El Estado, único espejo de ciudadanía
Hace un tiempo, se ha instalado dentro de ámbitos académicos, periodísticos y del pensamiento la idea de que los problemas más graves de la Argentina están directamente relacionados con la ausencia del Estado. Según esta hipótesis, la incapacidad de encauzar una vida comunitaria razonablemente hospitalaria se debe fundamentalmente a una retirada, activa o pasiva, de las funciones estatales.
Sin embargo, vista desde otras perspectivas, tanto materiales como simbólicas, la fortaleza de la estatalidad aparece en nuestro país tan potente y omnipresente que parece desafiar la tesis de la ausencia.
En términos conceptuales, si no se tiene en cuenta la acción estatal es imposible explicar la existencia de generaciones de ciudadanos argentinos que no pueden unir la reproducción de su vida con la idea del trabajo, con la consecuente reducción a clientela que esto supone.
Luego, hay datos objetivos. En un informe recientemente realizado por Ricardo López Göttig, consejero académico de Cadal, queda expuesto con claridad que un tercio de la población económicamente activa trabaja directamente en el sector público. Si se combina ese dato con la cantidad de planes sociales existentes, más de 60 programas y más de 18 millones de beneficiarios, la incidencia estatal es tan determinante que la idea de ausencia parece desvanecerse. Más allá de la opacidad en los datos, otra acción estatal por cierto, las cifras son de tal contundencia que impiden no pensar en el Estado como un mal protagonista del mundo de la economía nacional.
Esos datos muestran sólo una parte. El peso simbólico del Estado es tan importante en nuestro país que la ciudadanía se construye a su imagen y semejanza, incluso en un sentido crítico. Los procesos de ciudadanización se mueven alrededor de la estatalidad y su materialización está más ligada a su reconocimiento que a cualquier otro factor.
Culturalmente condicionados contra el asociacionismo, con dificultades severas para inventar una sociedad civil lo suficientemente madura y con un desapego casi visceral contra el mercado -esto no significa que los actores políticos estén alejados del dinero, sino que se apoyan en la estatalidad mientras les da fruto-, lo único que nos queda es el Estado.
La Argentina tiene muchas dificultades para armar espacio de asociatividad y colaboración civil. Las formas asociativas por lo general están ligadas a la idea de resistencia y no de proactividad. No hay en la Argentina asociaciones de oyentes de radios públicas, o community gardens. En rigor, la cultura argentina carece de rutinas públicas intensas por fuera del pedido al Estado. Cuando un argentino siente vulnerados sus derechos, de cualquier tipo, su reflejo inmediato es reclamar al Estado, sobre todo al "gran Estado", el Estado nacional. Incluso el importante entramado de ONG existente mantiene algún nivel de dependencia con la instancia estatal. Los organismos de derechos humanos son una muestra ostensible de esa relación y de lo perjudicial que puede ser para el logro de sus propios objetivos.
Mercado con signo negativo
La idea de sociedad civil es extraña a las formas culturales argentinas. Incluso es una idea que causa cierto rechazo, al tiempo que se asimila con la persecución de intereses particulares. La idea moral de las sociedades, en nuestra versión católica latina, imagina que reunirse con el objetivo de defender un bien particular es una idea reprochable. El ejemplo más interesante es el del corralito, alrededor del cual durante la crisis de 2001 y 2002 amplios sectores calificaban de mezquina a la clase media por reclamar por sus ahorros.
El mercado, el gran actor de contrapeso del Estado moderno, no goza en nuestro país de defensores importantes. Por lo general, sus defensores suelen hacer mucho más hincapié en la posibilidad de realizar ganancias extraordinarias que en tomarlo como un elemento de dinamización social y creatividad. Por otro lado, el mercado está descartado por completo en el universo discursivo y de planificación de casi la totalidad de las fuerzas políticas y tiene, en el terreno de la construcción simbólica, una fuerte carga negativa.
Desde el punto de vista cultural, entonces, el Estado es el único espejo que tienen los ciudadanos argentinos cuando deciden mirarse a sí mismos. Las consecuencias de esta actitud no pueden ser peores si se lo mira desde un costado liberal. Los límites entre Estado, gobierno y partido se hacen imperceptibles y con ellos caen también las especificidades de una república. El Estado integra y resume; no sólo no está ausente, sino que lo comporta absolutamente todo. Este tópico es una constante y se impone en casi la totalidad del universo político argentino.
Estos diez años de populismo han acentuado este carácter omnímodo del Estado y lo han consagrado como el elemento de salvación y redención de todos los temas. Los excesos en las nacionalizaciones y estatizaciones operan en nuestra tesis como una confirmación de la presencia del Estado. Mientras tanto, la oposición política acompaña este clima de ideas sin hacerse demasiadas preguntas. El resultado de las votaciones en el Congreso y el juego de argumentaciones no hacen otra cosa que fijar al tema del Estado en el terreno de lo cultural más que en el plano objetivo.
Y aquí sí hay un verdadero problema. Tanto el tamaño del Estado, que creció desmesuradamente durante esta década, como su importancia simbólica deberían ser temas centrales para el próximo gobierno. En la misma dirección, sería muy útil considerar también su capacidad creativa para lograr ampliar otras esferas de la vida social, menos reguladas y más dinámicas. No hay manera de construir una sociedad democrática con esta proporción de personas ligadas de una u otra manera al Estado. Este esquema desmotiva la creatividad y convierte a la sociedad en un mero juego corporativo.
Esta discusión no sucederá si no se consideran las consecuencias de la presencia casi absoluta del Estado. Tampoco parecerá útil tenerla si no se reconoce el alcance de sus acciones y se decreta su inexistencia por el solo hecho de no parecerse a lo que deseamos o a lo que alguna vez aprendimos que debía ser.
El autor es sociólogo y profesor en la carrera de Ciencia Política de la UBA