El Estado incontinente
Los recientes testimonios del programa Periodismo para todos, relativos a la incorporación de algunos familiares de funcionarios o legisladores en distintas reparticiones oficiales, son síntoma de una realidad que, más allá de la aspiración que diera nombre a la coalición gobernante, no parece que estemos dispuestos a cambiar. Se trata más bien de un vicio tan enquistado, sin excepción, en nuestros poderes del Estado que se necesitarán años para combatirlo con la ayuda (cabe desearlo) de una cultura institucional de la que aún carecemos.
Que el peronismo en general y el kirchnerismo en particular hayan hecho escuela de una desmedida preferencia por los parientes a la hora de cubrir cargos públicos, no es motivo para seguirles los pasos. Tampoco serviría como descargo enterarse de que el total de designaciones es ostensiblemente inferior a lo que venía siendo hasta ahora, o la comprobación de que todos y cada uno de los nombrados cumplen diariamente con sus obligaciones sin ser cómplices, por acción u omisión, de ningún latrocinio colectivo.
Por un lado se sabe que el gobierno actual produjo muchas cesantías de personal contratado, y es más que probable que "en la volteada" hayan caído también no pocos empleados honestos y responsables sea cual fuere su filiación política. Pero también se sabe que la cantidad de nuevas incorporaciones no ha sido módica. ¿Fueron todas realmente necesarias? ¿En ningún caso supusieron el pago de favores o lealtades? ¿Cuánto pesaron en su elección la idoneidad y los antecedentes personales y cuánto las promesas de campaña, los lazos de sangre o de amistad?
Son preguntas que están en boca de muchos ciudadanos y que están formuladas sin ninguna mala intención. Sin embargo, cuando se observa, por ejemplo, las generosas paritarias que supieron conseguir algunos sectores del Estado, o el tiempo que se ha tomado el Gobierno para estudiar una corrección efectiva, que está por verse, del impuesto a las ganancias (algo que clama al cielo ya), no es fácil encontrar la mejor disposición para aceptar cualquier medida que incremente el gasto público, como no sea las que estén exclusiva y directamente dirigidas a aliviar las penurias de millones de argentinos cuya situación contrasta abiertamente con el buen pasar a que la política nos tiene acostumbrados.
En el fondo, lo que estas revelaciones estarían poniendo al descubierto es la insuficiente voluntad para reformar un Estado que se ha vuelto insostenible para los contribuyentes, y que en los últimos lustros se ha convertido además en un destino apetecible para muchos trabajadores a quienes el sector privado no les ofrece alternativas o condiciones salariales parecidas. Nuevamente me refiero a todos los poderes del Estado, incluido desde luego el Poder Judicial, cuyos integrantes se aferran para colmo a un privilegio fiscal irritante por donde se lo mire, que no puede sino generar resentimiento, a un costo altísimo para el país.
¿Cuánto Estado podremos sostener? ¿En qué porcentaje aumentó su tamaño desde el año 2000 (por poner una fecha) hasta el presente? ¿Se vio ese incremento reflejado en la generación de una nueva infraestructura vial, en el mejoramiento de los servicios educativos, en una adecuada cobertura sanitaria, en una disminución de los índices de inseguridad o una mayor equidad distributiva? Que a la vista de todos vayamos perdiendo la lucha contra el narcotráfico o que más del 30% de la población se encuentre sumergida en la pobreza, es otra ilustración paradójica de la existencia de un Estado sobredimensionado, que ha engordado a expensas de la sociedad y en la cual no reinvierte lo necesario.
En un ensayo publicado al regreso de su segundo viaje a la Argentina, Ortega y Gasset aludió a los riesgos del creciente intervencionismo estatal advirtiéndonos que si esa tendencia no era detenida pronto llegaría un momento en que nos daríamos cuenta de que el Estado "no puede vivir de sí, que no es él mismo vida, sino máquina creada por la vitalidad colectiva; por ello, menesterosa de ésta para conservarse, lubrificarse y funcionar". En otras palabras, lo que Ortega nos decía es que el Estado no puede sustituir a la sociedad. Debe auxiliarla, ciertamente, pero no puede asfixiarla o convertirla en alimento de sus prerrogativas y regulaciones. Ojalá que, pese a todo, se estén tomando los recaudos necesarios para evitar que ello ocurra.
Profesor de Teoría Política