El éxtasis de Pascal Quignard
En septiembre de este año, si la pandemia no altera los planes editoriales, se publicará en Francia L'Homme aux trois lettres, el undécimo tomo de Dernier Royaume (Último reino), la serie de libros que Pascal Quignard (Verneul-sur-Avre, 1948) inauguró hace casi veinte años con Las sombras errantes. Resulta poco menos que temerario intentar una definición del proyecto del escritor. Podría pensarse que cada volumen funciona como una cantera de anotaciones, sino fuera porque las diversas entradas se van haciendo eco como en una disimulada composición musical (Quignard es además violonchelista). También las formas mutan: anotaciones, reflexiones, citas, éxtasis líricos e incluso líneas sueltas que parecen salidas de alguna ficción se van ensamblando para ir cercando las obsesiones del autor. Sus intereses son muchos, pero puntuales: el pasado que, más allá de la sucesión del tiempo, recuerda el espacio de una terra invisibilis; el cuerpo como campo de acción de la sexualidad y signos ancestrales; los escritores oscuros y olvidados, sobre todo los latinos; las etimologías, pero también las escaleras de Chambord, la cultura japonesa o -si viene a cuento- Rebecca, la película de Hitchcock. Tal vez a Último reino haya que buscarle símiles en los textos que nombra: por ejemplo, los once libros Sobre los colores dejados por Séneca Padre ("un amigo de mil años") que presenta recuerdos, mezclados con enigmáticas frases aisladas.
Quignard podría pasar por la reencarnación tardía de un Montaigne, aunque mucho más carnal, que vive aislado, entregado a la escritura. La serie no es inconseguible: la publica, de hecho, una editorial argentina (El Cuenco de Plata) que llegó a completar el conjunto hasta que un nuevo volumen (el décimo: L'enfant d'Ingolstadt) volvió a sacarle de momento un cuerpo de ventaja.
La lectura fragmentaria de estos textos de alta concentración -que permiten leer salteado, pero también releer como se hace con un poema- se potencia en la rara temporalidad promovida por los tiempos de encierro y sus desatenciones. Tomemos como caso Sur le Jadis, la segunda entrega. Jadis significa "antaño". Silvio Mattoni, el traductor, lo vierte como Sobre lo anterior. La decisión es arriesgada, pero precisa. "Antaño" parece evocar de manera limitada la historia, mientras que el Jadis de Quignard abarca mucho más: se refiere al tiempo, el de los hombres, pero también el tiempo de la naturaleza, el tiempo como continuo. "El pasado -anota el escritor- es un inmenso cuerpo cuyo ojo es el presente". La fascinación por lo anterior la sintetiza en el termino aoristo (que toma de Plotino): lo que no tiene fin y dice el universo anterior a la humanidad.
La intuición que guía a Quignard es que las imágenes estaban ahí antes de la venida al mundo del que escribe y de los lectores. La historia en la que terminamos por sumergirnos de manera inevitable precede nuestra concepción, de la misma manera que nos preceden las excitaciones y emociones de nuestros padres. "Hemos nacido antes de nacer. Hemos soñado antes de ver. Hemos oído antes de ser sometidos al aire. Entramos en contacto con el lenguaje antes de ser invadidos por el aliento". Ese pasado sin comienzo, que hace a la experiencia humana, regresa por la noche: "A determinadas horas, los milenios hacen caer de nuevo la misma vieja ola". Aquel tiempo que anida en el fondo de las personas es tan antiguo "que resulta intraducible".
El misticismo controlado de Quignard se ampara en el éxtasis que produce el vértigo del tiempo. Solo hay una manera en todo caso de conservarlo y esa es toda la razón de ser de sus libros: "El lenguaje -subraya el escritor francés en algún rincón de Sobre lo anterior- es la única resurrección para lo que ha desaparecido. Es lo que permite responder el primer enigma: por qué el éxtasis del pasado se volvió éxtasis del lenguaje".
Ese es, en suma, el último reino: lo que las palabras dejan tras de sí para, con el mismo gesto prescindente, conservarlo.