Radares y fotomultas, un “Estado cazabobos”
La voracidad recaudatoria de la burocracia estatal encuentra todo el tiempo nuevos atajos para meter la mano en los bolsillos de los ciudadanos, a cambio de prestaciones y servicios cada vez más deficientes
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En la Argentina, no alcanza con trabajar más de la mitad del año para pagar impuestos; hay que trabajar bastante más para saciar al Estado.
La voracidad recaudatoria encuentra todo el tiempo nuevos atajos para meter la mano en los bolsillos de los ciudadanos, a cambio –eso sí– de prestaciones y servicios cada vez más deficientes. De esa manera se ha consolidado un “Estado cazabobos” que alimenta, fundamentalmente, las cajas municipales y provinciales. Se trata de un inmenso sistema recaudatorio que funciona a través de radares, fotomultas y supuestas infracciones, montado sobre una arquitectura jurídica que no resistiría ningún test de constitucionalidad. Es un sistema que se padece en silencio, casi sin derecho al pataleo, pero que pega “manotazos” cada vez más grandes sobre el presupuesto de la clase media.
Muchos municipios han encontrado en los radares –de dudosa e incomprobable rigurosidad– una forma de multiplicar ingresos bajo la coartada de la seguridad vial, que, por supuesto, es cada vez más insegura por el pésimo estado de muchas rutas y caminos rurales, además de la deficiencia en la señalética y la demarcación vial. Parece un tema menor, de escala y jerarquía municipal, pero es un indicador –sin embargo– de cómo funciona el Estado en la Argentina y del nivel de arbitrariedad y de atropello que sufren los ciudadanos. Es representativo de una cultura: el Estado es implacable y abusivo para cobrar, mientras exhibe niveles insólitos de morosidad a la hora de prestar servicios esenciales. Cobra cifras exorbitantes, pero falla en controles elementales y no hace lo que tendría que hacer.
Todo el andamiaje legal sobre el que está montado el mecanismo de las fotomultas es jurídicamente insostenible. No reconoce prácticamente el derecho de defensa, prescinde de las normas de cualquier procedimiento jurídico o administrativo, condena de manera automática, aplica sanciones muchas veces desproporcionadas, acomoda las reglas con arbitrariedad, impone mecanismos extorsivos de cobro y establece, como si fuera poco, intereses y punitorios usurarios. Salvo fallos aislados –que los hay, y muy contundentes– la Justicia parece mirar para otro lado frente a un sistema que contradice principios básicos de constitucionalidad. También mira con indiferencia el supuesto “garantismo”, aunque se pisoteen de una manera grosera las garantías del debido proceso.
Es frecuente que a la hora de transferir un vehículo o renovar la licencia, un ciudadano se encuentre con deudas monumentales por supuestas infracciones de las que –en muchos casos– no había sido notificado. Suelen lloverle actas dudosas de distritos alejados, que saben cobrar a distancia, pero solo aceptan descargos en forma presencial. Los municipios y las provincias ni siquiera se toman el trabajo de aplicar procedimientos de notificación y cobro, porque se han arrogado el derecho de no expedir licencias ni habilitar transferencias al que no presente libre deuda. Funciona como una trampa en la que, simplemente, el Estado se sienta a esperar que el ciudadano “caiga”. La exigencia de libre deuda para renovar la licencia es un embargo de hecho –sin proceso ni sentencia judicial– y adquiere un estatus casi extorsivo, como si el Estado nacional –por ejemplo– impidiera renovar el pasaporte, y por lo tanto salir del país, a quien tuviera reclamos por supuestas (o reales) deudas impositivas.
Por supuesto que debe existir, como existe en todo el mundo, un severo régimen de penalidades por infracciones de tránsito. La irresponsabilidad vial debe ser combatida con rigurosidad y mano firme. Pero aquí el sistema funciona “al modo nostro”, y bajo una supuesta preocupación por la seguridad vial se encubre una desesperación por recaudar y “hacer caja” sin reparar en “sutilezas” jurídicas. En lugar de fundamentos y argumentos, el Estado parece tener coartadas. En el medio hay un fenomenal negocio vinculado a la instalación de cámaras, sensores y radares, que es cualquier cosa menos transparente. Los municipios en general no rinden cuentas del destino que les dan a los fondos que recaudan por el festival de fotomultas. Todo parece alimentar una caja negra que mueve cifras astronómicas. Alienta, además, un circuito de gestores e “influyentes” que funciona en connivencia con el aparato estatal.
El sistema es por lo menos vidrioso. El automovilista no sabe con qué parámetros técnicos se lo obliga, en determinados tramos de rutas o autopistas, a bajar abruptamente la velocidad a 40 kilómetros por hora. Tampoco sabe quién controla ni regula los radares, con qué criterio se ubican al acecho, ni qué infracciones están programados para detectar. Muchos municipios atravesados por rutas turísticas en estos días se frotan las manos por el “negocio” que hacen con camaritas escondidas entre matorrales. Nunca el fin justifica los medios, pero en este caso ni siquiera está claro el fin. La tragedia vial es una epidemia que, en la Argentina, se agrava año tras año. En 2019 (según Luchemos por la Vida) murieron en accidentes de tránsito 19 personas por día y se sumaron, por la misma causa, 120.000 heridos. ¿Quién multa al Estado por rutas mal mantenidas, obras demoradas, precaria señalización y controles ineficaces?
Ausente en la agenda de discusión nacional, el sistema de fotomultas merecería una lupa más atenta, porque deja al ciudadano –sobre todo al que cumple y está “en blanco”– en virtual estado de indefensión. Su avance, por otra parte, consolida una política de atropello y voracidad estatal que, ante la falta de debate y análisis suficiente, se extiende a distintas áreas. En plena cuarentena, muchos municipios se sintieron autorizados a pasar por alto normas y límites constitucionales, porque ya venían practicando este modo de actuar con los radares. Se van corriendo los límites, se desdibujan los marcos constitucionales, se imponen las cosas por la fuerza, se cobra de cualquier modo, se apela a “lo eficaz” por encima de “lo jurídico”. Así, por ejemplo, se cargan las infracciones a los autos y no a las personas, en contra del principio más elemental del derecho penal, contravencional o de faltas. Por esa vía, y a través de cosas que parecen menores, se va hacia un Estado totalitario y asfixiante, de naturaleza extractiva, cuya prioridad es recaudar para alimentar el barril sin fondo de las arcas públicas.
Los sistemas impositivos también avanzan “a los codazos”. ARBA, en la provincia de Buenos Aires, cobra por atrasos en la Patente o el Inmobiliario intereses exorbitantes y usurarios. Confunde deudores con evasores, y se aparta de toda razonabilidad. También la Justicia mira para otro lado. El contribuyente se siente frente al Estado como un desvalido. Cualquier vía de reclamo es tan onerosa como tortuosa. La Justicia Contencioso-Administrativa se ha convertido, en contra de su esencia, en un laberinto inaccesible de costos y burocracia. Ir a reclamar en una ventanilla pública es “ir al muere”.
Por una colectora de los regímenes impositivos, corre todo un circuito de recaudación por tasas, sellados, contribuciones, multas, timbrados, punitorios y gastos administrativos que también le mete la mano en el bolsillo a la clase media y que encarece de una manera exponencial el llamado “costo argentino”. Como muestra basta un botón: la renovación del pasaporte acaba de aumentar un 160 %. El mismo Estado que impulsa el control de precios dispone un aumento por encima de cualquier parámetro razonable. Tal vez debamos reclamar “tasas e impuestos cuidados”.
Todos estos “manotazos” se sufren en silencio, tal vez con alguna catarsis en la sobremesa familiar. No hay sindicatos ni asociaciones que representen a automovilistas esquilmados por las fotomultas, como tampoco los hay que defiendan al contribuyente ante intereses abusivos y sobrecostos administrativos. La carga impositiva es cada vez más agobiante, pero no es la única. Hay que agregar esta colección de cobros adicionales, que se suman a la necesidad de pagar seguridad, salud y educación privadas por el deterioro de las prestaciones públicas. Es un sistema en el que el Estado avasalla al ciudadano y exprime a la clase media.
Hablar de radares y fotomultas parece hablar de “poca cosa”. Sin embargo, es hablar de cómo actúa el Estado, con qué apego a los principios jurídicos, con qué eficacia, con qué límites y bajo qué marcos normativos. Es preguntarse, en definitiva, si tenemos un Estado al servicio del ciudadano o al servicio de una oscura burocracia, atrofiada por distorsiones y privilegios. Todos sufrimos la respuesta.