El eterno suspenso de Graham Greene
El escritor inglés supo conciliar como pocos calidad literaria y popularidad, como comprueba la reedición de El final del affaire
La anécdota, que pudorosamente se podría llamar rumor, es tan inverosímil que merece ser cierta, y teniendo en cuenta la cantidad de desatinos provenientes de su lugar de origen, lo más probable es que lo sea: parece ser que a Graham Greene no le otorgaron el Premio Nobel de Literatura, para el que fue considerado seriamente en 1974, por haberse acostado tiempo antes no con una sino con dos de las esposas de los miembros del célebre comité. No resulta tan desmesurado para un hombre cuyos penetrantes ojos azules derribaron innumerables barreras –incluidas las de, aunque solo en un sentido platónico, la inmutable agente literaria Carmen Balcells– y cuya fe católica no le impidió evitar con fervorosa tolerancia algún que otro sacramento, como lo ejemplifica el hecho de haber tenido, en su juventud, más de cincuenta citas con prostitutas.
Lo cierto es que, al margen de sus correrías extraliterarias, lo más probable es que al escritor británico no le hayan dado el Nobel por haber cometido un pecado muy distinto: el de su enorme popularidad. Un equívoco o más bien una trampa –hay que decir que en parte alimentada por él mismo– que lo persiguió durante toda su carrera, y que a casi treinta años de su muerte apenas se ha despejado. La reciente reedición de una de sus obras capitales, El final del affaire (1951) –en una nueva traducción de Eduardo Jordá, salida en Libros del Asteroide–, permite no solo revisar la inefable o absurda contradicción entre valor literario y masividad sino también la figura de uno de los autores más agudos y extraordinarios de todo el siglo XX.
Nacido en la localidad inglesa de Berkhamsted –en Hertfordshire– el 2 de octubre de 1904, Greene, cuya madre era prima de Robert Louis Stevenson, estudió como pupilo en el colegio en el que enseñaba su padre, y en el cual este se convirtió, accidentalmente, en director. Greene padeció ambas cosas –el internado y el cargo de su padre, que por supuesto despertó la animosidad de sus compañeros–, y en sus propias palabras aquellos traumas de la infancia le valieron los seis meses que pasó en Londres a los diecisiete años psicoanalizándose y que, en contraposición, resultarían los más felices de su vida. Luego de un supuesto y aislado coqueteo con la ruleta rusa vendrían su estadía en Oxford –donde se licenció en Historia, mientras escribía tres novelas que jamás salieron a la luz–, su fugaz militancia en el Partido Comunista, la publicación de un volumen de poesía a los veintiún años, el trabajo como periodista en The Times al que renunciaría con optimismo suicida luego del éxito moderado de su primera novela (Historia de una cobardía), las siguientes dos novelas de las que luego renegaría hasta la llegada de El tren a Estambul, en 1932, cuyo suceso y adaptación cinematográfica empezarían a establecer un rumbo en su carrera de manera más o menos definitiva. En el camino, claro, iba a conocer a la que sería su esposa durante más de dos décadas, Vivien Dayrell-Browning, una católica conversa que lo arrastró a la fe y con la que tuvo dos hijos, Lucy y Francis (este último moriría a los cuarenta años, en 1987).
La importancia de El final del affaire –o El fin de la aventura, como se la tradujo antes–, publicada en 1951 con misteriosa dedicatoria a la mujer que dio pie a su heroína y que lo hizo sufrir como ninguna (Catherine Walston), es central en la obra de Greene por diversas razones. El punto de partida es sencillo: Maurice Bendrix es un escritor que se encuentra por casualidad, luego de un prolongado y sospechoso lapsus temporal, con el marido de quien fue su amante durante años. El romance se interrumpió abrupta y dolorosamente. Basta con encender esa mecha para que el calvario regrese, y lo que parecía un típico triángulo pasional se torna a cada momento más complejo y tortuoso, por obra de la fe, pero también por falta de ella. Nunca antes Greene llegó tan hondo –ni siquiera en El revés de la trama, ni mucho menos en la celebradísima El poder y la gloria, en la que todavía padece de cierta solemnidad y sobreactuación– en el estudio de la ambigüedad moral de sus personajes. En este caso, no solo Bendrix, sino además la trágica Sarah, así como también su marido Henry –todos desde perspectivas diferentes– e incluso el impagable Parkis, un detective privado que hace recordar a los maravillosos personajes secundarios del cine como el de Claude Rains en Casablanca o Michael Londsale en Besos robados.
Por otra parte, se trata del bautismo notable de Greene en la utilización de la primera persona, y es indudable que parte de la intensidad, de la efervescencia emocional de El final del affaire deriva de esa voz asfixiante, asfixiada; esa conciencia al límite que apenas tiene respiro, y que apenas si se lo brinda al lector. "Esta es una historia de odio mucho más que de amor", se promete al comienzo, y aunque en rigor el término odio aparece solo la mitad de las veces que su "rival" el influjo de aquella promesa, traducido a todos los sentimientos posibles, atraviesa la novela entera, palabra por palabra.
El equívoco encarnado por Greene respecto de la espesura o no de determinados géneros parte en buena medida, en su caso, de su propia autopercepción: se sabe que él mismo consideraba la mayoría de sus obras, cuya trama suele hacer pie en alguna modulación del suspenso o el policial, como meros "entretenimientos", una etiqueta que suele aceptarse con suma pasividad y que otros ejemplos, como el de Alfred Hitchcock, alcanza para enterrar.
Como mínimo, es evidente que la ligereza que el mismo Greene perseguía debía luchar –y con frecuencia perdía– con la densidad de sus preocupaciones morales y la multiplicidad de sus intereses; aun cuando sus condiciones de producción a veces no lo favorecieran, como en las famosas y maratónicas seis semanas en las que emuló al William Faulkner de Mientras agonizo y escribió –ayudado por la bencedrina, que luego le costaría abandonar– esa pequeña joya que es El agente confidencial por las mañanas, reservando las tardes para la fatigosa El poder y la gloria, una novela en la que depositaba mayores expectativas, por fuera del fracaso económico que consideraba casi seguro, y que tenía como protagonista a un cura mexicano.
Esa misma ambivalencia está detrás de la que quizá sea –junto con El final del affaire– su otra cumbre, El americano impasible (1955), otro triángulo amoroso pero de características muy singulares y con el trasfondo de una Indochina con los franceses negándose como siempre a la retirada y los norteamericanos interviniendo como siempre con su desinteresado espíritu democrático. Pese a sus infinitas capas, a toda la entre línea con que la novela trabaja, el propio Greene, que no quedó del todo contento con el resultado, la concibió como otro de sus entretenimientos, tal como le confesó a su amigo Ronald Matthews mientras la escribía. Matthews –la anécdota aparece en un delicioso libro de conversaciones entre ambos– no le creyó del todo, pero Greene contraatacó asegurándole que la prueba de ello era que hasta el momento no había mencionado ni una sola vez a Dios, lo que en todo caso la versión final desmiente con alevosía.
Viajero infatigable hasta el final de sus días –de allí surgió el material de base para la mayoría de sus novelas; entre ellas, El cónsul honorario, situada en la Argentina y dedicada además afectuosamente a Victoria Ocampo–, espía part-time desde los tiempos de la Segunda Guerra Mundial –su biógrafo Norman Sherry asegura que siguió enviando informes al Servicio Secreto inglés hasta su muerte, en 1991–, Greene tuvo una relación cercana con el cine, al que alimentó, como suele suceder, con suerte dispar. La mejor experiencia fue sin duda la de El tercer hombre –"un cuento de hadas", según Greene; ¿pero cómo podría serlo con la presencia escalofriante de Orson Welles?–, dirigida en 1949 por Carol Reed, que en realidad Greene escribió porque le resultaba imposible dar el salto a la pantalla desde el híbrido guión sin que su historia fuese antes una narración más o menos tradicional.
El final del affaire, con la destemplanza de sus ecos shakespeareanos, trae de vuelta a ese humorista amargo y genial que fue Graham Greene. Contradiciendo la mezquindad del epílogo de Vargas Llosa en la nueva edición, se trata de la obra maestra que sí escribió, o al menos una de ellas. Un tipo de literatura que no se avergüenza de entreverarse en las colecciones de best sellers, y que para el lector inquieto –ese al que le gustaba, cuando el mundo era mundo, hurgar en las librerías de viejo– representa, en cada hallazgo inesperado, un tesoro.