El fallo de la Corte olvida a las futuras generaciones
El criterio de gradualidad de la Corte no ayuda a educar al consumidor ni contribuye a concientizar sobre el uso racional de la energía, que aquí se derrocha al amparo de su bajísimo costo
Aun el ciudadano lego en derecho puede percibir aspectos positivos del reciente fallo de la Corte Suprema sobre las tarifas del gas. Sobresale constatar que no sólo tenemos democracia, sino que también la república continúa dando signos de vitalidad, en este caso con una calidad de división de poderes sin precedente en muchísimo tiempo.
En un plano más técnico, se destaca que la Corte recuerde que desde antiguo ha reconocido que la potestad tarifaria reside en el poder administrador. Según el fallo, cuya decisión alcanza sólo a los usuarios residenciales, esto no exime de la realización previa de audiencias públicas, y si bien limita su poder decisorio hay dudas fácticas sobre lo que ocurriría si amplias mayorías se expresaran contra la propuesta del Poder Ejecutivo, dudas acentuadas por el voto del juez Maqueda. En fin, también es alentador que la Corte recuerde a los jueces los límites y procedimientos vigentes para las acciones colectivas o de clase, entre otras cosas por la inseguridad jurídica que podría surgir de su incumplimiento.
Desde una mirada socioeconómica surgen preocupaciones por las consecuencias que pueden resultar del fallo, más aún porque éste se propone fijar criterios rectores y a futuro sobre la razonabilidad de la política tarifaria. La primera preocupación surge del insatisfactorio tratamiento de la equidad entre sectores sociales de muy diferentes ingresos. Es cierto que se reconoce la especial atención que debe concederse a los sectores más vulnerables para permitir su acceso a la tarifa social y evitar que tarifas no razonables ("confiscatorias") puedan excluirlos del derecho al servicio de gas. Pero el fallo no distingue entre ricos y pobres -sí lo hace el voto del juez Rosatti- ni al considerar el derecho al acceso al servicio público ni al establecer que debe aplicarse la gradualidad en los aumentos.
Más allá de alguna mención pasajera, la Corte tampoco muestra haber tenido en cuenta los órdenes de magnitud involucrados. Entre 2006 y 2015, el gobierno nacional otorgó subsidios a los servicios públicos por un 32% del producto bruto interno (PBI) -equivalentes a siete años de crecimiento económico al 4% anual- incluyendo subsidios al gas por 5,4% del PBI. Sólo en 2015 estos últimos fueron de 46.000 millones de pesos, y un 44% de ellos, 20.200 millones, se destinaron al 20% de hogares más ricos. También omite la Corte la estridente inequidad entre el área metropolitana de Buenos Aires y el resto del país en los subsidios del período 2003-2015. Aunque mucho más fuerte para la electricidad que para el gas, también en éste se ha beneficiado a la ciudad de Buenos Aires y su cinturón norte, por tener mayor densidad de personas pudientes que cualquier otro lugar del país. Es de esperar que en la próxima oportunidad en que la Corte dicte principios rectores de la política tarifaria se subsanen estas omisiones.
Otra dimensión de la equidad que generalmente se elude es la que debería existir entre las generaciones presentes y las futuras, integradas éstas también por los chicos y jóvenes de hoy. Percibo, desde mi impericia jurídica, que los derechos de las próximas generaciones no abundan en el derecho positivo salvo en la cuestión ambiental o en enunciados muy generales. No se trataría, pues, de una falencia privativa del fallo analizado. Sí llama la atención que sus abundantes citas del artículo 42 de la Constitución no mencionen la pertinencia de dos cláusulas que vinculan al presente y al futuro, como son los derechos a la educación para el consumo y a la calidad y eficiencia de los servicios públicos. Respecto del primero, y según un curioso informe del entonces ministro Julio De Vido en 2013, en la Argentina el consumo de energía por habitante supera 329% al de Brasil, 184% al de Chile y 174% al del Uruguay, diferencias muy superiores a las de sus niveles de vida. Se evidencia que aquí se derrocha la energía al impulso de su bajísimo costo. Aplicar sin más el criterio de gradualidad de la Corte dificultará el uso racional, al permitir, por ejemplo, que sectores de altos ingresos sigan consumiendo a discreción por seguir gozando de enormes subsidios. No se educa así al consumidor, más bien lo contrario.
La calidad y la eficiencia del servicio dependen crucialmente de las inversiones. La Corte reconoce algún efecto a futuro, por ejemplo que una tarifa muy alta puede generar incobrabilidad y afectar así el financiamiento del servicio, su calidad y su continuidad. Pero, curiosamente, el fallo no menciona que idénticos problemas surgen por defecto en el ajuste de tarifas, como se ve casi a diario. Es inobjetable la afirmación de la Corte de que el mercado sólo tiene sentido y legalidad en tanto permite cumplimentar los derechos humanos. Pero ¿acaso es un derecho humano el consumo casi gratuito, a expensas de los más pobres de los pobres, que ni siquiera tienen gas, en beneficio de los más ricos de los ricos y a expensas también de las generaciones futuras, ya en los próximos años, sea por limitaciones a las inversiones o por daños al ambiente natural? La respuesta es obviamente negativa.
Frente al aparente vacío jurídico de protección de las generaciones futuras repiquetean otras preguntas. ¿Qué ocurre cuando el ejercicio de un derecho hoy implica la imposibilidad de su ejercicio mañana? ¿No podría la Corte haber recurrido a las cláusulas de progreso del artículo 75, incisos 18 y 19 de la Constitución? Omitimos por falta de espacio otras cargas dejadas para el futuro, como el aumento del déficit fiscal o los conflictos que emergerán por correcciones casi imposibles de realizar en los índices de precios al consumidor de los últimos meses.
Sí hay que decir que el fallo de la Corte no se compadece de otras realidades, como ser que entre 2004 y 2015 la inversión total del país fue en promedio 16,9% del PBI, 7 u 8 puntos menos que los necesarios para el desarrollo sostenido. Resulta, en síntesis, que en lo concerniente a la equidad presente y futura el fallo no contribuye lo necesario a superar la patética herencia recibida por el país en 2015, que en parte describe. Tampoco ayuda a rebatir falacias de un arraigado populismo económico que promete bienestar hoy al costo de empeorar el futuro. Un populismo que, para peor, suele favorecer más a los sectores de ingresos medios y altos que a los más pobres. No son pocos los departamentos muy confortables de Barrio Norte que después del aumento pagan 130 pesos mensuales por la electricidad.
Por cierto, tanto el fallo como sus antecedentes evidencian que el Poder Ejecutivo no es ajeno a la situación planteada. Si, en línea acorde con la propuesta de los ex secretarios de Energía, previamente a los aumentos se hubieran explicado a la población la magnitud de la crisis energética, el freno resultante al crecimiento, los impactos ambientales del derroche, los tremendos subsidios a los más ricos y a los porteños, llamando luego a audiencias públicas, el resultado habría sido muy probablemente distinto. Lo mismo habría ocurrido con un proyecto claro de creación de fondos de inversión en energía destinados a los sectores más pobres y financiados por el recorte de subsidios a los sectores más pudientes y por una tarifa que castigara más aún los altos consumos.
El llamado gubernamental en estos días a un conjunto de acuerdos o concertaciones podría ser el punto de partida de un estilo de gobierno con mayor diálogo social.
Economista y sociólogo,Doctor en Ciencias de la Educación, docente y consultor