El espacio público, privatizado por la fuerza
¿Cuál es la relación del ciudadano con la norma? ¿Cómo funciona en la Argentina la cultura de los “hechos consumados”?
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En cualquier momento las peluquerías instalarán plataformas de madera o de hierro sobre las calles para atender al aire libre. Las panaderías tal vez monten sus hornos sobre las ramblas para liberar espacio en sus locales. Y no sería extraño que los talleres mecánicos caven fosas en las veredas para ampliar su capacidad operativa. Si cada vez son más los comercios que se apropian del espacio público, ¿por qué debería sorprendernos que cualquiera se adueñe, con mayor audacia, de las calles, las veredas y las plazas?
Hace unas semanas, el profesor Juan Carlos de Pablo llamó la atención sobre este tema en una “ruidosa” columna en la que llamaba a “terminar con la privatización del espacio público”. Se refería, concretamente, a los permisos provisorios que durante la pandemia se les dieron a bares y restaurantes para atender en la calle, y que ahora se han impuesto por la fuerza con estructuras cada vez más grandes y más atornilladas que dificultan la circulación peatonal y vehicular en las ciudades. De Pablo se atrevió a poner el dedo en la llaga y su planteo potenció una conversación interesante sobre el uso del territorio urbano. Puede parecer una discusión municipal, casi doméstica, pero implica un debate bien complejo que propone interrogantes de fondo: ¿cuál es la relación del ciudadano con la norma? ¿Cómo funciona en la Argentina la cultura de los “hechos consumados”? ¿Cómo se para el gobernante frente al desafío de adoptar medidas que presume impopulares? ¿Cómo concebimos el uso de las ciudades y los límites en el espacio público? También refiere a la facilidad con la que “lo transitorio” se convierte en permanente, una tendencia que ha desnaturalizado políticas tan fundamentales como la impositiva o la de la ayuda social.
El caso de los bares y restaurantes es un síntoma de algo más amplio: la creciente anarquía en el espacio público. Se les había concedido una excepción temporal y lo tomaron como un “terreno ganado”. Muchas de las estructuras que instalaron están diseñadas con buen gusto y una estética atractiva. La pregunta, sin embargo, no debería ser si nos gustan o no nos gustan, sino si están permitidas o no, si responden a un marco normativo equitativo y razonable, si no constituyen un privilegio en relación con otros rubros comerciales y si no consolidan la idea de que el espacio público es una zona liberada en la que cada uno hace lo que quiere. Juzgar el fenómeno con subjetividad estética puede conducir a una arbitrariedad peligrosa. ¿Por qué se mediría con una vara al mantero y con otra al cafecito gourmet?
El Estado, acostumbrado a invadir y condicionar la actividad privada, tiene una función básica e irrenunciable: regular el uso del territorio común. Si hay algo que caracteriza a las sociedades democráticas y desarrolladas es el acuerdo normativo en relación con el espacio público. Es el escenario, por excelencia, en el que debe regir el principio según el cual el derecho de uno termina donde empieza el derecho del otro. En la Argentina, sin embargo, estas nociones elementales quedan desdibujadas en un contexto de anomia cada vez más extendida.
La crisis estructural del país suele funcionar como coartada, así como la voracidad del Estado, y también su arbitrariedad y su impotencia para hacer cumplir la ley. Se cae en un razonamiento tramposo de autojustificación: como el gobierno me mete la mano en el bolsillo, me siento autorizado a ver por dónde recupero algo, de la manera que sea; como convalida la cultura del piquete, yo también me apropio del espacio público; como da lo mismo cumplir la ley que evadirla, atropello y que “me vengan a frenar”. Si los manteros toman parques y avenidas, ¿por qué no puedo yo instalar un deck sobre la calle? Si los políticos arruinan las fachadas con pintadas y pegatinas de campaña y montan sus stands en cualquier lado, ¿por qué no voy a poner yo unas mesitas en la rambla? Si los trapitos se adueñaron de los alrededores de los estadios, ¿por qué yo voy a pedir permiso o habilitación? La anomia estimula el efecto contagio. Ya hay gimnasios o academias de zumba que se instalan en lugares fijos de los parques o las plazas con su despliegue de máquinas y parlantes. Hay parrillas y cervecerías que se montan en las ramblas o las plazoletas. Es una suerte de “clandestinidad light” que se ha impuesto ante la negligente tolerancia del Estado y la pasmosa inacción de los intendentes.
Por supuesto que el espacio público debe ser un territorio vivo y a la vez flexible. Todas las ciudades del mundo hacen lugar en sus calles y paseos a las mesas de los bares y cafés, a las ferias de artesanías, a los puestos de libros o a los mercados de frutas y verduras frescas. ¿Hay algo más grato que recorrer esos espacios y sentarse a comer o a tomar algo en la calle una noche templada? Pero buena parte del sistema jurídico y normativo está precisamente destinada a regular ese uso razonable y equilibrado del espacio público. Están los códigos de convivencia urbana, pero también los institutos de la concesión y del canon regulados por el derecho administrativo. Uno de los ejemplos más gráficos tal vez sea el de las playas. Los balnearios no se instalan “de prepo” y ocupan la superficie que quieren. Deben cumplir estrictas reglamentaciones, tienen límites precisos y pagan un canon bien alto. Es inconcebible el uso comercial del espacio público sin contraprestación ni condiciones.
Ciudades como Madrid, Nueva York o París son más bellas por sus terrazas y cafés al aire libre. Pero no son espacios ganados por la fuerza. Tienen regulados hasta los modelos de las sillas, los tamaños de las mesas y las medidas de los toldos. Pagan un canon que en muchos casos es altísimo. Hasta los puestitos de libros sobre el Sena responden a una estricta legislación que da un marco normativo a lo pintoresco y lo bohemio. Lo mismo rige para los carritos de café y de hot dogs que abundan en las calles de Manhattan. ¿No hay infracciones ni conflictos? Por supuesto que sí. Pero también hay una cultura de la convivencia y de la norma que se aprecia a simple vista.
Los bares y restaurantes representan un patrimonio cultural de la Argentina. Las ciudades serían más pobres sin sus cafés, no solo económicamente, sino también en términos de vitalidad e identidad. Sus propietarios, en general, pertenecen a una franja especialmente castigada en nuestro país, como es la del emprendedor, el pequeño o mediano comerciante que le pone el cuerpo a su negocio, que pelea contra un sistema que desalienta el trabajo y la inversión y que se ve todo el tiempo acosado por la inseguridad, la Afip y el excesivo afán reglamentarista de administraciones invasivas. Es un sector productivo que, por supuesto, merece comprensión y reclama, con razón, que el Estado lo estimule y no que le mande un inspector todos los días a pedirle un formulario o un permiso nuevo. Pensar en cobrarle tasas o cánones adicionales tampoco parece razonable en un país que se ha especializado en esquilmar a las pymes. Pero nada de eso debería contraponerse con el respeto al espacio público y con un sentido de las normas. Cuando se quiebra ese pacto tácito, se deteriora la convivencia y se reemplaza la ley por la prepotencia: “que me vengan a sacar”.
Frente a la cultura de los hechos consumados, el Estado muestra su debilidad. No se trata –como bien señaló De Pablo– de salir con la topadora a demoler estructuras no autorizadas, pero sí de ejercer la autoridad y de asumir el deber inherente a todo funcionario: hacer cumplir la ley, aunque a veces pueda parecer antipático o genere resistencias. El populismo –un virus que ha contaminado la vida pública en general– suele confundir la norma con la conveniencia y leer la ley en función de oportunismos e intereses. Pero ese desapego normativo conduce inexorablemente al autoritarismo y la anarquía. La demagogia y la mano fofa del Estado suelen ser atajos muy riesgosos.
Hay otra doble vara que alimenta, además, la impotencia ciudadana y la desigualdad ante la ley. A un automovilista le lleva el auto la grúa por invadir diez centímetros la senda peatonal mientras en la misma cuadra una cervecería amura un deck de 20 metros sobre la calle sin que nadie diga nada. El Estado se anima contra el individuo y se repliega ante al colectivo. Si uno se sienta a protestar en medio de la 9 de Julio con una pancarta “contra la anomia” en la ciudad, lo llevarán preso en quince segundos. Si se sientan más de diez, nadie hará nada.
Tal vez deban discutirse nuevos códigos y reglamentos para la expansión de rubros comerciales sobre el espacio público, pero debería existir precisamente eso, un debate, no una imposición a partir de hechos consumados. De un análisis urbanístico y jurídico debería surgir un marco que contemple restricciones y contraprestaciones. ¿Sería descabellado, por ejemplo, que por el uso de metros de calle se exija que un comercio ofrezca cocheras con estacionamiento gratuito? En muchas ciudades se deben plantar dos árboles por cada uno que se saca para construir. El derecho público está hecho de compensaciones que resguardan equilibrios y equidades.
Es mucho más que un debate municipal. Es un debate sobre la vida en sociedad, sobre la convivencia y la noción de la norma. En nuestro vínculo con el espacio público se define, en definitiva, la forma en la que queremos vivir.