos o agricultores podían representar a "todos" los artesanos y agricultores), entonces, el ideal de "representación plena" resultaba asequible.
Ocurre que en la actualidad la ilusión de la "representación plena" ha estallado por los aires. En sociedades multiculturales como las nuestras, el objetivo de la "representación plena" enfrenta problemas irremontables. Primero, porque la sociedad no se divide en unos pocos grupos, sino en miles. Segundo, porque cada grupo es internamente muy heterogéneo ("una mujer" no puede representar entonces a "todas las mujeres" ni "un indígena" a "todos los indígenas"). Tercero, porque cada persona es miles de personas al mismo tiempo: nadie se reconoce a sí mismo solo como "comerciante" o "izquierdista" o "gay". Cada uno define su identidad a partir de múltiples identidades. El sistema representativo aparece entonces como un "traje chico" que estalla por todas partes: resulta estructuralmente incapaz de cumplir con el sueño representativo.
Por lo dicho, no extraña que los dirigentes se muestren "ajenos" y dedicados a servir sus propios intereses. Ellos advierten que los "lazos" con la ciudadanía se han roto y son conscientes de las dificultades extraordinarias que enfrentan sus electores para sancionarlos. Lo saben bien: resulta casi imposible reprocharlos judicialmente por lo que hacen (la dirigencia cultiva día a día la impunidad, como sabemos), pero también parece imposible censurarlos políticamente por sus acciones y omisiones (¿cómo "castigar" con un solo voto al candidato X, y no a Y, que lo sigue en la lista?, ¿cómo "premiar" a X por una acción y "castigarlo" a la vez, por varias otras?, ¿cómo obligarlo a tomar cierta medida e impedir que tome alguna otra?). Resultado: una vida pública enajenada.
Obviamente, el fantasma de la crisis democrática también recorre la Argentina. Dos secuencias políticas recientes ilustran este fenómeno. La primera nos refiere a la llamada -irrespetuosamente- "ley de solidaridad," de la que se excluyeron, en el mismo acto de dictarla, quienes la proponían. La promulgación de esa norma, hecha en los términos en los que se lo hizo ("tenemos que ser solidarios"), representó una ofensa pública descomunal, basada en una absoluta falta de "reconocimiento" hacia "los otros" ("la solidaridad es el otro"). Por supuesto, los gestos ampulosos que siguieron al papelón no conmovieron a nadie: la credibilidad se había ido. Como en Chile: política alienada.
La segunda secuencia de hechos alude a lo sucedido en Mendoza al aprobarse la ley 9209, que permitía la utilización de cianuro y ácido sulfúrico para la extracción de minerales. El dictado de esa ley, realizado gracias al imprescindible aporte de "oficialismo y oposición", representa otra muestra del notable estado de enajenación que exhibe la dirigencia política. Toda Mendoza se manifestaba fuera del Congreso para reclamar que la votación no ocurriera, pero ella se concretó como si nada. El escándalo, otra vez, hizo que la política retrocediera a las corridas. Pero no hay arreglo.
Para quien se apresure a pedir "soluciones" frente a la tragedia instalada, diría de mi parte que las alternativas existen y son -al menos en parte- institucionales. Por el momento, sin embargo, y luego de una crítica dirigida sobre todo al Congreso, preferiría subrayar que los problemas en juego no son ajenos a las restantes ramas de gobierno.
Ante todo: en contextos institucionales como los nuestros, resulta de una torpeza indecible delegar hiperpoderes a la presidencia. No solo porque estamos lejos de contar con iluminados, sino, sobre todo, porque los momentos de crisis son los que más conversación con la ciudadanía requieren. Por lo demás, en este contexto, también es ilusorio esperanzarse con la rama judicial o pensar que los cambios en el área dependen de los nombres que entren o salgan de la Justicia. El hecho es que la estructura judicial se encuentra hoy preparada para que una minoría, irresponsable frente a los ciudadanos, decida del modo en que quiere, negociando con los poderosos, y con pleno desdén por el derecho. Con el actual diseño, que en lo que importa este gobierno mantendrá intacto, no hay manera de evitar la fiesta de impunidad que la dirigencia política-empresarial hoy celebra. Deberían saberlo: ríen mientras juegan con fuego.
En todo caso, y afortunadamente, aquí, como en Bolivia, Chile o Colombia, la ciudadanía se muestra aún vital, de pie y dispuesta a hacer frente a tan brutales inequidades. Es en ese lugar donde vive y resiste la democracia.
Constitucionalista y sociólogo