El Estado en la guerra contra el coronavirus
En abril de 1985, frente a una Plaza de Mayo colmada, Raúl Alfonsín anunció el lanzamiento de una "economía de guerra" y la multitud comenzó a retirarse en cuanto el presidente afirmó: "En este Estado devastado frente a esta economía desangrada, tenemos que dar respuesta a requerimientos populares y al mismo tiempo tenemos que ordenar la economía y crecer: esto se llama, compatriotas, economía de guerra". La gente no aceptaba el ajuste y parecía poco dispuesta a sacrificar nada cuando el "enemigo" en esa guerra no estaba a la vista ni resultaba claro cómo vencerlo.
Hoy los políticos, los medios y los sanitaristas nos repiten a diario que la lucha contra la pandemia desatada equivale a "librar una guerra", contra un enemigo identificado pero oculto. A diferencia de hace 35 años, la "guerra" actual es eminentemente sanitaria, si bien en sus efectos anticipa una durísima batalla en el terreno económico-social, en la que el número de víctimas fatales puede llegar a ser mucho más elevado que en una guerra convencional. No es ni una contienda bélica, con un enemigo declarado, ni una contienda económica, con enemigos reales o ficticios a enfrentar (v.g., el FMI, los fondos buitre, los formadores de precios). Lo singular de la guerra actual es que aunque el enemigo sea invisible, es la propia población la que debe ocultarse cuando toma conciencia y tiene evidencia del daño que puede causar.
Por primera vez en la historia se trata de una verdadera "guerra mundial", porque se extendió a todo el planeta. Las que llamamos Primera y Segunda Guerra Mundial jamás lo fueron realmente. Esta guerra no enfrenta a países sino a los propios habitantes de cada país contra un enemigo universal común, convirtiendo a los hogares en "trincheras" que, en principio, evitan a quienes se ocultan convertirse en víctimas pero, también, en victimarios. En cierto modo, se libra una "guerra civil", donde "el otro", aunque visible, puede esconder a ese enemigo letal. El triunfo no depende entonces de que lo enfrentemos sino, por el contrario, de que nos aislemos y recluyamos, para lo cual debemos dejar de producir e intercambiar bienes y servicios -salvo los indispensables-, olvidar por un tiempo incierto nuestras rutinas y replegarnos hacia la intimidad del espacio que cada uno habita, manteniendo solo contacto virtual con nuestros semejantes: convivir con la inactividad.
Durante las grandes contiendas bélicas del siglo XX, el mundo y los países beligerantes pusieron en juego todo su potencial humano y productivo para vencer al enemigo. Y durante las crisis económicas equiparadas a "economías de guerra", como las de 1985 o 2009, la actividad laboral y la producción sufrieron una profunda recesión, pero no se detuvieron. Ahora, en cambio, la súbita detención de la vida económica y social, bien lo sabemos, tiene costos visibles. Corresponde a nuestros gobernantes dirimir quiénes deben soportarlos y en qué proporción, lo que convierte a los ingresos y gastos públicos en variables cruciales. No hay actividad gubernamental que requiera tantos recursos financieros como cuando se libra una guerra, pues el éxito puede depender de su cuantía, así como de su adecuada y oportuna utilización.
Los gobiernos de todas las jurisdicciones deben hoy desplegar un enorme esfuerzo financiero que implica improvisar la construcción de nuevos centros hospitalarios, la compra de equipamiento e insumos y la contratación adicional de personal. Al mismo tiempo, deben acudir en auxilio de los sectores sociales más vulnerables a los que la cuarentena obligatoria les impide obtener sus magros medios de subsistencia habituales.
Pero al verse casi detenida la rueda que mueve la actividad económica, otros sectores se sumarán inevitablemente al lote de los vulnerables si se detiene la cadena de pagos, quiebran empresas, se retrasa o resulta imposible el pago de sueldos e impuestos o la cancelación de deudas. Podrán adoptarse medidas de emergencia como subsidios, créditos a tasa subsidiada, congelamiento de precios, prohibición de despidos, postergación de vencimientos de servicios o tributos, pero a la larga, todas estas medidas son de emergencia y no resuelven el verdadero problema subyacente: la imposibilidad de que el Estado -nacional, provincial o municipal- pueda afrontar, con su actual estructura de ingresos y gastos, su nivel de intervención comprometido en los diferentes planos de la vida económica y social.
En el fondo, más que una cuestión de "hipertrofia" estatal, se trata de un problema de "deformidad". Una deformidad evidenciada cuando se observa que, del lado de los ingresos, la estructura tributaria es regresiva, con impuestos indirectos que superan largamente en magnitud a los directos, desafectando a la riqueza, los patrimonios o las rentas especulativas. Y, del lado de los gastos, cuando observamos que el presupuesto de recursos humanos no guarda equilibrio con las inversiones de capital o los gastos de funcionamiento. O que falta personal esencial en ciertas actividades especializadas y sobra en otras totalmente superfluas. O que existen enormes diferencias salariales entre funcionarios que realizan tareas de similar nivel.
"En los momentos de crisis, solo la imaginación es más importante que el conocimiento", nos recuerda Einstein. ¿No será esta la oportunidad de imaginar una estructura estatal diferente en ambos lados de la ecuación fiscal? Vedado el acceso al mercado de crédito externo, descartada la expropiación forzada de bienes privados, desacreditada la venta del patrimonio público y limitada la emisión monetaria por sus efectos inflacionarios, la reforma tributaria surge hoy como una natural y legítima opción política. Es fundamental no desaprovecharla. Los tiempos de guerra son momentos excepcionales en la vida de una nación. Los impuestos jamás son populares, pero nunca lo son tanto como durante las guerras, cuando se difunde un sentimiento de solidaridad y sacrificio compartido.
Es también el momento de replantear cómo gastan nuestros gobiernos, cómo redefinir el pacto fiscal entre provincias, cómo mejorar el conocimiento sobre el valor público generado por cada área gubernamental, cómo optimizar la relación entre personal, inversiones y gastos, cómo planificar y formar a las futuras dotaciones de personal frente a los impactos de la innovación tecnológica, cómo reducir gradualmente las inequidades salariales entre sus funcionarios, o cómo atraer y retener a las personas esenciales cuando las prioridades sean revisadas, entre otras múltiples decisiones prioritarias que deberían adoptarse.
En toda guerra hay combatientes y estrategas. Gran parte del esfuerzo estatal está en "el frente", en la "línea de fuego", donde las fuerzas sanitarias, logísticas, de seguridad o de acción social están empeñadas en resolver los mil desafíos cotidianos que plantea la pandemia. Pero en la retaguardia, los estrategas no comprometidos en el teatro de operaciones, deberían poner en marcha ese ambicioso proceso de imaginación pendiente, destinado a renovar la estructura organizativa y funcional de nuestros estados. Si esa tarea se inicia ya, las futuras crisis y "economías de guerra" los encontrará mejor preparados para enfrentar y aliviar sus consecuencias. Si no, deberán resignarse a lo de siempre: reunir y desplegar improvisadas Armadas Brancaleone.
Investigador superior del Conicet y de Cedes